Filomena Monterilla, cultivando la tierra.
Filomena Monterilla, cultivando la tierra. Jesper Klemedsson

Soberanía alimentaria
Ellas alimentan el mundo, pero la tierra es de ellos

El informe “Ellas alimentan al mundo: tierra para las que la trabajan”, elaborado por LatFem y We Effect, revela que la mayoría de los alimentos son producidos por mujeres, mientras que la tierra es prestada, alquilada o está a nombre de sus esposos.
Buenos Aires (Argentina)
8 feb 2022 06:00

“Somos pobres porque es rico el suelo que pisamos”, escribió el escritor uruguayo Eduardo Galeano. Hablaba de nosotros, los latinoamericanos, en 1978. Pero la frase se actualiza con cada explosión de la Barrick Gold en las minas de San Juan, con las megafactorías de cerdos que China insiste en instalar en el territorio, o la soja transgénica que Monsanto sigue desparramando por todo el continente. 

En América Latina y el Caribe las riquezas del suelo se escurren, como en un loop desquiciado, 500 años después de la conquista. Una estructura del despojo que parece ya cronificada.

La situación se empaña todavía más si se pone el foco en las mujeres rurales latinoamericanas, porque les toca batallar contra la odiosa paradoja de alimentar al mundo —dado que representan el 50% de la fuerza formal de producción de alimentos— pero carecen de la titularidad de las tierras. 

Siete de cada diez mujeres campesinas, indígenas, de pueblos originarios y afrodescendientes en Bolivia, Colombia, Guatemala, Honduras y El Salvador acceden a tierras para producir alimentos, pero solo tres son propietarias

Para que se entienda: siete de cada diez mujeres campesinas, indígenas, de pueblos originarios y afrodescendientes en Bolivia, Colombia, Guatemala, Honduras y El Salvador acceden a tierras para producir alimentos, pero solo tres son propietarias. Es decir, en vez de ser dueñas de esos campos y terrenos que trabajan, los tienen prestados, alquilados o a nombre de los esposos.

Así lo reveló “Ellas alimentan al mundo: tierra para las que la trabajan”, una investigación que desarrollaron las organizaciones LatFem y We Effect entre junio y octubre de 2021. Los resultados muestran, además, que mayoritariamente las mujeres se vuelven propietarias en caso de quedar viudas o huérfanas.

“Como nosotras producimos libre de químicos, el suelo queda muy fortalecido. En mayo hacemos la milpa y en septiembre la postrera, para que esté en el verano. Cuando viene el dueño y ve que la tierra le ha quedado limpia y fortalecida con vitaminas, con calcio, con todo lo que le hacemos, dice: ‘Fíjese que esta vez no se la voy a alquilar porque la voy a hacer yo’. Entonces muchas veces lo que nos toca es mejorar el terreno a otro”, explica Yasmín López, coordinadora general del Consejo para el Desarrollo Integral de la Mujer Campesina (Codimca) de Honduras.

Para la recolección de información se combinaron técnicas cuantitativas y cualitativas. Como primer paso, 1.994 mujeres —394 en Bolivia, 447 en Colombia, 407 en El Salvador, 397 en Guatemala y 349 en Honduras— respondieron una encuesta de preguntas cerradas de opción múltiple. Luego, se realizaron cuatro grupos focales y diez entrevistas en profundidad a defensoras ambientales y a especialistas para indagar en algunas dimensiones centrales.

Yasmín López. Foto Archivo CODIMCA
Yasmín López. Foto: Archivo Codimca

Luchas de alto riesgo

La lucha por la tierra ha sido históricamente uno de los principales conflictos socioambientales, económicos y políticos en América Latina y el Caribe, la región más desigual del mundo en distribución de la tierra. Según datos de la confederación internacional Oxfam, más de la mitad de la tierra productiva en esta parte del mapa está concentrada en el 1% de las explotaciones de mayor tamaño. Lo que significa que el 1% de los grandes productores utiliza más tierra que el 99% restante.

