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Pensamiento
Eloy Fernández Porta: “La caída es un relato más completo y complejo que el triunfo”
Las relaciones humanas están alborotadas desde la entrada del homo sapiens en la era digital. Eloy Fernández Porta se pasea con un farolillo en su último ensayo para averiguar qué reductos quedan para la comunicación.
En un tiempo marcado por la economía de la atención —mira lo que hago, lee lo que escribo, dale al botón de Me Gusta—, las palabras bisbiseadas, los rumores, los secretos, se convierten en un patrimonio inmaterial de la humanidad, un lenguaje distinto al de las máquinas que ejercen de pasapuré de todo lo dicho y escrito. ¿Entienden los algoritmos la diferencia entre un secreto y una noticia? ¿Susurran los motores de búsqueda cuando no les escuchamos?
Eros: La superproducción de los afectos (Anagrama, 2010) es capaz de volarte la cabeza si alguna vez has sentido ese S.E.N.T.I.M.I.E.N.T.O.L.L.A.M.A.D.O.A.M.O.R. Con Emociónese así (2012), Eloy Fernández Porta (Barcelona, 1974), doctor en Humanidades (introducir aquí su largo currículum), destripó los tics y la filosofía inherente a la sociedad de consumo actual, confirmándose como un autor espectacular (en varios sentidos del término), una voz clave para estudiar qué demonios es eso del capitalismo emocional.
En febrero de este año, Fernández Porta amplió sus investigaciones sobre la comunicación en los tiempos que nos toca vivir con En la confidencia (Tratados de la verdad musitada), que teoriza sobre el secreto (en mayúsculas) como el último territorio para la comunicación humana posible. En la confidencia ha sido también objeto de una reinterpretación en tebeo titulada Sub Rosa, a cargo del dibujante Carlos Maiques, aún en trámites de edición.
En En la confidencia destacas en cursiva la frase “solo llegará a ser humano quien logre soñar como un androide”. ¿Solo será ser humano (en el futuro inmediato) quien logre analizar, clasificar, filtrar, etiquetar y funcionar como lo hacen los algoritmos de moda?
Aunque hay algunos monos que saben sumar cantidades simples, los animales no hacen algoritmos. Quien suela recibir recomendaciones del algoritmo de Spotify o del de YouTube habrá comprobado que no se le da nada mal identificar los gustos propios y, cuando se equivoca, se lo hace igual que cuando yo mismo me recomiendo un disco y resulta que no me gusta.
El algoritmo no sustituye la libertad de juicio subjetiva por el mecanicismo corporativo; más bien revela que la primera está vinculada a la segunda, más de lo que quisiéramos admitir. Por otra parte, es cierto que en cada oleada de renovación tecnológica hay algún elemento humano que se pierde, acaso para siempre; en este punto no estoy del lado del Humanismo tradicional y sí del ciberfeminismo de Donna Haraway: hay aspectos de lo humano que, francamente, ya iba siendo hora de que se dieran el piro.
No suscribo la tesis que describe el narcisismo como motor de internet. Me parece moralista y culpabilizadora
La vanidad es el nuevo pecado original. La producción de una identidad en las redes está tintada de esa vanidad. ¿Funcionarían unas redes sin ese exhibicionismo? ¿Es el yo el gran negocio del post-capitalismo?
Yo no trabajo como párroco rural y no se me ocurriría acusar a nadie de haber incurrido en pecado de vanidad y mandarle rezar seis padrenuestros. La crítica cultural se hace en los seminarios de universidad, no en los parroquiales. No suscribo la tesis que describe el narcisismo como motor de internet. Me parece moralista y culpabilizadora, en la peor tradición cristiana, y se basa en una comprensión equivocada de los procesos de autorretrato y autobiografismo.
