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Un día mi compañera —llamémosle Luz—, que trabaja limpiando en mi antigua oficina, me contó que su madre había muerto. La recuerdo sorbiendo las lágrimas que le resbalaban por la cara, secándose los ojos con la manga de la bata, mientras pasaba la mopa a la mesa y los teclados. Sus hermanas le habían transmitido, vía whatsapp, las últimas horas de vida de aquella mujer, de su mamá, que vivía en Santo Domingo y que murió tras años de enfermedad. Me lo contaba en voz baja, entre resignada y rota. No hubo billete de avión, ni dinero para notarios, ni testamentos. Le dijo adiós por videollamada. Sólo quedó la crudeza de que su madre se había ido, de que la vida iba a pesarle todavía un poquito más todos los días a partir de entonces.
Cuando mi abuela perdió a su bebé, que nació muerta, como pasaba con tantos bebés entonces, no hubo tampoco tiempo para llorarla. La familia hizo una bolita con su tristeza y continuó con su vida, que era una vida de dobles jornadas partiéndose el lomo, una vida donde los muertos se quedaban en los armarios de la memoria y solo salían a través de esa pena profunda y negra con la que se hace recuento de los dolores en esta casa manchega.
Cuando la muerte ha sacudido nuestras vidas, –en mi caso, no hace tanto– al desgarro se le suma la frialdad marmórea del seguro, de los certificados, del nicho, la urna, el columbario, los papeles. Del puto dinero. Aunque en ese momento, borracha de dolor y desconsuelo, ni siquiera reparásemos en ello. “Hay que tirar para adelante”, me decían, nos decían. Y nos daban consejos, nos hablaban de las fases del duelo, de vaciar armarios, de llenar los huecos. Pero yo no oía nada: llorar ya era suficiente.
Y sí. Los ricos también lloran. A los ricos también se les mueren los hijos, y los perros, y los padres, porque la muerte tiene eso tan democrático que decía las coplas de Jorge Manrique, que es que todos los ríos vamos a dar a la mar, que es el morir. Cuestión aparte es cómo se ha vivido. Pero mi amiga dominicana, Luz, vivió su duelo fregando suelos; y Ana Obregón, sin embargo, conspirando con un entramado de abogados, clínicas, doctores e influencias internacionales que le permitieran, mujer pobre mediante, perpetuar la vida de su hijo fallecido en forma de bebé, darle un sentido a su dolor y a su existencia. Supongo que no soportaba que su muerto fuera eso, solo un muerto más en el democrático mar donde van a parar todos los muertos. El suyo había de ser algo más que eso. Porque sí, hasta el duelo tiene clase; o mejor dicho, no todas las clases se pueden permitir el duelo.
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No quisiera abundar aquí sobre lo que supone la explotación reproductiva, mezclada en este caso además, como me ha dicho Elorduy, con nigromancia. Gracias a Ana ha quedado claro lo grotesco de esta práctica, su naturaleza capitalista, colonial e individualista, que ha retratado a cada quién en el debate sobre si es legítimo, legal, o moral comprar bebés y explotar mujeres por capricho o por deseo. Ha materializado a la perfección sus lógicas culturales, sociales y geopolíticas, porque no es casual que a Ana se lo haya gestado una migrante cubana en Miami. Tampoco es casual que en Ucrania, en medio de la guerra, se multiplique la demanda y los vuelos a Kiev, con escolta militar si es necesario, para encargar bebitos. No obstante, sí estaría, compañeras, alerta y con un ojo puesto sobre esa puerta medio entornada que es el “altruismo”, (cuánto daño hizo Phoebe en Friends, y la excepción cuasi imaginaria de las hermanas estériles) pues si por la pena entra la peste, por el altruismo, como por la caridad y la ley del deseo, se nos pueden colar de nuevo hasta la cocina. Veremos.
