Opinión
Díaz Ayuso y la renovación ultra del inmovilismo

Ante una crisis puramente sistémica como la que se vive en España, el inmovilismo busca frenar todo impulso de renovación, todo amago de proteger a las clases más vulnerables.

Ayuso No
Pintada contra la presidenta de la Comunidad de Madrid en el barrio de Malasaña. Álvaro Minguito

De la misma forma que declararse “apolítico” o no votar define una postura política, el inmovilismo también lo es. Máxime si quien lo practica se encuentra en una posición dominante dentro del aparato estatal. Hasta hace unos cuantos meses, hablar de escapismo presidencial nos conducía directos hacia Mariano Rajoy, el plasma, las frases inconexas… en fin, la nada. Y de ahí precisamente surgió la figura que, en tiempo récord, ha demostrado que se puede ser más marianista que Mariano, llevando la inacción a un nuevo estadio. Ya no basta con hacer mutis por el foro, sino que se debe acompañar el vacío con dosis de odio lanzado a discreción.

Quizá sea necesario hacer una aclaración con respecto al concepto de inmovilismo en torno al que giran estas líneas. Se trata de una actitud política netamente neoliberal que consiste en dejar a la población —esa que te ha elegido para gestionar parte de su existencia— al amparo de un sistema de organización socioeconómica cuyo objetivo principal es aumentar de forma ilimitada las desigualdades entre ricos y pobres.

Alguien que gobierna de acuerdo a este precepto se dedica a esperar a que la situación sea gravísima y reduce su práctica política a colocar pequeños parches allá donde es inevitable, siempre con una carga clasista y una clara prevalencia del beneficio privado frente al interés público. En definitiva: ante una crisis puramente sistémica como la que se vive en España, el inmovilismo busca frenar todo impulso de renovación, todo amago de proteger a las clases más vulnerables. Por ejemplo: si el Ingreso Mínimo Vital está diseñado para intentar una tímida reducción de la pobreza estructural de la clase obrera, en Madrid se decide excluir a quienes perciben dicha ayuda de las becas de comedor para sus hijos; la misma miseria que sale por un lado, entra inmediatamente por el otro. Y todo sigue igual.

Es difícil alcanzar tal grado de perfección como Díaz Ayuso en la doctrina del inmovilismo neoliberal

Isabel Díaz Ayuso, que presentó su candidatura a leyenda de la ineptitud con éxitos de la talla de “hay personas que están deseando tener un empleo basura”, se ha topado en su camino al estrellato con una oportunidad inigualable para demostrar su valía en esto de ser una rotunda incompetente. Cuando todavía se estaba acomodando a su puesto de presidenta de la Comunidad de Madrid, el mundo se paralizó ante una pandemia de dimensiones bíblicas y su consiguiente recesión económica, no menor. “Parálisis, ¡esto es lo mío!”, debió de vitorear mientras rebuscaba en su agenda de peces gordos con hambre de favores uno que le proporcionase una estancia cómoda en su nueva aventura.

A lo largo de las distintas etapas que han atravesado desde marzo el Estado y su fiel reflejo, Madrid, Díaz Ayuso ha ido dejando lecciones magistrales de inmovilismo. Mención especial merece la promesa de contratar a 2.278 profesionales destinados a taponar la sangría que empezaba a producirse en las residencias de la región, una medida que supondría dar marcha atrás a la privatización de dicho sector. ¡Vade retro! La broma se resolvió con unos poquitos contratos, concretamente 259, de los cuales más de la mitad se destinaron a limpieza, cocina y otros servicios no sanitarios. Ah… y casi 6.000 fallecidos en los centros para mayores de la comunidad. Es el mercado, amigos.

Comunidad de Madrid
La crisis de las residencias en Madrid

Casi seis mil personas han muerto desde el 5 de marzo en las residencias de la Comunidad de Madrid. La gestión de la crisis del coronavirus ha estado marcado por un protocolo que recomendaba que los pacientes de centros geriátricos no fueran trasladados a hospitales.


