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Violencia machista
Hija, te pego porque te quiero
“Te pego porque te quiero”. Se lo decía su padre teniendo ella 5, 7, 10 o 17 años de manera habitual. La frase que desata inseguridades, temor y la duda más dolorosa. La frase que retumba en la cabeza de Ana —nombre ficticio para proteger la identidad de la víctima— tiempo después; la famosa frase de generaciones que aprendieron a educar a sus hijos bajo un autoritarismo agresivo potenciado por el franquismo. Golpes de cinturón. Tortazos. Alguna patada. Un puño levantado delante de su cara a modo de amenaza. De su abuelo a su padre y de su padre a ella.
Mira que se lo dejaba claro: lo hacía por su bien, tan solo le enseñaba. Sí, su padre sí le quería. Le quería porque después de agredir le daba un beso en la cabeza. Borrón y cuenta nueva. Además, al repetir la escena le abrazaba: “No me gusta hacerte esto”. Claro que no le gustaba, él era un buen hombre, su madre no hacía más que decirlo. Claro que le quería, Ana no estaba dispuesta a aceptar lo contrario, qué descarada por ponerlo en duda. Ahora que es adulta esa frase le repele, siente inseguridad, miedo y ansiedad, no hay abrazos ni confianza. En casa hace frío.
No hace falta pegar a una mujer para hablar de machismo, con que un hombre trate a sus hijos como a un saco de boxeo con el que descargar las frustraciones ya es suficiente para calificarlo de machista
No hace falta pegar a una mujer para hablar de machismo, con que un hombre trate a sus hijos como a un saco de boxeo con el que descargar las frustraciones ya es suficiente para calificarlo de machista. El principal agresor en las enseñanzas agresivas de los hogares es el padre, así lo deja claro la Fundación ANAR en su estudio La Evolución de la Violencia a la Infancia y Adolescencia en España Según las Víctimas.
Ana ha crecido escuchando que los niños necesitan mano dura, porque si no “salen como quieren”. La violencia se basa en estructuras de poder. Cuando un hombre interioriza desde niño un aprendizaje violento hacia el resto, como que el hecho de pegar o humillar a los demás es algo normal porque lo aprendió en su casa, ese machismo llega a reproducirse no solo en el ámbito público, sino en el privado. El patriarcado necesita sustentarse en el miedo para sobrevivir.
A la psicóloga infantil, Emma Mendia, no le sorprende que el varón sea el principal agresor, porque para ella hasta hace poco el modelo autoritario tenía dos figuras muy distintas. Por un lado estaba el padre, que era el que menos se ocupaba de los niños, el encargado de dirigir la economía; era el que más gritaba y más castigaba. Al contrario que la madre, quien intentaba evitar o minimizar las agresiones en el hogar justificando las acciones del marido hacia sus hijos.
La educación autoritaria no es nueva, ya se agudizó durante la dictadura franquista. El abuelo de Ana también aprendió a educar a su padre a golpes. En todos los regímenes totalitarios ocurre lo mismo, según la historiadora y especialista en franquismo Aintzane Rincón. Durante la dictadura de Franco se entendía a la familia como una célula de la nación, esta tenía que producir las relaciones de poder. Era el espejo del régimen y, con el amparo de la Ley de Cabeza de Familia, la estructura era completamente jerárquica: la mujer obedecía al igual que los hijos. Este orden familiar era el que otorgaba legitimidad al autoritarismo y tiranía que ejercía el padre sobre su esposa y los pequeños de la casa: “Porque son míos, y punto”.
La película de El Bola es un buen reflejo de cómo han sufrido los hijos de las generaciones posteriores al franquismo en España. El protagonista, Pablo sin apellido, es un niño de 12 años que siempre lleva una bola de acero consigo. Pequeña, muy pequeña. Y también tiene moratones, bien marcados y bien grandes. Se suele excusar ante su amigo diciendo que se cayó. En ocasiones suele mentir para no pasar tiempo en casa. Obedece mucho “por la cuenta que le trae”. Ana se siente identificada con Pablo y no puede evitar derrumbarse viendo la obra. No ha conseguido sepultar el dolor.
