Historia
1823: de héroes y villanos

Señores y vasallos, nobles y plebeyos, así ha sido siempre y así seguirá mientras el rey lo tenga todo atado y bien atado.
Desembarco de Fernando VII en El Puerto de Santa María
Desembarco de Fernando VII en El Puerto de Santa María, de José Aparicio

Doctor en Historia y profesor de filosofía

20 abr 2023 06:00

A petición de Fernando VII, los Cien Mil Hijos de San Luis llegan desde Francia para rescatarlo de su cautiverio. Tres años antes, el pronunciamiento de Rafael del Riego había obligado al monarca a marchar, francamente según dijo, por la senda constitucional. Ahora, después de mucho conspirar con los diplomáticos europeos, los pactos de la familia Borbón refrescan su tinta con sangre y le sacan el trágala liberal del gaznate. En su retirada hacia el sur, el gobierno de la Pepa se lleva al rey hasta Cádiz, y allí se propone concluir lo que la soberanía nacional demande. Pero la monarquía francesa, espantada de guillotinas y libertades, no está dispuesta a que un rey Borbón corra peligro en el treinta aniversario de la ejecución de otro, y por eso pone sitio a la ciudad y vence al liberalismo en la batalla del Trocadero.  

Riego es la pieza más grande que el soberano se cobra. Capturado por los franceses y entregado a las tropas fernandinas, el antiguo capitán general se bambolea sobre el caballo como un pelele desmochado. Maniatado, lo llevan camino de Madrid para que el pueblo le grite palabras de fervor santo y de amor al soberano. Durante el periplo le dan zarpazos de odio y le hieren llamándole felón, cobarde y ateo. Le dicen que no puede haber piedad para quien quiso una república donde sólo cabe un reino. Quien se atreva a tanta maldad que prepare su cuerpo para la horca y su alma para el olvido. Sépalo el Reino, le advierten, y dese por enterado el siglo.

Liberado de su juramento a la Constitución, el monarca se reúne en El Puerto de Santa María con el duque de Angulema, el comandante de la expedición extranjera. En esta ocasión casi nadie ha hecho tirabuzones con las bombas de los franceses, sino rosarios con los que pedir al Altísimo el peor de los castigos para los ateos y los liberales. El pueblo aclama al ejército invasor y maldice a los hombres de Riego. No todos los misioneros armados son rechazados, especialmente los que rezan a un mismo dios y se inclinan ante un mismo miedo. Viva el rey Fernando, se desgarran a voz en grito, viva por siempre la tradición que impide la desamortización de la gleba y la conversión de los siervos en jornaleros libres y sin tierra.

El pueblo aclama al ejército invasor y maldice a los hombres de Riego. No todos los misioneros armados son rechazados, especialmente los que rezan a un mismo dios y se inclinan ante un mismo miedo.

Ya en Madrid, las tropas arrojan a Riego a una prisión de humedad y oscurantismo. Los carceleros le pegan cuando duerme para que recuerde en el sueño las pesadillas que provocó estando despierto. No puede descansar, dicen, quien le ha robado la paz al Reino. Riego tirita tremolante de derrotas y de fiebres del pasado. Pide perdón por crímenes que no ha cometido y suplica por su vida y por la de otros. Pero el rey quiere entrar en Madrid con la pompa y la sangre de los reyes asirios. Su idioma es el de las palabras que huelen a incienso y truenan como una condena desde el púlpito. El escarmiento, ordena su mano derecha, Francisco Calomarde, debe ser ejemplar para que se entienda que el rey reina y gobierna por designio divino. Riego, un amotinado que se negó a embarcar hacia América para devolvérsela al rey Fernando, jugó a César o nada, y ahora, piensa, tiene la nada.

En la mañana del 7 de noviembre lo sacan de la cárcel a empellones y sin reverencias. Lo disfrazan de monigote y lo arrastran por la Villa sobre un serón tirado por bestias de carga. Madrid ya no huele a café patriótico y a humo de cigarros revolucionarios, sino a Corte podrida y a auto de fe manierista. Algunos oyen al reo pedir que le den muerte frente a un pelotón de fusilamiento, que de tormento y humillación ya ha tenido bastante. Nadie se lo concede, y entre insultos y escupitajos lo llevan a la plaza de la Cebada, donde se ha levantado el cadalso. Aquí, le dice un rostro vagamente conocido, es donde al diablo le parten el espinazo.

Lo empujan escaleras arriba para que nadie se prive del espectáculo. El sacerdote le hace la cruz de la victoria sobre la frente y ruega al Señor que lo envíe al infierno para que allí lo tengan a buen recaudo. Entonces, el verdugo lo despeña de la vida con la violencia de un huracán o de una venganza. El público aúlla, aleccionado por la vistosidad del castigo y la majestad del rey Fernando, que ha prometido clemencia para los liberales rendidos, y ahora, con esta tormenta de cuerdas, chillidos y carne muerta, la demuestra. El cuello del reo crepita en un chasquido, breve y seco. Tiembla su cuerpo en un espasmo postrero y el respetable se regocija con ello. No todos los días se ve en la soga a un héroe en vez de a un villano. Ya muerto, lo descuelgan dos matarifes acostumbrados a estos trances y lo decapitan para catarsis del Reino. Loado sea el rey Fernando, se persignan los cuervos que vuelan como latinajos eclesiásticos. Loado sea por siempre quien se lleva con esta muerte todas nuestras esperanzas y todos nuestros miedos.

