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Memoria histórica
Gijón no tiene memoria para las víctimas de los bombardeos sufridos por mar y aire
Tengo una borrosa idea acerca de la persona que me habló por primera vez de ese día, aunque fuera muy de pasada y quizá arrepentido de hacerlo con quien o quienes podrían haber sido menos discretos de lo que fuimos, como convenía al caso. A esa fecha la llaman el Viernes Negro porque el 14 de agosto de 1936 sufrió Gijón, una ciudad que tenía entonces 60.000 habitantes, uno los bombardeos facciosos que causó mayor número de víctimas mortales, sin que la masacre tuviera la repercusión que luego alcanzó el bombardeo de Guernica –a la que se llamó la “ciudad mártir"-, gracias sobre todo al eco propagandístico que le otorgó a aquel trágico episodio la monumental obra pictórica de Pablo Picasso. La verdad es que la villa asturiana no dejó de ser bombardeada por las tropas sublevadas hasta días antes de su ocupación el 21 de octubre de 1937, y también es verdad que esos episodios contaron con su pintor, el gijonés Nicanor Piñole (1878-1978), sin la nombradía de su colega malagueño, que dejó en varias de sus obras constancia de ello.
La borrosa idea a la que aludo está representada en la imagen no menos diluida por el tiempo de Faustino, un bedel del viejo instituto Jovellanos que tocaba la campana marcando el horario de cada clase. Faustino era un hombre menudo y afable, ya a punto de jubilarse, con un cerco de cabello blanco en torno a su cabeza calva y unas gafas redondas de pasta oscura que solía llevar en la punta de la nariz. Se trataba de una persona muy querida por todos por su carácter bonancible y su paciente disposición ante el siempre movido y gritón revuelo del alumnado. Recuerdo que andaba siempre presuroso y con pasos menudos por las alas del claustro cuadrangular del patio en el que jugaban al fútbol los mayores durante los recreos, ataviado con su viejo guardapolvo azul marino abierto y un rictus de sonrisa nerviosa en los labios.
Lo de la bomba debió contarlo Faustino en algún momento de descuido porque esas cosas en un centro de enseñanza oficial, y por parte de un subalterno, no parecen verosímiles en los primeros años sesenta del pasado siglo. A no ser que la acción armada se le imputase a los rojos, como supuse entonces y era lo propio de la historia oficial impuesta, aunque no tengo constancia de que nuestro bedel diera esa versión “oficial”. Es hasta cierto punto posible que esa significativa elusión en el relato sirviera a la postre para que mantuviera en mi memoria hasta hoy lo de la bomba de la calle Jovellanos, muy cerca de la ventana detrás de cuyos barrotes tuve mi pupitre un curso, antes de pasar el alumnado al nuevo edificio en la avenida de la Constitución.
Tampoco me dijo o nos especificó Faustino, pues puede que nos lo contara a varios alumnos, el número de víctimas mortales y heridos causados por ese primer bombardeo de aquel Viernes Negro, que se cifró al parecer en 54 y 78, respectivamente, si bien otras fuentes dan mayor número. Se da por obvio que a Faustino le hubiese costado el puesto y algo más informarnos de que aquellas bombas fueron lanzadas por lo vencedores de la guerra, a quienes exaltábamos todos los lunes y sábados -a media mañana y prietas las filas- en el patio porticado del centro, los cantos patrióticos propios de la dictadura, mientras el alumnado femenino se asomaba a vernos por los ventanucos del piso superior, en donde estaba el reloj y en el que tenían sus aulas la chicas en una condiciones ciertamente más angostas que los varones.
Lo cierto es que los aviones de los sublevados cruzaron ese Viernes Negro el cielo de la pequeña ciudad, procedentes del aeródromo de León, que el primer bombardeo apenas duró unos minutos y que las cargas explosivas cayeron a mediodía en pleno centro urbano, con las calles muy transitadas a esa hora. Los lugares afectados fueron la calle Jovellanos, al lado del que entonces era cuartel de la Guardia de Asalto y luego fue centro de enseñanza, tal como se ve en la única fotografía con víctimas que se conoce, hecha desde el balcón de la clínica próxima de un odontólogo turco; la estación del ferrocarril de Langreo, en El Humedal; la calle Pi y Margall (hoy de los Moros, sin que sepa hasta la fecha si este nombre se ha recuperado para el callejero gijonés); la calle Fernández Vallín -conocida por la cuesta de Begoña-, en frente del edificio de Correos, y el Hospital de Caridad, sito en la plaza del Naútico, cerca de la playa de San Lorenzo.
Los sublevados volvieron a volar sobre la villa esa misma tarde, ejecutando un segundo bombardeo que afectó al Parque Infantil, el lugar de mis primeros juegos muchos años después, en las inmediaciones del modesto domicilio de mis abuelos. También cayeron bombas muy cerca de allí, en la calle Corrida, al lado del cine-teatro Robledo, en la calle Covadonga y en la del 14 de Abril (actual paseo de Begoña). Dos bombas más causaron daños por segunda vez en el aludido Hospital de la Caridad, adonde se había traslado a los heridos de esa misma mañana.