El autorretrato digital (el reflectograma, como lo llama Joan Fontcuberta) siempre es, junto con el registro de un cuerpo, más allá de él, retrato de otro: del estado de la tecnología que lo hace posible, de las convenciones que rigen la presentación pública de la fisicidad, de las negociaciones sobre la identidad de género, de sujetos que han hallado en los metamedios la existencia que los medios tradicionales les negaron. O, por citar un caso reciente, de la legislación sobre el baile en Irán. Quien no esté de acuerdo es muy libre de abrir un grupo de Facebook y exigir que a la mujer iraní que fue detenida por filmarse bailando le impongan una doble condena, por exhibicionismo y por pecado de orgullo.
“En la época de la producción mecánica de sentires y saberes solo queda una garantía de ser sujeto: sentir vergüenza”. ¿Dónde se resguarda hoy ese ‘sentir vergüenza’? ¿cómo se transfiere ese sentimiento a nuestro ‘yo’ digital? ¿qué potencia revolucionaria tiene ese sentimiento?
Sentimos vergüenza cuando somos conscientes de una diferencia entre las dinámicas sociales de constitución del sujeto (el sujeto productor, el sujeto sexuado, el sujeto correctamente politizado) y la realidad que se ha configurado en nuestros cuerpos. Esa realidad es lo ineducable: el fallo de programa, el error de incorporación de género, el gazapo del trabajador. Es el cuerpo que se resiste, en alguna medida, a interiorizar las reglas del juego.
En el caso de la secta incel hay un fenómeno anterior a la cuestión del género: la creencia de que ser aceptado (en lo sexual) y reconocido (en lo afectivo) son Derechos Humanos
Que hay en ese decalaje una posibilidad revolucionaria lo mostró Peter Weiss en el Marat/Sade, donde todos los roles teatrales son encarnados por cuerpos que son incapaces de representarlos. Aunque sucede en un manicomio, esa obra muestra cómo sería una revolución al nivel biopolítico: mostrando los errores de casting del director de escena y empleando como criterio de actuación (de comportamiento público, de puesta escena individual) la inconsecuencia estructural entre el actor social y el papel que le ha sido asignado.
“En el sistema mediático el único espectáculo propiamente dicho es la caída”. En los últimos años hemos visto algunas de esas caídas (y algunas no en reality shows): Pedro Sánchez, Rajoy… ¿somos yonquis de la caída? ¿Ha imitado la política la estructura de los reality shows?
Sí que somos yonquis de la caída, pero eso se remonta al Mito de Ícaro, que es el principio de todas las narraciones de ascensión y derrumbe. Lo llamamos “Mito de Ícaro” y no “Mito de Dédalo” porque de entre dos personas que echaron a volar nos parece más interesante la que fracasó que la que llegó, batiendo las alas, a buen puerto. La caída es un relato más completo y complejo que el triunfo, porque lo incluye y lo refuta. Ese relato en forma de parábola organiza muchas narraciones sobre las aventuras en el espacio público. Desde luego, las que cuentan la política tal como la hacen los partidos y asociaciones, porque quien entra en política, militando, tarde o temprano se caerá con todo el equipo.
No hay, en política, Dédalos; solo Ícaros, y es una vocación muy extendida, un deseo de autodestrucción en nombre del bien común. También el género más en auge del documental: la película sobre banda o cantante, que solo tiene gracia cuando incluye una ruptura, una injusticia del mercado, un olvido del público. Este tema lo tratamos el videoartista Carles Congost y yo, que escribí el guion de su pieza Wonders,intentando evitar los lugares comunes de esa historia y mostrando la ética y la poesía de la caída en desgracia en la industria musical.
Dices que nunca hubo una crisis de la feminidad y que, por el contrario, estamos en una crisis estructural de la masculinidad. ¿Cómo se refleja esa crisis en la reacción machista de los incel? ¿La dicotomía nuevas masculinidades-incel es lo que marca esa crisis de la masculinidad?
En el caso de la secta incel hay un fenómeno anterior a la cuestión del género: la creencia de que ser aceptado (en lo sexual) y reconocido (en lo afectivo) son Derechos Humanos. El asesino Elliot Rodger y sus seguidores fanáticos no son los únicos que profesan esa superstición; está en el aire desde que el capitalismo dio su giro afectivo o emocional, y forma parte del imaginario colectivo sobre la dinámica entre el derecho y el deber. Luego, desde la perspectiva de los estudios sobre la masculinidad, es importante distinguir entre lo esencial y lo extremo.