La concentración en pocas manos impacta especialmente sobre las mujeres. La brecha de género en el acceso, control y titularidad de la tierra afecta el ejercicio del derecho a la alimentación, la autonomía económica y demás derechos sociales y culturales de las mujeres rurales, cuya labor en la producción de alimentos suele ser invisibilizada y considerada parte de los trabajos de cuidados y reproductivos no remunerados.

La lucha por la tierra ha sido históricamente uno de los principales conflictos socioambientales, económicos y políticos en América Latina y el Caribe, la región más desigual del mundo en distribución de la tierra

Separada de su cónyuge y a cargo de tres hijos, Ana Rosalía Tiul quiere permanecer en la finca de 72 cuerdas —equivalente a tres o cuatro manzanas de producción— donde cosecha maíz, plátano y yuca en Guatemala: “Lamentablemente el Estado nos tiene abandonados y encima vivimos bajo el paradigma del patriarcado que no habilita a pensar a las mujeres como dueñas de la tierra, sino solo al hombre como el que debe tener el mando en todas las pertenencias que existen a nuestro alrededor”, declara.

Ana Rosalía es una de las integrantes del Comité de Unidad Campesina (CUC) que acompaña a 30 comunidades en Verapaz y a 75 comunidades en Polochic, en el departamento guatemalteco de Izabal, en sus procesos de organización para recuperar las tierras. Parte del acompañamiento implica la formación de liderazgos de mujeres y la capacitación en sistemas productivos ecológicamente sostenibles mediante prácticas agroecológicas.

En la vida diaria, las campesinas nucleadas en el CUC no solo enfrentan la dificultad de acceder a terrenos que estén en condiciones para la producción de alimentos —lidiando con un Estado que acostumbra entregar superficies inundables, muy afectadas por sequías y huracanes—, sino que resisten ataques de finqueros organizados que amenazan con desalojarlas apoyados por las fuerzas de seguridad nacional. 

Para Azul Cordo, coautora de “Ellas alimentan al mundo: tierra para las que la trabajan”, la violencia hacia las lideresas comunitarias y defensoras ambientales es una de las principales preocupaciones que surge del informe: “América Latina y el Caribe es la región más peligrosa del mundo para quienes defienden la tierra y los territorios, y esa violencia aumenta de la mano de la crisis climática y el interés por los recursos naturales. A esto se suma la impunidad en que generalmente quedan estos crímenes, sobre todo en lo que respecta a la responsabilidad intelectual, algo que funciona como efecto disciplinador y de silenciamiento”. 

El 58% de las encuestadas en Bolivia, Colombia, Guatemala, El Salvador y Honduras aseguró no haber denunciado los hostigamientos y amenazas sufridas y el 83% de quienes realizaron denuncias manifestó sentir que no fueron tomadas en cuenta en su país. Entre quienes atravesaron actos de violencia o amenazas, el 50% percibió “diferencias” en el tipo de violencia “por ser mujer”.

Sin desconocer lo áspero del contexto, María Paz Tibiletti, otra de las autoras, destaca la importancia de tejer redes para paliar la falta de respuestas institucionales contra las violencias: “Es necesario poner este eje en valor porque no reemplaza la negligencia u omisión de las respuestas estatales en la falta de garantía de derechos humanos, pero sí sostiene y resguarda a las defensoras ante los hostigamientos y amenazas constantes. La organización de redes políticas, sororas y de autocuidado feminista es clave tanto para la sostenibilidad de la vida como para incentivar formas de economía feminista que brinden autonomía a las mujeres”.

Ana Rosalía Tiul. Foto Archivo We Effect
Ana Rosalía Tiul. Foto Archivo We Effect

¿Para quién, cómo y dónde producen las mujeres?

En los cinco países estudiados, el 57% de las mujeres rurales produce alimentos para consumo familiar, mientras que un 36% produce también para la venta. Solo el 7% destina todo para la comercialización en el mercado. La mayoría se las ingenia, asimismo, en parcelas pequeñas —menos de una hectárea— que deben acondicionar para volverlas tierras productivas. 