Según el médico forense Honorio Manso, el total de fallecidos en el depósito de cadáveres aquel día se cifró en 91, sin que los negativos de las fotos más cruentas realizadas por Constantino Suárez consten en la fototeca del Museo de Asturias en la que está depositado su valioso legado, si bien alguna de esas fotos puede verse en los periódicos gijoneses de entonces, para los que trabajaba el gran reportero gráfico. La indignación entre la población hizo que las represalias no tardaran en cometerse una vez se tuvieron los datos de la masacre. Fueron fusilados decenas de simpatizantes de los rebeldes, retenidos en la iglesia de San José de El Humedal, que sería incendiada y luego reconstruida en la posguerra.
Al cabo de un año de aquel bombardeo, en el diario socialista Avance, que se editaba en Gijón después de haberlo hecho en Oviedo bajo la dirección del periodista madrileño Javier Bueno Bueno -luego fusilado por Franco en Madrid en 1939-, se publicaron varias esquelas de aniversario de algunas de las víctimas del raid: las de Luis Valdés Alonso, Azucena Robés Huergo (de 14 años de edad), Pepín Menéndez Montero, Nieves Fernández Rendueles (operaria de la Fábrica de Tabacos), Eduardo Rodríguez Cid, Gerardo Piñera Campos y Faustino Rodríguez Rodríguez (guardia de Asalto).
Antes que el Viernes Negro, los primeros bombardeos sobre Gijón tuvieron lugar el 22 de julio de 1936, cuatro días después del inicio de la guerra, y causaron cuatro muertos (varones) y una mujer herida. Tres de las víctimas mortales eran socios del ateneo de La Calzada, popular barrio gijonés. Tal como señala el historiador Héctor Blanco (Xixón so les bombes/Gijón bajo las bombas), a los bombardeos aéreos los siguió -desde los primeros días de la guerra- el cañoneo desde el mar del crucero Almirante Cervera y el acorazado España, ambos en auxilio de los militares sublevados en el cuartel de Simancas, hoy colegio de la Inmaculada, regentado por los jesuitas.
A partir del verano de 1937 entró en acción la Legión Cóndor nazi que llevó a cabo sobre la España republicana un a modo de gran ensayo general para la estrategia de destrucción aérea que ejecutará pocos años después de modo sistemático, en la Segunda Guerra Mundial, sobre decenas de ciudades europeas. “Gijón fue uno de los campos de pruebas, uno de los matraces de aquel letal laboratorio, según Blanco. Por primera vez en la historia se firmaron órdenes sistemáticas para bombardear a la población civil. El terror de la ciudadanía se convirtió en un arma de desmoralización, en una nueva y eficaz trinchera”.
Uno de aquellos pilotos nazis fallecido en combate, Willi Sembach, llegó a contar con una lápida en su memoria en la fachada del Ayuntamiento de Gijón, desmontada en 1980. También se inauguró a finales de 1937, con motivo de los homenajes tributados a Hitler en la ciudad, un monolito en el Paseo de Begoña, a otros tres aviadores nazis: Heinrich Stallamann, Rudolf Harting y Karl Uhrmeister, cuyos aviones fueron también derribados por las tropas republicanas. En abril de 1939, coincidiendo con el final de la guerra, la mismísima Legión Cóndor desfilo por las calles de Gijón, según consta en la fotografía que recoge su paso por la plazuela del general San Miguel.
Al día de hoy, sin embargo, las víctimas de los bombardeos facciosos sobre Gijón carecen de un monolito u obelisco que los recuerde al cabo de más de cuarenta años de una España democrática, habiendo sido esa ciudad de las primeras en sufrir ese tipo de destrucciones que luego se prodigaron por Europa. ¿Habrá reparado alguien en ello, teniendo en cuenta sobre todo que en Gijón se celebra todos los veranos -desde hace ya bastantes años- un estruendoso festival aéreo con aviones de guerra que no se convocaría ni en Guernica ni en Dresde?
Sería una buena oportunidad para reparar ese prolongado, flagrante y lamentable olvido, prever el proyecto e inauguración de ese monumento cuando se dé por terminada la rehabilitación del refugio antiaéreo de Cimavilla como lugar de la memoria. Se trata de uno de los mayores entre los 193 de los que dispuso la ciudad durante la guerra, en el que se podían llegar a reunir hasta 1.200 personas.
Un documento gráfico, realizado Amenak Cheriguian, dejó constancia para la historia de la sangre derramada aquel Viernes Negro. El destino de esa foto no podía ser otro que recordar y homenajear a las víctimas. ¿No va siendo hora?