Los comportamientos extremos, los que recurren a la violencia verbal y física, son reactivos, resentidos y, como tú dices, reaccionarios, y esas reacciones se han producido en todas y cada una de las cuatro oleadas del feminismo. Pero no nos equivoquemos: esas actitudes no revelan una esencia de la hombría y tampoco son el resultado de la educación de género masculina. Rodger tiene algo en común con el militar que lideró la violación colectiva de la Manada, y con buena parte de los feminicidas: todos ellos son psicópatas. El psicópata es, en primer lugar, un caso de estudio para las ciencias de la psique y, solo en segunda instancia, un objeto de interés para la sociología.
Lo que es más decisivo: en la psicopatía hay una negación a ser educado, y eso incluye algunos aspectos de la educación escolar reglada… pero también incluye la resistencia a la educación de género masculina, que sucede, sobre todo, de manera informal. Uno de los conocimientos que se adquieren en la educación de género masculina es que a priori, a no ser que uno sea Brad Pitt, quien desea a una mujer lo hace desde una posición solicitante, o, como decían los trovadores, de pregador; esa una posición de esperanza, de espera, y, en alguna medida, de subalternidad, porque lo más habitual es que el pregador no tenga la primera palabra ni la última —el 70% de los divorcios se producen por iniciativa de la esposa.
Somos mayoría los hombres que aceptamos, desde la adolescencia o aun desde antes, esa enseñanza, y su corolario: ‘no es no’, y, además, ‘sí puede significar ni pa dios’. Asumir esa realidad como inevitable, llevarlo con deportividad británica y dar gracias al cielo cuando se dan excepciones es ser hombre; los de incel, y los otros que he mencionado, no son hombres, son un proyecto abortivo de masculinidad: abortado a causa de la enfermedad psíquica, de la incapacidad para adquirir saberes relacionales y de la falta de tolerancia a la frustración.
En el capítulo “El hombre sin nervios no media en las peleas”, narras una bronca entre literatos que comienza a raíz de un post en Facebook —en el que se expone una confidencia— y termina de un modo clásico y algo cutre. Literatura oral, concluyes. En ese momento de posts, likes y más likes, ¿estamos ante el fin, por avalancha, de la originalidad? ¿Es la confidencia lo que nos saca de ese final?
La confidencia tiene una doble faz: es, a la vez, rutinaria e irruptiva. Hay un hábito establecido de la confesión, personal o colectiva, que está integrado en los intercambios comunicativos predefinidos, en las entrevistas de trabajo, en los espacios de exposición máxima, como los realities. Como también se dan circunstancias en que la regla del juego consiste en suspender las normas generalizadas sobre la revelación de intimidad. Así ocurre con el porno, que, tal como se ha desarrollado tras el fin de la industria del cine X, más bien debiera llamarse autorretrato erótico en compañía. Pero la palabra confidencial ocurre siempre en un momento único, interrumpe la secuencia de datos e informaciones generalistas, introduce una efusión de subjetividad en una banda continua verbal y textual que tiende a lo objetivo y lo indexal.
El contenido de la confidencia, la anécdota contada por el confesor, es menos relevante que el cambio de registro, la decisión de confiar, la exigencia implícita de otras palabras secretas. Pues la confidencia arrastra, como en una partida de cartas, y cuando esa fuerza se pone en funcionamiento puede arrastrar al interlocutor hacia la complicidad, pero también puede arrastrar negocios, países, o, si se trata de secretos de Estado, la geopolítica internacional. No puede decirse que todo esto sea original, tiene antecedentes que se remontan a la literatura latina, que ya ofrece claves sobre los do’sand dont’s del secretear… pero no podría ocurrir sin la convicción, compartida, de que ese instante es singular e irrepetible.