Como expone una de las entrevistadas: “Debemos reinventarnos cada día para garantizar, aunque sea, la cosecha de elotes que vamos a comer con los niños y las niñas”.

Más complejo aún es el panorama de las mujeres afrodescendientes: se registran solo seis mujeres afro de Colombia y dos garífunas en Honduras con menos de un cuarto de hectárea.

La investigación demuestra que las tierras a nombre de las mujeres son las que utilizan más técnicas agroecológicas y orgánicas. A pesar de no ser propietarias de las tierras que trabajan, son ellas quienes vienen impulsando la producción agroecológica en la región

Por otro lado, los números del documento demuestran que las tierras a nombre de las mujeres son las que utilizan más técnicas agroecológicas y orgánicas. Por ejemplo: de las tierras productivas cuyo título está a nombre de una campesina indígena en Bolivia, el 60% de esas parcelas se produce con métodos agroecológicos u orgánicos y el 30% con métodos tradicionales sin insumos químicos. Lo mismo ocurre con el 43% de mujeres que poseen titularidad sobre las parcelas que producen en Guatemala y el 39% de las hondureñas.

En criollo: a pesar de no ser propietarias de las tierras que trabajan, son ellas quienes vienen impulsando la producción agroecológica en la región. Así las cosas, contar con el título a nombre propio no solo les daría mayor autonomía y empoderamiento económico, sino que profundizaría el uso de técnicas que permiten la sostenibilidad de los sistemas productivos y contribuyen a enfriar el planeta. Nada más ni nada menos que justicia social y ambiental. 

“La tierra significa todo para nosotras porque sin la tierra ¿dónde estoy? Nosotras siempre decimos eso: si no tenemos un espacio donde pisar suelo, no somos nadie. La tierra y nuestro territorio es fundamental, y luego podemos hablar de nuestra autonomía, de nuestro territorio personal y de todo lo demás que queramos. La tierra es vida”, define Wilma Mendoza Miro, presidenta de la Confederación Nacional de Mujeres Indígenas de Bolivia (CNAMIB).

Tierra para las que la trabajan

“Ellas alimentan al mundo: tierra para las que la trabajan” pone en evidencia la falta de políticas públicas específicas para promover la titularidad individual o colectiva de mujeres sobre tierras productivas en América Latina y el Caribe. Una discriminación política y económica que ahonda históricas desigualdades de género y las eterniza generación tras generación.

Las autoras Cordo y Tibiletti apuntan a los Estados: “Es fundamental incorporar la perspectiva de género en las iniciativas de empoderamiento económico, inclusión financiera, capacitación laboral y programas de créditos para las poblaciones rurales; y garantizar el funcionamiento de mercados donde las pequeñas agricultoras puedan vender sus productos a un precio justo sin explotación y lograr su autonomía económica. En el contexto actual, esto implica considerar la situación de las mujeres campesinas tanto en las políticas y programas de recuperación frente a la pandemia como en aquellos que buscan reducir los riesgos de la crisis climática, incluyendo la protección de las defensoras de la tierra”.

Son las mujeres rurales, campesinas, afrodescendientes, indígenas y de pueblos originarios de América Latina y el Caribe quienes alimentan al mundo. Desde pequeñas parcelas que llevan el nombre de otros, varones siempre

Son las mujeres rurales, campesinas, afrodescendientes, indígenas y de pueblos originarios de América Latina y el Caribe quienes alimentan al mundo. Desde pequeñas parcelas que llevan el nombre de otros, varones siempre. Guardianas de semillas nativas y criollas, encargadas del resguardo y la transmisión de saberes ancestrales que cobijan los suelos. Ofreciendo sus cuerpos para poner un coto al avance indiscriminado de las topadoras y los proyectos extractivistas. Cuidadoras así de lo que comemos y del planeta que habitamos. La tierra en sus manos es una deuda por saldar y una apuesta al porvenir. 

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