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Centros sociales
Sin Centros Sociales no hay democracia
Conviene saber que sin centros sociales como La Ingobernable o La Casa Invisible hay poco margen para la transformación social y la radicalidad democrática a la que, se supone, aspiramos
El intento de desalojo de La Ingobernable que tuvo lugar el pasado 6 de junio tiene mucho de absurdo. Primero, por de quién viene, el gobierno municipal de Ahora Madrid, que sigue, no obstante, enarbolando con orgullo la bandera del cambio social. Y segundo, todavía más paradójico, porque el propio Ayuntamiento de la capital del reino acaba de aprobar una ordenanza que permite ceder inmuebles a quienes los recuperen en beneficio de la comunidad. Al menos, así lo han vendido. Por eso no se entiende que el expediente administrativo para recobrar el edificio de La Ingobernable siga abierto. No se trata aquí de negar las dificultades internas y externas que, de seguro, conllevan la puesta en práctica de esa vía que supuestamente abre la mencionada ordenanza. Ahora bien, nadie debería pasar por alto que La Ingobernable es ya, de forma efectiva, una institución del común, resultado del apoyo mutuo cotidiano y la potencia de la cooperación. Es una realidad aplastante que se trata de un espacio comunitario sin mando en el que participan un buen número de movimientos sociales junto a una amplia parte del tejido asociativo y vecinal de la metrópoli madrileña. Ese es, en teoría, el requisito a cumplir. Sin embargo, el centro social de c/ Gobernador 39, verdadero muro de contención de las lógicas mercado-céntricas y inmobiliario-especulativas que están devastando Madrid, ya ha tenido que hacer frente a dos órdenes de desalojo desde su recuperación en mayo de 2017. Y sin intervención de Ciudadanos mediante.
Absurdo ha sido igualmente, aunque también más dramático, por la violencia policial ejercida, el desalojo de hace menos de mes en A Coruña del CSO A Insumisa por parte de Marea Atlántica, sólo tres días antes de que tuviera lugar la celebración de un acto organizado por la propia candidatura que llevaba por nombre “Comúns urbanos: A experiencia napolitana”. En este acto, finalmente suspendido, iban a participar compañeras de L’Asilio Filangiere, un espacio liberado reconocido como bien común por el Ayuntamiento de Nápoles en 2016. Si lo que se pretendía era generar un marco de reflexión y diálogo en la ciudad sobre nuevas formas de institucionalidad en lo urbano (y aquí, de entrada, no deberían caber concepciones apriorísticas o planes preestablecidos), lo acontecido, desde luego, no era la mejor forma para lograrlo.
Más allá de sarcasmos y absurdidades, el auténtico drama que todo esto esconde es la certificación de que, en general, las llamadas “candidaturas del cambio”, allí donde gobiernan, no sólo no han satisfecho las expectativas puestas en ellas en cuanto a la apertura de nuevos marcos de posibilidades políticas y consecución de derechos, sino que, además, están contribuyendo a dejar tras de sí un erial en cuanto a la generación de experiencias de autogobierno y construcción comunitaria. Los dos casos señalados son evidencia que desde la esfera institucional se está jugando una carta extremadamente perversa en relación a los centros sociales: promoción de lo común, sí, pero siempre supeditado al dictado de lo universal y lo público. Con ello, las posibles soluciones, que son antes que nada políticas, adquieren un cariz primordialmente técnico, revestidas con una pátina de participación ciudadana (gestión participada) que queda, no obstante, bien lejos de la verdadera intervención colectivo-comunitaria, la autonomía, la autogestión y el derecho a la ciudad.
Un centro social no es un centro ciudadano municipal, ni una sala de usos múltiples, ni siquiera un ateneo
En el fondo, no estamos más que ante lo mismo que piden Ciudadanos y el PP de Málaga para la Casa Invisible, lo que, ciertamente, es harto preocupante. Ni el partido que gobierna la capital de la Costa del Sol ni su socio naranja, que el pasado otoño emprendió una campaña de acoso y derribo contra la Casa Invisible por mero electoralismo, aceptan que existan experiencias de autogestión de recursos comunes al margen de las administración públicas. Faltaría más. Desde su visión, por poner un par de ejemplos, la gestión de la Casa Invisible no es posible fuera del ámbito regulador de la propia institución municipal, así como tampoco lo es que la rehabilitación del inmueble en el que se ubica pueda ser llevada a cabo por el colectivo que lo habita y cuida desde hace más de once años. De hecho, no se ha planetado otra cosa por parte del alcalde Francisco de la Torre durante todo este tiempo que no fuera el abandono del edificio como paso previo e indispensable para cualquier tipo de acuerdo de cesión posterior. Y esto es así porque impera una suerte de ritualidad normativa que impone la premisa de que sólo existe un único marco legal posible, sin considerar que el derecho pueda regular nuevas realidades a partir de nuevas necesidades. Lo grave, como apuntaba arriba, es que estas concepciones son muy parecidas a las que han sobrevolado el debate en el caso del CSO A Insumisa, y las que siguen haciéndolo en el de La ingobernable.
Pero un centro social no es un centro ciudadano municipal, ni una sala de usos múltiples, ni siquiera un ateneo. No es un contenedor cultural que cede espacios, ni en ellos ha lugar a la burocratización de la cogestión. Los centros sociales, como instituciones del común, no tienen sustituto alguno. No cabe aquí hacer, por enésima vez, un relato de todo lo que puede un centro social. Basta con decir que, en el actual contexto de expolio neoliberal y hegemonía del poder financiero, son un ejemplo claro de ruptura con las lógicas de la acumulación por desposesión, impulsado fenómenos de reapropación de bienes comunes y dinámicas de creación de redes solidarias. En los casos concretos de La Ingobernable y La Casa Invisible, dos centros sociales situados en los respectivos centros de sus ciudades, nos hallamos, además, ante dispositivos clave contra la gentrificación y turistización. Se encuentran en el núcleo del espacio en pugna de la colonialidad urbana. No es cosa baladí: esta naturaleza resistencial y generadora de contrapoder tiene amplias posibilidades de expansión y reproducción a partir del conflicto social. Conviene, por tanto, saber que sin centros sociales como La Ingobernable o La Casa Invisible hay poco margen para la transformación social y la radicalidad democrática a la que, se supone, aspiramos.
Si no hay gobierno municipal que apueste por el virtuosismo de facilitar, ya no digo siquiera fomentar, fórmulas de autogobierno, si no hay candidatura que defina cuáles son sus objetivos de cambio, pudiendo así encontrar de nuevo alianzas y complicidades con los movimientos sociales y las experiencias autónomas, difícilmente se va a poder generar ningún tipo de marco transformador que sobreviva al mantra gobernista de la buena gestión. Menos aún podrá existir un imaginario fuerte para la impugnación del actual estado de las cosas. El derecho a la intervención en lo urbano y al disfrute expansivo de lo comunal, es decir, el derecho a la ciudad, no está siendo atacado por la ideología neoliberal por casualidad. Inocular el virus de la competencia social es más fácil sin espacios de apoyo mutuo y sin dispositivos radicalmente democráticos como los centros sociales. La reapropiación de lo público-común debería, por tanto, ser una estrategia asumida también por toda institución con vocación emancipadora y con aspiraciones a construir un cuerpo social verdaderamente democrático. Es hora, pues, de abandonar el fetichismo legalista y ponerse a pensar estrategias para conquistar de una vez por todas un derecho para los espacios del común.