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Literatura
Hijas de Ballard
En este que podría ser el primer verano del resto de nuestra vida, corresponde recordar a J. G. Ballard, cuya novela El mundo sumergido (1962) se ambienta en el perpetuo e infernal verano del futuro que las actuales temperaturas parecen predecir. Como homenaje a los dones prospectivos del autor, valgan dos momentos de Crash (David Cronenberg, 1996):
a) La fantasmagórica iniciación de James Ballard. El protagonista de la película, y de la novela de Ballard publicada en 1973 en la que se basa, solo empieza a entender su deseo de experimentar accidentes a bordo de vehículos cuando Robert Vaughan, su iniciador, lo invita a contemplar su álbum de atrocidades. El inquietante gurú, cámara en mano, se asoma a los accidentes en persona y los fotografía para su colección. Después de mostrarle las láminas, le asegura entusiasmado que su proyecto tiene que ver con “la transformación del cuerpo humano por la tecnología moderna”.
b) La simulación del accidente de James Dean. En la escena inmediatamente anterior, hemos presenciado la performance, con un especialista al volante, del impacto que costó la vida al protagonista de Rebelde sin causa. Todas las condiciones del accidente se reproducen de forma escrupulosa. Vaughan, que oficia la ceremonia, termina su intervención con la frase “James Dean murió con el cuello roto y se hizo inmortal”.
Un hilo no del todo metafórico conecta, en la novela de Ballard y en el filme de Cronenberg, la instantaneidad fotográfica con la colisión de automóviles. El cese que tiene lugar en la fotografía es la representación, al mismo tiempo muerta e inmortalizada, de un colapso espacio-temporal. El resto que queda de una aspiración imposible, una velocidad infinita detenida infinitamente, un deseo puro. Freud lo denominó pulsión de muerte; Lacan, jouissance, concepto habitualmente traducido al castellano como “goce”: compulsión dirigida a un objeto a que no es un objeto de deseo, sino más bien lo que se encuentra detrás de este. El psicoanalista francés identificaba ese algo con un punto de luz.
Su idea era la de una ciencia ficción frustrada, un ojo cegado para el futuro que, en cambio, era capaz de rastrear este en la realidad cotidiana de los suburbios
La literatura de Ballard de los años 70 supuso un antes y un después en lo que hoy entendemos como ciencia ficción: su interés no era el outer space, la parafernalia hipervitaminada del space opera que tanto habían trabajado autores como Isaac Asimov, Frank Herbert, Harry Harrison o Larry Niven, sino el inner space: la constatación de síntomas del presente que auguraban en secreto un futuro impensable. Su idea era la de una ciencia ficción frustrada, un ojo cegado para el futuro que, en cambio, era capaz de rastrear este en la realidad cotidiana de los suburbios, de las oficinas, de las autopistas, de los parkings, de las geometrías brutalistas de cemento y del interior de los automóviles; lugares liminales de la cultura que, en la sociedad del rendimiento y de los flujos permanentes, eran ya la cultura misma.
A pesar de esa forma de ceguera, de lo implícito de sus especulaciones, el gesto de Ballard ha demostrado ser más certero en sus pronósticos que el de sus coetáneos. Un ejemplo: debido a las críticas recibidas, GameStop se ha visto obligada en estos días a retirar del mercado de NFT la imagen, creada por un artista identificado como “Jules”, de un “astronauta cayendo” contra un fondo similar al de la conocida fotografía The Falling Man que el reportero Richard Drew, de The Associated Press, tomó el día de los atentados del World Trade Center. De nuevo la catástrofe de vehículos, de nuevo la fotografía, de nuevo lo liminal de una imagen extraída del tiempo y hasta de la historia. La dimensión financiera del capitalismo como la Gran Atrocidad, la velocidad absoluta, ajena a las preocupaciones humanas por lo moral y lo trascendente. La aspiración a un deseo infinito.
La editorial Caja Negra, en su recientemente inaugurada colección de ficción Efectos colaterales, parece interesada en ese intervalo entre el deseo sin forma y la agonía de la representación en el que Ballard dio sus mejores obras. Así lo sugiere el itinerario de la protagonista de Vaquera invertida, novela testimonial con traducción de Mariano López Seoane. Escrito en primera persona por McKenzie Wark, vieja conocida del ámbito académico de los media studies, el texto sorprende por su crudeza alejada de fórmulas más comunes de la literatura transgénero, como la transparencia didáctica, la contribución templada o el entusiasmo posestructuralista. La apertura en canal en que insiste la autora persigue identificar un deseo que no se deja atrapar por las categorías simbólicas socialmente establecidas. El encuentro de un yo no prescrito, pero experimentado fundamentalmente, más allá de las capacidades del momento histórico para darle nombre, es aquí la condición del relato; con ello, el camino en los pedregales de la cultura serpentea por diversas formas de representación que implican siempre la posición respecto al Otro.
El estilo descarnado, pornográfico, del relato de McKenzie Wark en ‘Vaquera invertida’ no tiene nada de gratuito, ni debe confundirse con una biografía sexual que pretenda el escándalo
“Si no puedes desplegarlo, desollarlo, exhibirlo, entonces haz que otra superficie se pose sobre él, lo sienta, lo palpe, lo penetre. El cuerpo como una cosa para exponer, desenvolver y tener”, explica Wark en respuesta a una cita de Jean-François Lyotard. El estilo descarnado, pornográfico, del relato no tiene nada de gratuito, ni debe confundirse con una biografía sexual que pretenda el escándalo; más bien al contrario, revela los modos carniceros de un sistema que tritura las posibilidades de manifestación de formas alternativas de sexualidad, y por tanto de existencia. “Si no podía saber quién era en contacto con el mundo que me tocaba desde afuera, pinchándome hasta que sintiera un yo, entonces me convertiría en yo al ser tocado desde adentro”, refiere la autora en otro pasaje. La sucesión de alienaciones que esta admite, primero como hombre cis bisexual, después como hombre cis homosexual, pero también las excusas para expresarse que encuentra en las distintas modas (con las botas de vaquera como objeto-fetiche), son el síntoma de ese deseo que no responde a las llamadas tradicionales porque no puede ser evocado, sino solo invocado.
