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Siria
Al Raqa: para que sus hijos puedan decir “esta es la tumba de mi papá”
El Califato proclamado en el verano de 2014 por el grupo terrorista Estado Islámico ha llegado a su fin. Durante más de cuatro años de guerra, ciudades enteras han sido destruidas y un gran número de civiles ha desaparecido. En Al Raqa, anteriormente considerada como la “capital” de la organización yihadista, los equipos de rescate siguen extrayendo cuerpos de las ruinas que se extienden hasta donde alcanza la vista.
Seis cuerpos están alineados sobre el suelo y bajo el sol abrasador. Una gorra blanca y malva, un par de gafas y una máscara quirúrgica ocultan el rostro de Mahmoud Hassan, de 60 años. A través de un gesto con la mano, Mahmoud se dirige a su asistente para pedirle que abra la bolsa para cadáveres que yace a sus pies. El dolor en las articulaciones no le permite hacerlo él mismo. Al abrir la cremallera se escapa un olor espantoso. “Son los últimos restos que hemos exhumado: un montón de huesos, líquidos y gas que están a punto de descomponerse. Es imposible identificarlos”, concluye el médico.
En las ruinas de Al Raqa, la que fuera proclamada capital del Estado Islámico, las autoridades han descubierto recientemente varias fosas comunes con varios miles de cadáveres, que se suman a otros muchos que hay que extraer de entre los escombros de los edificios bombardeados por la coalición internacional. Los pocos esqueletos que aún pueden identificarse —gracias a una joya, a un carné de identidad o a alguna particularidad física— son entregados a sus familiares.
Mahmoud Hassan, algo barrigudo y con mirada risueña, tiene la difícil tarea de ser el único médico forense en la ciudad de los muertos. Médico de familia desde hace 30 años, el doctor Hassan orientó su carrera hacia la medicina forense al final de la guerra, no tanto por elección propia sino por necesidad. “En una ciudad tan grande, donde yacen miles de cuerpos, ¿cómo haces para identificarlos? Aquí no tenemos laboratorios, así que todo lo que puedo hacer es examinarlos con las herramientas de las que dispongo: mis propias manos, mi olfato, mis ojos”, dice en un suspiro este nativo de Al Raqa. “Hemos pedido que vengan más médicos para ayudarnos, pero nadie quiere hacerlo. Algunos vinieron, pero cuando vieron la situación, huyeron”.
Este licenciado por la Universidad de Alepo siempre había rechazado realizar autopsias. Hasta ahora. “Bajo el régimen, la medicina forense estaba salpicada por la corrupción. Nos decían la causa de la muerte y los nombres de los responsables a cambio de un sobre, pero yo ejerzo la medicina, no la política”, insiste, orgulloso de su postura.
HUESOS ENTRE CENIZAS
Cuatro largos e intensos meses de sangrientos combates fueron necesarios, entre junio y octubre de 2017, para que las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS), alianza árabo-kurda —de la que también forman parte las Unidades de Protección Popular (YPG) y las Unidades Femeninas de Protección (YPJ)— apoyada por Estados Unidos, consiguieran reconquistar Al Raqa. En aquel momento era muy peligroso acceder al cementerio, donde tanto combatientes como familias enterraron a los suyos de manera apresurada allí donde no había riesgo de ser alcanzados por un francotirador o un ataque aéreo.
Parques, mezquitas y escuelas se han convertido en osarios, herederos de una batalla sin piedad durante la cual los bombardeos de la coalición redujeron Al Raqa a cenizas. Estados Unidos solo admitió su responsabilidad en un centenar de muertes, una cifra muy lejana a las estimaciones dadas por la organización británica Airwars, que señala que son más de 1.500 los civiles fallecidos en los ataques de la coalición dirigida por Washington.
Mahmoud Hassan estima que en el parque Panorama, cerca del río Éufrates, hay unos 1.500 cuerpos enterrados. Sin embargo, solamente se han exhumado unos pocos, ya que los trabajos empezaron en septiembre del año pasado, una vez que los equipos de desactivación de minas limpiaron el inmenso terreno. Cada día, el médico forense y su equipo desentierran media docena de cuerpos, a menudo mujeres y niños, utilizados a veces como escudos humanos.
“Tiene los colmillos largos”
Tras varios palazos, aparece un cadáver vestido con un traje militar. “Seguramente un yihadista”, concluye el equipo. Un trabajador del Consejo Civil de Al Raqa se lleva las manos al rostro, tal y como indica el ritual del rezo musulmán. “Fuimos enemigos en vida, pero no en la muerte”, dice. El equipo de rescate se reúne alrededor de una tetera colocada sobre un pequeño fuego. Uno de ellos toma una bolsa de cadáveres azul eléctrico con el fin de utilizarla como alfombra para rezar. De repente, un hombre se acerca hacia ellos:
—¿Necesita ayuda?— pregunta un asistente médico.
—Tengo un pariente enterrado aquí— responde Mohammed Khalawi.
—¿Podría describirlo?
—Es alto, lleva una chilaba con rayas grises y, bajo la chilaba, un pantalón negro y una camiseta gris. Tiene un tatuaje en forma de escorpión. Y lleva un reloj Casio.
