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Memoria histórica
Una mujer de 23 años, entre las primeras víctimas fusiladas por el franquismo en Gijón
Hace pocas fechas se cumplieron 85 años de la entrada de las tropas sublevadas en la villa de Gijón. Ocurrió el 21 de octubre de 1937 y supuso la caída del frente Norte en poder de quienes dieron el golpe militar del 18 de julio de 1936 y que año y pico más tarde vencerían en la Guerra de España, dando paso a una dictadura de cuarenta años.
La fotografía que encabeza este artículo nos muestra la entrada de esas tropas por la calle Ezcurdia de la ciudad asturiana, muy cerca de donde estuvo hasta muchos años más tarde el edificio de fábrica del gas, un lugar que por su grande y viejo aspecto herrumbroso siempre atrajo mi curiosidad durante la primera niñez, cuando a los de mi generación nos llevaban de su mano nuestros abuelos a ver los cisnes del Parque Isabel la Católica.
Aquel 21 de octubre de otoño debió de ser un día plenamente otoñal, oscuro y lluvioso, según se puede apreciar en el asfalto de la calzada. Lo que más puede llamar la atención de la fotografía es la sonrisa de esas dos mujeres en la acera, en primer plano, que parecen ofrecerla al objetivo del fotógrafo para mostrar su satisfacción porque con la entrada de los sublevados en Gijón y la caída del frente Norte, tan importante por su industria para los contendientes, el conflicto armado terminaba en Asturias, 18 meses antes de que finalizase en el resto del país.
Comenzaba así en Gijón la victoria, no la paz, tal como dice el padre (notable actuación de Agustín González) a su hijo en el magnífico libreto de la obra teatral Las bicicletas son para el verano (1977), del fallecido e inolvidable Fernando Fernán Fómez, sobre la que Jaime Chávarri hizo en 1984 una de las mejores películas sobre la guerra de 1936. La escena pone punto final al film en el entorno de un triste paisaje urbano de Madrid, desolado por la destrucción. La obra teatral obtuvo en 1978 el premio Lope de Vega del Ayuntamiento de Madrid. Eran otros tiempos.
En consonancia con esa victoria sin paz, piedad ni perdón, según pidiera Manuel Azaña, el número de personas ejecutadas y paseadas por los vencedores en el municipio de Gijón, o fallecidas en las prisiones franquistas, tiene desde hace años en el cementerio de Ceares (El Sucu) un monolito en forma de libro con los nombres inscritos de las 1934 víctimas y una lápida en la que se puede leer: A las víctimas de la represión franquista, luchadores por la libertad y defensores de la dignidad humana.
La mayoría de esas víctimas fueron ejecutadas por fusilamiento en el transcurso de quince años desde la entrada de las tropas sublevadas, mediante tribunales de guerra que despachaban sus sentencias en menos de 45 minutos. No pocas de ellas se dictaron desde el mismo centro educativo en el que algunos estudiamos los primeros curso del bachillerato. Hay fotografías incluso que permiten vislumbrar que una de las salas donde se comunicaban las condenas era la del salón de actos donde mucho más tarde asistí como alumnos a las proyecciones de películas de El Gordo y El Flaco.
Según se puede leer Asturias Republicana, fue el 9 de noviembre de 1937, apenas dos semanas después de tomada esa imagen de las dos mujeres sonriendo en una acera de la calle Ezkurdia al paso de la comitiva militar, cuando comenzaron a celebrarse los consejos de guerra sumarísimos en ese salón de actos del Instituto Jovellanos, “convertido en albergue de falangistas y policías de Asalto, en cárcel y centro de tortura, en escenario de la suprema ignominia y perversión humanas”, mientras en los colegios empezaban a cantar los alumnos aquello de “volverá a reír la primavera al paso alegre de la paz”.
Fue durante el segundo consejo de guerra celebrado ese día cuando se condenó a muerte a la primera de las mujeres ejecutadas por los vencedores. Celebrado a las once y cuarto de la mañana, los acusados de “auxilio a la rebelión” y luego fusilados fueron Valentín Sánchez Cuesta, Cipriano Carrera y Ana Orejas López. Esta última era una joven de 23 años, residente en Gijón, que se había afiliado al Partido Socialista durante la guerra y había trabajado como enfermera en alguno de los hospitales de sangre habilitados durante el conflicto. Fue detenida poco después de la entrada de los sublevados en la ciudad y estuvo detenida en el cuartel de Los Campos de la Guardia Civil, próximo al cine del mismo nombre que muchos frecuentamos de niños durante la animadas sesiones dominicales de cine familiar.