Al igual que Crash, Vaquera invertida se articula como un atestado sobre el deseo; como en la novela de Ballard, su carácter escandaloso es solo el efecto colateral propio de algo que rebasa las formas de representación autorizadas. Es en este sentido en el que puede hablarse de la novela de McKenzie Wark como obra especulativa: una que identifica en el presente los vestigios paradójicos de una llamada desde el futuro. Algo que, reflexiona la autora, podría decirse connatural a cualquier acercamiento biográfico: “Cuando se escribe el pasado de un yo, se produce un implante de memoria. Desde el comienzo del relato, le anticipa silenciosamente al lector los zigs y los zags de un tiempo futuro antes de que ocurran”.
Con todo, reflexiona Wark, la posición del relato lleva en sí una trampa: cualquier versión del pasado se inscribe en una comprensión de aquel desde un presente demasiado irrefutable. Frente al conservadurismo, que etiqueta para suprimir, el progresismo contemporáneo entiende la detección de identidades como medio para la asignación de derechos; sin embargo, hay un real inasible que se manifiesta en los intersticios, lo que la autora denomina la no-existencia. El peligro de identificar una identidad como un destino manifiesto es que este implica, también, un cierre, y con ello nuevas formas de supresión: “Ahora todos los relatos de este yo y de su pasado se leen de forma diferente, y si no pueden ser leídos de modo que encajen, son olvidados”. El concepto de autoficción resuena así con nuevas connotaciones, porque no puede haber autobiografía que no participe de ella. La historia de McKenzie Wark se propone, después de todo, como una refutación de la historia.
Barrientos practica en ‘Miles de ojos’ la clásica idea de Tzvetan Todorov del fantástico como “la forma más pura de la literalidad”
Maximiliano Barrientos se encamina en Miles de ojos a un destino similar, aunque por otros medios. Su instrumento, el relato de ficción, procura siempre hallarse en un lugar de frontera: en sus geografías poco declaradas, pero también en su comprensión progresivamente extraña de los entornos y en la incapacidad de los personajes para el reconocimiento mutuo conforme el tiempo los ausenta de la existencia. Si bien el parentesco con Ballard se evidencia en el protagonismo de un Plymouth Road Runner empleado en la invocación de un dios incomprensible, la llave de la extrañeza en este caso la tienen las ascendencias edípicas que comprometen a los personajes en rituales y misiones personales. Algo que cuenta con precedentes en la obra del autor: también La desaparición del paisaje (Periférica, 2015) y En el cuerpo una voz (Eterna Cadencia, 2018) exploran, desde el drama, los desencajes del colapso de los espacios y los tiempos en las relaciones de familia.
Barrientos practica en Miles de ojos la clásica idea de Tzvetan Todorov del fantástico como “la forma más pura de la literalidad”. Si se asume que el lenguaje nace de la necesidad de concebir la perfecta ausencia que está en la definición de lo sobrenatural (en otras palabras, lo que no puede ser explicado), la cristalización en relato del “como si” de la metáfora que se da en el género acoge, y transforma, el viejo asunto de los mitos. De nuevo la representación que aspira a lo absoluto. El árbol contra el que el Road Runner debe estrellarse a toda velocidad para producir la invocación es, por supuesto, una metáfora genealógica, pero en un sentido mucho más exacto es la condición de posibilidad de un encuentro que da lugar a lo imposible: la ramificación “en sí”. El descuento de las conciencias en mundos cada vez menos razonables, en los que las hibridaciones del ser alcanzan a disolver cualquier preconcepción, es también el desmoronamiento de la historia como gran genealogía. La conquista de lo definitivo supone lógicamente la aniquilación de todo lo anterior; en el mejor de los casos, su preservación como indicio incomunicable, simulacro, fetiche: vestigios que en el pasado fueron huellas del porvenir.
Sin un destino previsto más que el ya conquistado por las tecnologías especulativas, el sujeto moderno se ha acostumbrado dócilmente a un futurismo sin futuro. ¿Qué puede hacerse cuando lo testimonial y lo ficcional han sido obturados por el relato hegemónico de una literalidad feroz, genética, irrefutable? Sin embargo, las huellas del futuro siguen estando. La viruela símica ha sustituido al SARS-COV-2 como foco de la alarma sanitaria mundial; el sueño del valor emplea los NFT para seguir produciendo monstruos; los youtubers y tiktokers se miran con recelo, autoexplotándose como espectáculos para competir por un público invisible. El aburrimiento extremo produce challenges. El calor extremo mata a cientos. Miles de ojos y Vaquera invertida son hijas de Ballard: novelas de un momento profundamente paradójico que aspiran a lo indecible cuando, en apariencia, ya no quedaba nada por decir.
Qwertynomia: 1. f. Intervalo que separan y conectan las leyes secretas del teclado, donde el gesto espontáneo es, al mismo tiempo, huella material y calculable.
Hipersticiones, xenorrealismos y crítica cultural.
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