Ella podría haber denunciado, pero no lo hizo, tampoco el protagonista. El maltrato infantil ha estado tan invisibilizado que ninguno de los dos pidió ayuda. Hasta que ha llegado el movimiento feminista a remediar esa invisibilización
Ella podría haber denunciado, pero no lo hizo, tampoco el protagonista. El maltrato infantil ha estado tan invisibilizado que ninguno de los dos pidió ayuda. Hasta que ha llegado el movimiento feminista a remediar esa invisibilización, ya que ha supuesto una mayor conciencia social y cambios muy relevantes desde su aparición. No es de extrañar que en la actualidad haya incorporado un modelo educativo familiar más sano y opuesto al interiorizado por las generaciones anteriores con la visibilización del maltrato. Un modelo cuya base es la comprensión y el respeto hacia los menores.
Carmen Lozano, educadora social en el Centro Municipal de Servicios Sociales de Murcia explica que, al tratarse el feminismo de un movimiento más democrático y menos violento, ha posibilitado el diálogo y la negociación que se ha trasladado a la educación infantil dentro del hogar. Además, ha ayudado a que los niños estén más enterados sobre el maltrato y reciban mucho más apoyo del entorno, como expone Selma Fernández, responsable de programas de coordinación en la Federación de Asociaciones para la Prevención del Maltrato Infantil (FAPMI).
La defensa del menor no aparece expresamente en la Constitución española hasta el año 1978, por ello la llegada de la democracia, fruto de la transición, supone un antes y un después para los pequeños. El proyecto Historia de la legislación para la infancia en España: una revisión crítica de J.L. Pedreira Massa manifiesta que, en este contexto, es cuando se inician los estudios legales sobre la infancia.
Al mismo tiempo, se corrige en el Código Penal la ambigüedad sobre los malos tratos, que normalizaba los castigos corporales a los niños/as de padres y educadores “no diferenciando” entre corrección educativa y malos tratos. Es en esta época cuando se inician los borradores de anteproyectos y es, en 1996, cuando se establece la primera ley en defensa del menor de carácter constituyente. Desde entonces las instituciones han hecho hincapié en el apoyo a los pequeños y se ha reflejado mediante la aprobación de las leyes de 2005, 2010, 2015 o la última denominada Ley Rhodes, establecida en 2021.
El 83.3% de españoles opinan que el hecho de dar un cachete no es un acto violento; el 36.9% no cree que no cumplir con las necesidades de afecto sea dañino; el 17% piensa que insultar, amenazar o descalificar no es violencia
Es difícil para algunos padres, sin embargo, dejar atrás la formación recibida de sus progenitores. Pese a los avances del feminismo, todavía hay quienes tienen esa enseñanza agresiva interiorizada. La encuesta sobre la percepción de la violencia, Maltrato Infantil, realizada por 40dB. en 2019 y solicitada por Save the Children, revela que el 83.3% de españoles opinan que el hecho de dar un cachete no es un acto violento; el 36.9% no cree que no cumplir con las necesidades de afecto sea dañino; el 17% piensa que insultar, amenazar o descalificar no es violencia y el 8.6% considera que dar golpes con pies, puños o con objetos como cinturones no es agresivo.
La psicóloga lo ve mucho en consulta: los progenitores no son conscientes del daño que infligen y siguen el automatismo de cómo ellos han sido educados al no disponer de herramientas. “Si uno está metido en su rueda y tiene un vínculo muy fuerte o débil con los hijos esto no le dejará saber hasta qué punto está actuando mal”. Cuando se habla de maltrato, añade, suena muy fuerte la palabra y, por eso, a los adultos les resulta difícil pensar que esos gritos, esos desprecios, esas tortas o esas frases hirientes sean propias de una violencia física o psicológica.
“Me duele pegarte”, escuchó Ana la última vez que recibió un golpe. Una herida que aún quema. Un cerebro que no borrará la violencia recibida. Que eso es lo que ocurre con todas las experiencias traumáticas comenta la neuropsicóloga Rosanna Marí Vico. Que los cerebros de los pequeños no quedarán como una tabula rasa. Más le duele a Ana la carga que implica el maltrato infantil. Al final ha aceptado lo más doloroso como hija, ni el perdón más sincero remediará lo sufrido. Descubrir el feminismo también le ha dolido.