No todos los días se ve en la soga a un héroe en vez de a un villano. Ya muerto, lo descuelgan dos matarifes acostumbrados a estos trances y lo decapitan para catarsis del Reino.

Así, escribe Calomarde, borramos de en medio del tiempo este gobierno de constituciones y de ateos. Ya firme órdenes, ya emborrone cuartillas, el próximo ministro de Gracia y Justicia lo hace todo con afectación, como si posara para la Historia o para la infamia. No ha perdido la cuenta de los ejecutados, pero comienza a no hacer gala de la cifra. El ejemplo está dado, ahora se trata de hacer del futuro una copia del pasado. Que cuando termine el mundo la monarquía siga intacta y pura, a salvo de la corrosión de las épocas y de la arrogancia del intelecto. España es su rey y su tradición católica, piensa, y fuera de esta luz sólo se abre el abismo. Calomarde no tiene los remilgos de algún duque medio ilustrado, como el del Infantado, que no tenía, dicho sea de paso, ninguno, ni se aviene a cálculos que amenazan con transigir con el viento del siglo, como los que intuye en Cea Bermúdez. No habrá perdón de la trágala liberal ni gracia para quienes han tratado de rehacer el Reino de nuevo.

La dureza de Calomarde se entiende mirando las cicatrices de su ascenso. El joven Francisco no vino a este mundo entre telas de seda y paños de Bruselas. Apareció gritando y pataleando como un jabato en mitad de la nada. El Antiguo Régimen le permitió culebrear por las rendijas sociales que los favores aristocráticos abrían para quien estaba falto de escrúpulos y ahíto de nada. Decidido a trepar la cucaña estamental, se mostró tan solícito con quien tuvo poder, y tan celoso e inflexible en la materia de negar gracias y administrar injusticias cuando la ocasión cayó en sus manos, que acumuló incontables secretos y no pocas medallas y entorchados. A fuerza de doblar la rodilla y masajear lomos y vanidades, Calomarde ha llegado a lo más alto que puede llegar un súbdito, y ningún liberal le va a derribar de su privilegio con libertades de imprenta y ciudadanías de medio pelo.

Obsesionado con alcanzar un ducado, Calomarde lo fía todo a un rey arbitrario. Hijo de labrador, no ha olvidado las pesadillas de su infancia ni los agravios de su juventud. Sus oídos zumban de rumores y conspiraciones liberales; su rostro, estólido y bovino, recibe de cuando en cuando la bofetada que la nobleza propina a quien, de tanto medrar, a veces no recuerda su origen plebeyo. Manos blancas no ofenden, suele decir cuando le chisporrotean los guantazos en la cara y en la fama, dando a entender que, quien fue criado para servir y quien lo fue para mandar comparten el mismo idioma, aunque el primero hable siempre con las palabras que le presta el segundo. Y así debe ser, afirma el futuro ministro sin torcer el gesto. Lo contrario es desorden y es locura.

Por las noches se vuelve reflexivo y escribe verdades de Perogrullo que él piensa dignas del mejor Jovellanos. Ya se ha dicho todo lo que podía ser dicho, garabatea. Es hora de parar el reloj y cerrar las puertas del siglo. Para tamaña empresa le pide ayuda al dios del Antiguo Testamento. Hágase la luz, como dicen los liberales, pero hágase tal que se atornille el Reino a la tierra quemada de la culpa y del miedo. Estudien los hombres las leyes humanas y las divinas, que crean vida a partir de la nada, y olviden las filosofías y las ciencias. Este es el plan divino para el Reino, su plan de estudios, y no debe haber otro.

Las ruedas del progreso se desmontan así, con sogas y crujidos. Orden, miedo y sangre; después, el carrusel de la victoria y la clemencia del César.
Al filo de la madrugada termina de escribir lo que en su cabeza ha oído. Se siente satisfecho, como un perro guardián que ha cumplido su cometido. Despacha un indulto para algunos liberales melifluos y arrepentidos, y después prepara la firma de una docena de penas capitales. Las ruedas del progreso se desmontan así, con sogas y crujidos. Orden, miedo y sangre; después, el carrusel de la victoria y la clemencia del César. Señores y vasallos, nobles y plebeyos, así ha sido siempre y así seguirá mientras lo tenga todo atado y bien atado. Altar y trono, por siempre y para siempre. Que la razón duerma por los siglos de los siglos, escribe, y sus monstruos guarden el sueño de este rey y de este siervo.
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