Tribuna
O bosque da cidade

Pregúntome se unha nena sen aldea pode medrar ben. Intúo que a autoestima radica en recuperar a cidade, en que a rapazada conquiste o espazo de exploración que lle foi usurpado desde a industrialización e o asentamento do modelo burgués e capitalista de familia.

16 ago 2018 08:01

Déitate na herba e pecha os ollos, mamá, verás que gustiño dá”. A miña filla de catro anos cólleme a man e tira un pouco de min para que probe a sensación. O vento de Madrid estrou os restroballos da cidade por todas as partes. O diminuto outeiro no que sentamos a merendar é un espazo adoquinado de catro metros onde defecan os cans, os cigarros danzan e as penas do alcol de supermercado enferruxan os seus restos metálicos. Nin un só banco no traxecto, nin un só lugar para facer unha pausa, nin un anaco de natureza real a varios quilómetros, ningunha nena, neno ou persoa maior. Quen pode percorrer longos traxectos á intemperie do asfalto? Dígolle a miña filla que está moi sucio e insiste en ver se me parece alucinante o zunir do temporal na herba. Déitome nese noxo e propóñolle buscar unha outra vexetación “de verdade”. “Si! Podemos ir a un bosque?”.

O bosque da cidade. As grandes urbes, en especial o seu centro, son o lugar natural da hiperrealidade definida por Baudrillard, o filtro que substitúe a realidade na percepción humana actual, o simulacro alimentado na dinámica da produción e do consumo das sociedades tecnolóxicas neoliberais.

Pregúntome se unha nena sen aldea pode medrar ben. Intúo que a autoestima radica en recuperar a cidade, en que a rapazada conquiste o espazo de exploración que lle foi usurpado desde a industrialización e o asentamento do modelo burgués e capitalista de familia. Para iso resulta imprescindíbel mudala, reverter o expolio. Que os parques infantís deixen de ser os redutos sen alternativa do ocio, que haxa rúas sen tráfico permanente, que recuperemos a sensación de responsabilidade colectiva sobre as cuestións da comunidade, que os adultos poidamos soltar a man dos pequenos, que os liberemos do consumo permanente. E cómpre unha mudanza seria do sistema laboral que impón a dinámica pendular casa-escola, e as súas extenuantes xornadas, como única forma de vida cotiá.

Infancia e senectude vense desprazados da urbe en virtude da súa incapacidade produtiva. Somos unha civilización fracasada se, entre outras cousas, non sabemos termar das pezas máis preciosas da errada manda: os libres e os sabios, os máis novos e os maiores.

Hai pouco percorreu as redes sociais o trailer dun documental titulado Present Perfect sobre xente maior e xente miúda que conviven durante certo tempo ao día nunha residencia de Seattle que acolle tamén unha escoliña infantil. Esa convivencia interxeracional enriquece. Sería interesante facilitar as sinerxías colectivas destes dous grupos imprescindíbeis e cederlles protagonismo.

Se chegamos a vellos, se temos a sorte de transformarnos no modo senectude, pois iso somos en potencia, señoras engurradas de camiñar imposíbel e dores múltiples, seremos expulsadas de novo das rúas, daquelas que as cativas e cativos tampouco poden transitar en liberdade, explorar con autonomía os misterios e aventuras nas marxes do bosque da cidade, contra a súa natureza morta.

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