En otro momento, comentas que esa voz confidencial es la clave de la publicidad —una apelación a nuestro yo (a lo mejor que está dentro de nosotros) como reclamo para vendernos una promesa de autenticidad “porque yo lo valgo”—. ¿Merece la pena establecer diferencias entre la confidencia de la amistad y la mímesis publicitaria de esos momentos de realidad real?
Aunque hay diferencias entre, digamos, una reunión con creativos publicitarios y director de empresa y una amistad forjada en un parque, sí merece la pena fijarse en lo que esas situaciones tienen en común. Los anuncios los entiendo como una modalidad de literatura hiperbreve que se distingue por su carácter resolutivo. Para lograr su objetivo —vender un producto— el publicista deberá superar algunos obstáculos. Algunos son semánticos —el nombre mismo de la marca puede limitar su difusión entre un segmento del público—; otros tienen un alcance mayor: son contradicciones o paradojas que organizan la vida en común.
En un spot navideño se hace patente la contradicción entre el lado espiritual de la Navidad y su faceta comercial; al anunciar un producto concebido para ser regalado nos enfrentamos con una paradoja entre el regalo como don desinteresado y el do ut des: los regalos se devuelven, se comercializan.
El publicista no crea esas contradicciones, y tampoco se dedica a tomar la buena fe humanista y venderla por cuatro chavos; simplemente, se ve en una circunstancia en que no puede sino abordar esa paradoja —él vive, por su profesión, en la tensión entre el interés y el desinterés— y la resuelve por medio de un microrrelato, que suele ser una excepción, o un sofisma, como Alejandro Magno cortando el nudo gordiano.
Este fenómeno, que comenté con más detalle en mi libro anterior, Emociónese así, tiene su equivalente en las políticas de la amistad. Hacerse público, anunciar las cualidades propias o promocionarse como sujeto fraternal implica siempre abordar esas cuestiones entre dos prosumidores de fraternidad que, al establecer su vínculo, se sitúan en un espacio simbólico donde las tensiones se podrían superar o no existirían siquiera. Y sí, el habla confidencial es el modo comunicativo, y el riesgo expresivo, que constituye la condición de posibilidad para que la amistad cunda.
Ya para finalizar, ¿cómo emplean la prensa y el periodismo la confidencia. ¿Cómo se han (nos hemos) situado en ese mercado del yo?
El último capítulo, “Eco opaco de un rumor”, lo dedico a analizar una serie de procedimientos mediáticos de levantar el velo que cubre el secreto. Incluyo ejemplos que abarcan desde la caracterización de los periodistas en el teatro de Valle-Inclán hasta el nuevo régimen contrainformativo generado por Wikileaks, pasando por el caso del infame Robert Williams, conocido por el personaje inspirado en él que aparece en L.A. Confidential. Williams desarrolló un sistema para generar situaciones que pudieran dar lugar a noticias escandalosas. Contrataba a prostitutas para que sedujeran a actores, se los llevaban a un motel, y una vez allí un fotógrafo apostado tras unos arbustos tomaba las fotos para la portada del día siguiente. Se comportaba, por tanto, como un director de escena, y a la luz de su caso cabe preguntarse dónde está la diferencia entre la prensa colorida —en España se llama ‘amarilla’; en México, ‘nota roja’; en muchos lugares, ‘crónica negra’— y la incolora, si es que aún queda.
No estoy seguro de que quede mucha; en España la desaparición de ese formato tras el cierre de El Caso, no trajo consigo el fin del amarillo; muy al contrario, ese color empezó a aparecer en todas las otras cabeceras, primero en la sección de Sucesos, luego en la de Tendencias, y ahora… ¿en cuál no? La graciosísima serie televisiva acerca de El Caso, donde esa bazofia infecta era representada como si hubiera sido la dialéctica perfecta entre la revista Materiales y Le Monde Diplomatique, no es sino un modo de justificar que todos los medios amarillean, pintando, eso sí, sus improcedentes confidencias con el ocre dramático, aureolado de negros, de José Gutiérrez Solana, de modo que tiene un pase porque es realista y honesto y está hecho, se supone, por la patria. La que fuere.
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