La estrategia se ha repetido hasta la saciedad: desde el incumplimiento de la renovación hasta diciembre de los y las 10.000 sanitarias que se dejaron la piel durante los meses de marzo y abril, hasta el descaro con el que se han ignorado todas las advertencias relativas a la falta de rastreadores. Un servicio que, por cierto, solo se reforzó cuando los rebrotes empezaron a ser incontrolables, a través de la privatización y alcanzando una dimensión ridícula en comparación con las recomendaciones de expertos y expertas en la materia. Hacer poco, tarde, mal y solo de acuerdo al interés privado. Es difícil alcanzar tal grado de perfección como Díaz Ayuso en la doctrina del inmovilismo neoliberal.

Quienes hoy se echan las manos a la cabeza por la segregación por decreto dictada desde la presidencia de la capital española parecen haber olvidado el camino recorrido por dicho ejecutivo en los últimos meses. De hecho, se han tomado decisiones aún más cercanas a las políticas del apartheid: véase la negativa de derivar a hospitales públicos a los ancianos y las ancianas procedentes de residencias, mientras que sí se atendía a los que pudiesen pagar un seguro privado. De fondo se vislumbra la misma cuestión: una oposición frontal a permitir cualquier cambio estructural, pero en el caso de los confinamientos selectivos se atisba esa evolución del inmovilismo alcanzada por la community manager de hierro.

El neofascismo español, agradecido y dócil a la derecha neoliberal por impulsarles hasta los más altos estamentos de poder del Estado, ha mostrado a Díaz Ayuso un camino que pocas personas se habían atrevido a recorrer, puesto que está señalizado como el sendero hacia la destrucción de cualquier democracia. Confiando en la estulticia de su electorado —porque, sí, un partido de y para las élites depende exclusivamente de la existencia de votantes con un nivel de ignorancia política suficiente como para no ser consciente de lo que significa su papeleta—, el azote canino del comunismo en Twitter se ha lanzado al cenagal del odio. Abandonar las zonas obreras de Madrid a su suerte haciendo oídos sordos a los avisos de voces expertas acerca de la densidad de población o el peligro del transporte público es un comportamiento propio del inmovilismo estándar; afirmar, cuando la situación se ha descontrolado, que la culpa es del “modo de vida de la inmigración” supone ir mucho más allá. Hacer todo esto sin tener que huir del país es la culminación de un salto de calidad en la forma de desgobierno que lleva décadas sumiendo a España en la miseria.

Y es que parece que, hablando de pandemias, el inmovilismo también se contagia. De no ser así, nadie se explicaría cómo es posible que se celebrase una reunión como la que protagonizaron Pedro Sánchez y la presidenta de la Comunidad de Madrid el pasado 21 de septiembre. Si bien no ha movido un solo dedo por mitigar las terribles consecuencias de la crisis del coronavirus, Isabel Díaz Ayuso se ha esforzado hasta la extenuación en la calumnia constante hacia el Gobierno central, desgastando las páginas del libro de estilo de la extrema derecha. A cambio, ha obtenido una rueda-de-prensa-masaje con el presidente y la tímida crítica de Salvador Illa, ministro de Sanidad, en forma de recomendaciones que contradicen sus medidas regionales. La inacción se ha apoderado de quienes vinieron a cambiar el modelo, abróchense los cinturones.

En un intento desesperado por arrancar la quietud de la coalición que devolvió la esperanza a la izquierda española, diversas voces se han lanzado a pedir la aplicación del artículo 155 para liberar a madrileños y madrileñas de las garras criminales en las que andan atrapados. Mariano Rajoy, venerado fundador del inmovilismo clásico, anuló las competencias del Govern catalán cuando este puso en peligro el dichoso constitucionalismo. Ahora, el PP madrileño ha colocado en el disparadero cientos de miles de vidas humanas, así que la pregunta parece evidente: ¿la unidad de España importa más a la (ultra)derecha que la salud de los y las más vulnerables al progresismo? La reticencia ante una medida tan drástica como el 155 —que difícilmente encajaría en una situación como la actual— es más que entendible, de hecho, es de agradecer; no obstante, existen mecanismos institucionales infinitamente más efectivos que una reunión pública tan esperpéntica como la vista hace unos días. Tomar uno u otro camino dependerá de si PSOE y UP dan más importancia a la teatralidad o a la política real. De momento, el acuerdo alcanzado va en contra de lo que clama la mayoría social: no solo no se ha restringido la capacidad de influencia de Díaz Ayuso, sino que su línea discursiva parece haberse impuesto pese al grotesco espectáculo con el que intenta, una vez más, desgastar al Gobierno central.

Habrá que moverse.

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