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Pobreza energética
Terrorismo energético
La factura de la luz nos llevó a pensar que, para que el sector energético deje de ser terrorista, debe ser público. Que en este país no es utópico plantearse la soberanía eléctrica a través de las energías renovables.
Mi padre pinta y nos hace exposiciones privadas. Collages, lienzos, obras de técnica muy mixta. Hace poco nos mostró un cuadro: una amalgama de tuercas, líquidos en trasiego, acueductos y fragmentos orgánicos confluían en una masa de pálido amarillo que acabamos reconociendo como bombilla a punto de fundirse. Él, adivina adivinanza, nos pregunta: “¿Cómo se llama este lienzo?”. Contestamos con afectación lírica: “Inteligencia”. Y cosas peores. Mi padre se burla de nuestra volatilidad —“¿es que no leéis los periódicos?”— y, por fin, revela el nombre de su obra de arte siempre comprometido: “El cuadro se llama La factura de la luz”. Mi padre siempre fue un pintor materialista. Jamás un iluminado. Mi padre, en la luz, no ve a Dios, sino la posibilidad de leer de noche o enchufar el calentador para ducharse con agua caliente.
Nosotros estamos educados en este credo ético y estético. El cuadro de mi padre nos llevó a iniciar una reflexión tan política como el impulso con que él empuñó los pinceles. La factura de la luz nos llevó a pensar que, para que el sector energético deje de ser terrorista, debe ser público. Que en este país no es utópico plantearse la soberanía eléctrica a través de las energías renovables. Que, de mantenerse la fiscalidad sobre la energía, debería ser proporcional a las rentas, usos y consumos. Que nadie debería pasar frío ni vivir con las luces apagadas. Que las muertes por terrorismo energético son asesinatos caníbales. Que es inmoral que te hagan ofertas sobre un bien de primera necesidad, convertido en fetiche, para el que se diseñan campañas publicitarias y se forman comerciales que venden lo que nunca debería ser objeto de especulación: luz, agua, oxígeno —recreativo, sanitario, elemental— embotellado como champán francés. Los bienes de primera necesidad se transforman en artículos de lujo explotando nuestra sed, hambre, frío, asfixia.
Pero el cuadro de mi padre hablaba además de un código secreto, de la forzada ignorancia de los usuarios, como estrategia comercial: no entendemos la factura de la luz que, en su carácter jeroglífico, es manipulada por vendedores que a la fuerza se ganan la vida engañándonos para calentar sus propias casas. A comienzos del siglo XXI vivimos la paradoja de pasar el dedo por pantallas táctiles mientras nos pican los sabañones. También pensamos que sin subvenciones, bonificaciones, cánones y compensaciones del Estado a empresas privadas que se lucran con nuestras exigencias vitales, la factura de la luz sería inteligible incluso para los que no hemos estudiado astrofísica.
La precariedad mata. Parejas de ancianos, mujeres y hombres que cuidan a sus hijos o nietos, niños que se han quedado solos mueren abrasados por la chispa de un brasero que prende una cortina, o asfixiados por las emanaciones tóxicas de una estufa. No es de extrañar en estos tiempos en los que la gente apaga la caldera porque el salario mínimo no llega a los 800 euros al mes y, cuando el paro se acaba, no es fácil conseguir una ayuda; no es de extrañar que, aquí y ahora, los poetas sepan que el sexo es inseparable del guiso que hierve sobre la vitrocerámica y los artistas plásticos titulen sus obras La factura de la luz.
Siempre y cuando no pensemos en esos otros activistas culturales que, desde cierto dandismo, siempre han detestado los garbanzos y reivindican el valor de las ficciones puras: yo eso no sé qué significa, aunque sea una privilegiada que puede pagar cien euros de luz.