—El tatuaje ya no podremos verlo…¿Cómo tiene los dientes?
—Tiene los colmillos largos. Le dispararon en la cara, en la pierna y puede que también en el hombro.
—De acuerdo. Le diremos lo que sepamos en cuanto lo encontremos. Denos su dirección.
La probabilidad de encontrar a ese hombre e identificarlo a partir de la descripción dada por su hermano es casi inexistente. Sin test de ADN, el trabajo del médico forense se basa más en vaciar las fosas comunes del centro de la ciudad que en ponerle nombre a los desaparecidos. “Hemos identificado y entregado a sus familias entre el 10 y el 20% de los cuerpos. Es más fácil con los cadáveres que encontramos bajo los escombros”, explica Mahmoud Hassan. “Cuando un ataque aéreo alcanza una casa, al menos podemos adivinar quiénes son las personas que estaban en el interior”. Todos aquellos que no pueden ser identificados son llevados al cementerio de Tell Bi’a, en la periferia este de la ciudad.
“Este tipo de oficio requiere ciertas capacidades sin las cuales, en algunos casos, las pruebas podrían estar en peligro”, alerta Donatella Rovera, asesora general sobre respuestas a las crisis de Amnistía Internacional. “La coalición debería haberles proporcionado los recursos necesarios. Si había dinero para la guerra, debería haber también para las consecuencias de la guerra”, lamenta esta investigadora, que visitó Al Raqa y el parque Panorama a principios de octubre de 2018. “La falta de interés de la coalición para ofrecer una asistencia básica a aquellos cuyas vidas han sido destruidas por culpa de la operación militar es una gran vergüenza”.
En el nordeste de Siria, el grupo terrorista Estado Islámico libra un combate para salvar el honor. Mientras se escriben estas líneas, las Fuerzas Democráticas Sirias luchan todavía en el enclave de Baghouz, última parcela del califato. Miles de combatientes y sus familias se han rendido en las últimas semanas, pero otros cientos resisten aún. Las fuerzas árabo-kurdas, con el apoyo de la aviación de la alianza antiyihadista, avanzan lentamente con la esperanza de disminuir sus bajas y obligar a la rendición a los últimos que quedan. Para entonces, el Estado Islámico habrá perdido completamente su control sobre un territorio que, en su apogeo, tenía el tamaño de Gran Bretaña y se extendía a lo largo de Irak y Siria.
Tamizar para no olvidar nada
Tras haber hecho su petición, Mohammed Khalawi se reúne con los suyos cerca de una fuente en forma de rosa. También ha venido a recuperar otros dos cuerpos, de los cuales conoce su paradero: Azan, ocho años, enterrado con su pijama, y su hermana, una niña de cuatro años alcanzada por una bala en la pierna y en la cara. Son los hijos de un amigo suyo.
El cielo resuena. La lluvia cae intensamente mientras las palas se clavan en la tierra húmeda. Las gotas caen sobre sus rostros y golpean las bolsas de cadáveres en un chapoteo macabro. Los ojos de Mohammed están secos; el cielo llora por él. La pala de uno de estos “desenterradores” choca contra una piedra. Cuando la levanta, aparecen los dos niños. Primero, un cráneo, que coloca delicadamente en el interior de una bolsa de plástico. Después, pelo, un fémur... El equipo de rescate tamiza la tierra para no olvidar nada. “Vamos a llevarlos a un cementerio para que estén cerca de sus familias”, anuncia Mohammed Khalawi.
El desfile de supervivientes es constante. Una silueta envuelta con una tela oscura aparece a lo lejos. Camina tan despacio que le hace falta casi un cuarto de hora para llegar hasta donde se encuentra el resto. Su llegada está precedida por las lágrimas. Wahda, de 67 años, está buscando a su hijo Abdullah, que está enterrado aquí, aunque no sabe dónde exactamente. El cementerio es vasto y los cuerpos innumerables. “La Hisba [la policía de la moral del Dáesh] le obligó a montarse en un coche. Se opuso y se peleó él solo contra cinco de ellos”, murmura la señora. “Creo que le apuñalaron en el vientre... eso es lo que me dijeron. Lo esposaron, le taparon los ojos y se lo llevaron. Fue en ese momento cuando un ataque aéreo hizo explotar todo”.
Cuando llegó al hospital, la familia supo que el cuerpo de Abdullah no estaba allí. Un grupo de yihadistas ya se lo había llevado para enterrarlo. Un año más tarde, Wahda tiene aún la esperanza de encontrarlo. Ha venido acompañada de su nieto, Omar, que apenas tiene seis años. El niño huérfano mira el suelo en silencio. “Quiero ver una tumba con el nombre de mi hijo. Quiero que sea enterrado en un verdadero cementerio para que sepamos dónde está”, suplica esta abuela. “Y para que sus hijos, cuando crezcan, puedan decir: esa es la tumba de mi papá”. Sus mejillas apergaminadas están cubiertas de lágrimas. Su voz está quebrada. Añade, en voz baja: “Simplemente quiero que, cuando llegue mi hora, me entierren con mi hijo”.