La denuncia contra Ana Orejas, según los legajos en donde se hace costar, partió de una mujer más joven que estaba casada con uno de los guardias del citado cuartel. El marido de la denunciante estuvo preso durante el tiempo que duró la guerra en el Norte por haberse unido a los militares sublevados. Encarcelado en el penal de El Dueso, al producirse el avance nacionalista sobre Santander, fue evacuado con los restantes presos hacia Asturias. Tanto a ese guardia como otros los mataron en la playa de La Franca, sin saber si fue por un intento de fuga, por una orden superior o por venganza.
La acusación para la detención de Ana Orejas López se basaba en que la había visto la denunciante en el interior del cuartel de la Guardia Civil citado, tres días después de que los guardias se hubieran rendido a las tropas republicanas. Según la denunciante, Ana llevaba una pistola al cinto y un pañuelo rojo liado al cuello. Fue identificada por la denunciante meses después en una rueda de presos republicanos, cuando la ciudad había sido ocupada por los sublevados.
Fueron trece hombres y Ana Orejas los que el 9 de noviembre de 1937 fueron ejecutados en el paredón del cementerio de Ceares, sin esperar las tres o cuatro semanas que llevaba de trámite el enterado del cuartel general del generalísimo. Según la confidencia que le hizo el religioso que asistía a los fusilamientos a uno de los presos, dos tiros en la cabeza y tres el corazón acababan con la vida de los condenados, se manera que fueron setenta los disparos que en total sonaron aquel amanecer en Gijón, segando la juventud de la primera mujer ejecutada por los vencedores en esa ciudad.
Fallecido el dictador en 1975 y llegada la monarquía constitucional y parlamentaria, hubo que esperar al año 2.010 para que el Ayuntamiento de la localidad asturiana, que desde 1979 fue gobernado por el Partido Socialista, reparase con ese monolito la memoria de todos esos luchadores por la libertad y defensores de la dignidad humana, entre cuyas primeras víctimas, llegada la victoria y no la paz, estuvo una mujer de 23 años, denunciada posiblemente por motivos que posiblemente tuvieron más que ver con venganzas personales que con otra cosa, según ocurrió repetidamente. Muchos familiares de quienes tienen sus nombres inscritos en el cementerio gijonés habrán fallecido sin llegar a asistir a ese tardío reconocimiento de dignidad y memoria. No fue el caso de María Amparo, la hija octogenaria de Ana Orejas.
En una entrevista publicada en el diario El Comercio hace cinco años, María Amparo Orejas López, residente en Francia y visitante de Gijón cada verano, dio detalles de su crianza a la muerte de su madre, que tuvo a su hija de soltera, en 1936. Fue entregada a una pareja de feriantes con un puesto de tiro al blanco que la pusieron a trabajar con siete años: “Nunca me reconocieron. Solo fui al colegio (con las monjas del San Vicente de Paúl) tres meses y aprendí a leer con el periódico sola. Mi infancia y adolescencia transcurrieron de feria en feria por toda España con mi familia de acogida, que eran del otro bando, del franquista. La madre del hombre que me recogió era Hortensia Álvarez, que fue presidenta de Acción Católica y murió en una prisión flotante”.
Según cuenta María Amparo en la entrevista aludida, a menudo la gente trataba de hacerle daño señalándola como «la desgraciada hija de la roja, de la fusilada», pero ella nunca les dio el gusto de que la vieran sufrir, porque era y es muy orgullosa: “ A pesar de eso siempre me sentí protegida y en cierto modo controlada respecto a mi bienestar. Sospecho que pudo deberse a la buena posición de la familia de mi padre, quien a día de hoy desconozco quién es. A los 26 años me fui a Francia sin saber una sola palabra de francés a buscar empleo y cambié de vida. Allí me casé, tuve un hijo y trabajé para la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE)”.
Una visita a la Semana Negra de Gijón en 2004 sirvió para que entrara en contacto con la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH), que facilitó a María Amparo toda la información que tiene sobre su madre. En la misma no consta que Ana Orejas López tuviera descendencia, por lo que es muy posible que quisiera esconder a su hija cuando esta era un bebé e iban a juzgarla para fusilarla. Amparo Orejas López dice llevar con orgullo los apellidos de su madre y siente pena por no tener de ella ni una sola fotografía, a pesar de haberlo intentado por todos los medios. La ausencia de esa imagen no supuso que el olvido se afincara en la memoria de María Amparo Orejas López, como proclaman sus apellidos.