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Sí quisiera detenerme un poco más en pensar juntas sobre la cuestión del privilegio y la desigualdad que está de fondo en este “surrogate” cañí; la que genera que existan los vientres de alquiler, las Anas, los Bosés y sus violencias. Hacía mucho tiempo que no escuchaba hablar tanto de ricos y pobres, de vulnerabilidad y de privilegios, de explotadoras y explotadas, en la radio, en los magazines de TV, en las mañanas de Ana Rosa, en el Sálvame, en la calle, en Twitter. Y es que la lucha de clases está también en cada portada del Hola y del Lecturas, no lo olvidemos: el problema es que nos la cuentan, como siempre, quienes la están ganando.
Y ya que nos lo enseñan en sus portadas, lo defienden en sus televisiones y cobran en consecuencia, es legítimo poner su rostro, el de Ana, al problema. Es justo socializar la indignación, señalar lo obsceno de su privilegio, hacerlo patente y visible, porque nos permite cuestionarlo, enfadarnos, compararnos, odiarles incluso, organizarnos para romperlo. No obstante me pregunto si no tienen nada que decir los hombres que, en este delirio particular, están implicados: ¿qué podría llevar a alguien a que su última voluntad sea perpetuar su sangre y su linaje –como dice Adriana T., un horrocrux de carne y hueso– una vez muerto? ¿Acaso no hay un padre –un padre-abuelo, en este caso– implicado legal y moralmente en todo este revuelo?
Entiendo el dolor de Ana. Yo también atravieso, cada día, el desgarro de un duelo. Se que muchas en esta situación hubiéramos dado todos nuestros ahorros si alguien garantizara un milagro: el mejor médium, un San Junípero, como en Black Mirror, o traer al Genio de Aladín con sus deseos, aunque ese tampoco podía resucitar a los muertos. Daría todo, todo lo que tengo –hasta mi útero– por tener a mi persona favorita de vuelta en casa. Pero pertenezco al mundo real, al reino de la gente corriente, que no permite creer demasiado en los milagros. Por eso tras una breve baja retomé el curro, los viajes en metro, los recados, las rutinas, que conviven con las pesadillas por la noche cuando vuelvo, en sueños, a esa habitación de hospital. Convivo con el desengaño de no volver a compartir buenos momentos, convivo con las fotos y los mensajes en el móvil, convivo con la frustración y con el amor profundísimo, con(vivo) con mi muerto, que era especial, que era mío. Supongo que como todos los dolientes.
No todas las personas podemos construir panteones, montar fundaciones millonarias, robar bebés a mujeres pobres, publicar libros para honrar a quien perdemos; mucho menos hacer ingeniería judicial y genética, ni poner las vidas de personas y personitas vulnerables al servicio de nuestras voluntades y de nuestras frustraciones. A esta aberración le llaman “planned orphanhood”, como a comprar bebés y mujeres le llaman “surrogacy”, y lo revisten de modernidad y progreso, pero toda esta locura esperpéntica de ricos sigue basándose en la misma vieja voluntad de vivir por encima de los derechos conquistados por el resto, de vivir con inmunidad, de vivir con regalías, hasta donde el poder, el dinero y tecnología alcancen. Por eso sólo unas pocas personas —las de siempre—, pueden permitirse vivir y morir así, en su afán por querer tenerlo todo, por controlarlo todo, hasta la misma muerte.
El resto navegamos, supongo, duelos más cotidianos, mientras intentamos darle sentido —y dignidad— a la vida.
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Excelente artículo, se me ha hecho corto, cuando parecía que podía continuar varios párrafos más ha terminado, de repente. Mi más sentido pésame hacia la autora. Cuando alguien tan importante se nos va no hay consejos ni frases hechas que puedan consolar o dar coherencia a todo ese dolor.
Con respecto al caso de la tipeja esta, todo el caso tiene un halo entre nauseabundo y perverso. Según la última revelación 'su nieto' es una especie de muerto viviente, muerto por parte de padre y viviente por parte de madre, pero viviente para que su aparato reproductivo sea la alienación, el recipiente donde se deposita lo único vivo que queda del portador, algo realmente siniestro.