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Antimilitarismo
Otro error fatal de la Constitución del 78: la objeción
Objeción de conciencia al Servicio Militar Obligatorio, Insumisión y Constitución del 78.
En la última década del siglo XX, un movimiento antimilitarista (noviolento, radical y desobediente) eclosionó socialmente en España y logró dar la puntilla a dos siglos de imposición del servicio militar obligatorio. No solo fue algo indeseado e inesperado para el establishment del régimen democrático surgido de la Transición, también dejó boquiabiertas las bocas de los colectivos pacifistas y de objeción de conciencia de toda Europa.
El último sorteo de quintos se celebró en España en el año 2000. Las generaciones vivas, nuestros hijos y nuestros mayores, tenemos muchos motivos para celebrar este año su vigésimo aniversario.
Se han explicado bien las razones del éxito de aquella movilización en investigaciones monográficas de sociólogos e historiadores, como Pedro Ibarra, Víctor Sampedro, Rafael Ajangiz, Cristino Barroso, Enric Prat, Carlos Ordás, entre otros, o en libros que publicaron hace años los colectivos que diseñaron, coordinaron y dinamizaron aquel movimiento (del Movimiento de Objeción de Conciencia ‒MOC‒, En legítima desobediencia y de MiliKK, Con razón, insumisión). No es difícil deducir que las campañas de objeción colectiva y de insumisión estaban bien preparadas. Pero la movilización no es un mero diseño debatido y consensuado en comisiones de trabajo y asambleas, debe construirse a lomos de unas circunstancias históricas muy concretas (entre las que, como se verá, también están las consecuencias inesperadas de las decisiones de las agencias de poder, incluyendo los eventuales errores de cálculo que pudieran cometer). Es decir, que aquello, como todo, era contingente, no estaba predeterminado. Podría haber ocurrido de otro modo y hoy por hoy estaríamos hablando de otras cosas, otras consecuencias. Podríamos seguir con la mili obligatoria, a pesar de que, con el fin de la Guerra Fría, la crisis de los sistemas de reclutamiento llegó a muchos otros países, no alcanzó a todos, y, de hecho, sigue habiendo mili en algunos pocos países democráticos. ¿Y si se hubieran tomado otras decisiones durante la Transición? ¿Y si no se hubiera sabido aprovechar los titubeos o las falsas maniobras del poder en su etapa constituyente? Para entender la importancia de lo que digo, echaré mano de un contrafactual bien conocido por los más mayores del MOC.
La Constitución del 78
Hay un momento de la historia de la Transición que, a pesar de las controversias con la Constitución del 78, no suele aparecer en boca de opinadores y polemistas. Sin embargo, entre 1977 y 1978 podría haberse evitado el proceso conflictivo de la objeción y la insumisión, sobre el cual, lógicamente, nadie podía imaginar entonces un futuro tan persistente y tan prolongado.
La objeción de conciencia, que había sido recibida como un problema engorroso y subversivo por el franquismo y por los primeros gobiernos de la Transición, tampoco fue reconocida como un derecho cuando pudo serlo, es decir, cuando se redactaba la Constitución. Se despachó la cuestión de la objeción de conciencia como un motivo más de exención del Servicio Militar Obligatorio.
Despreciarla así, de aquella manera, frente a un movimiento que en aquella tesitura aún valoraba mucho la reivindicación de un estatuto legal para los objetores y quería homologar su situación con la de otros países europeos,
fue un error que solo la posteridad desvelaría como error fatal para el Estado.
Sin duda alguna, aquella fue la reacción evasiva oficial a una doble presión, la que, en sentido evidentemente contrario, ejercían durante el proceso de Transición tanto el MOC (que se había constituido en enero de 1977) como los mandos militares, que hacían sonar sus sables en los cuartos de bandera para que el ruido no dejara de acompañar las discusiones de los gobernantes y los opositores. Pero, sobre todo, fue la torpe respuesta que se dio cuando, todavía subsumido en el aluvión de movilizaciones de la época (políticas, sindicales, estudiantiles, ciudadanas y contraculturales), el movimiento de objeción de conciencia aún no había profundizado demasiado en el antimilitarismo ni había perfilado las apuestas estratégicas rupturistas que más tarde iba a desarrollar a través de la desobediencia civil (la “objeción colectiva” y la insumisión).
¿Una actitud más abierta del legislador en 1978 hubiera dado resultados ulteriores muy diferentes que habrían equiparado la situación de los objetores españoles con la del resto de países democráticos, donde legislar sobre servicios civiles sustitutorios no era ni mucho menos difícil ni estaba socialmente cuestionado? Sin duda. Pero la prolongación de aquella tensión, la que anteponía el miedo al estamento militar frente a la reclamación de un derecho por parte de una incipiente movilización pacifista y noviolenta, ayudó objetivamente a que el fenómeno de la objeción de conciencia perdurara como problema, y a que, lejos de cerrarse y normalizarse, quedara abierto y ubicado en el campo de la conflictividad y la presión política. Qué error, qué inmenso error, pensarían los mandatarios políticos y los mandos militares a la altura de la década de 1990, cuando la conscripción se desmoronaba a ojos vista.
La respuesta
Los colectivos que se iban organizando en torno a la alternativa de la objeción de conciencia, gracias al atractivo de los discursos pacifistas y antimilitaristas, fueron acumulando una suerte de capital político que nunca desaprovecharon, ni el MOC ni los colectivos MiliKK que surgieron en los años 80, ni tampoco los partidarios de la idea de “insumisión total” (a pesar de las diferencias estratégicas respecto de la desobediencia civil), y ni siquiera las izquierdas independentistas, que rápidamente pasaron de la contrariedad a la adhesión cuando la insumisión ya volaba alto y la mayoría de jóvenes vascos y catalanes se identificaban plenamente con la idea insumisa de la desmilitarización social y la abolición de los ejércitos.
La peculiar radicalidad de los repertorios de acción del movimiento de objeción e insumisión se apoyó desde el principio hasta el final, entre 1971 y 2002, en la noviolencia y en la apuesta por la desobediencia civil,
tan presentes en los nuevos movimientos sociales europeos y americanos. Aquel capital político, siempre en construcción, incidía directa e indirectamente sobre el imaginario de los jóvenes españoles que forzosamente iban a ser llamados a filas.
Las estructuras organizativas del movimiento, aunque no se asentaban de igual manera en todos los territorios y en todas las coyunturas, nacían y renacían de manera constante al socaire de un referente simbólico que lograba estructurarse de manera coordinada a nivel estatal, o en red, lo cual, como mínimo, aseguraba la perdurabilidad de la movilización contra la mili en España. Frente a ella, los gobiernos reaccionaron con evasivas y con medidas represivas, sin poder evitar que el movimiento de objeción de conciencia e insumisión las aprovechara en su beneficio, acentuando la impopularidad de la mili, agravando la crisis del sistema de reclutamiento y, en definitiva, acelerando el fin de la conscripción.
Los errores se pagan, señores.