Literatura
Querida Clara

Me pregunto quién leerá cuando acabe todo esto, porque escribir escribimos en las redes, en los cuadernos, nunca sobre las fachadas de las casas —siento nostalgia del grafiti…—, quién leerá después de días y días de propaganda lectora ñoña sobre los poderes sanadores de la poesía, quién leerá cuando tiene que pluriemplearse o ver una serie o acercarse al banco de alimentos más cercano para que le entreguen un saquito de arroz y tres latas de atún. Quién leerá cuando lo urgente sea recuperar asociaciones contra la tortura que denuncien nuevas legitimadas brutalidades policiales.

Marta Sanz
22 may 2020 06:10

Querida Clara:

No sé muy bien cómo empezar este correo, pero de lo que estoy completamente segura es de que lo tengo que escribir. No pretendo justificarme, sino compartir contigo un estado de ánimo, un bucle del que me resulta complicado escapar y que está haciendo que la cabeza me dé vueltas. Ya no me puedo dormir a base de orfidales, valeriana, melatonina, yoga, pilates —ombligo busca columna y casi nunca la encuentra— y chupitos de whisky del que habitualmente uso sin abuso para preparar solomillos de cerdo al horno. Hablando de solomillos, la pregunta sobre los cerdos es otra de las que me acosa últimamente. Ya nunca lo volveré a hacer. No comeré solomillos de cerdo al whisky ni chuletillas de cordero. No comeré palomas torcaces. Algo se me ha torcido en el estómago estos días. Experimento una sensación pura, luminosa, nueva, cuando contemplo a los patos, enseñoreados, caminando por los bulevares.

Lo bueno de estos días de pandemia: la ultralimpieza del aire, una limpieza de anuncio que ha pegado una puntada a la rasgadura en la capa de ozono; sin embargo, esa higiene planetaria cuenta con el reverso tenebroso de la ultralimpieza asesina del hogar que nos está matando mientras, paradójicamente, nos salva de infecciones e invisibles mortíferas partículas de saliva. Lejía, amoniaco, desengrasante. Pomelos y patatas desinfectados y ese olor a limpio que fulmina a las personas alérgicas. Lo uno y lo otro acumulándose en mi desconcierto, Clara, querida, igual que se acumula la lejía en mis riñones.

No hay escapatoria, querida Clara. O al menos así lo siento yo en los días más tristes. No encuentro el tono para hablarte y se me solapan los pronósticos sobre el fin del confinamiento. Tengo los dedos agarrotados porque no sé si escribir con una alegría, electrizante y contagiosa, como brazo que saca al perro de Goya de la arena que se lo come lentamente; no sé si utilizar un discurso apocalíptico que a veces confunde la mutación con el fascismo; no sé si captarte para la secta con tono de sacerdotisa fanática o con esa musiquilla naif, esa sonrisa fija y sospechosa, que hace de la esperanza un eslogan tan artificial.

Soy una impostora y me abofeteo por ello. No sé completar los dictados musicales. No reconozco el la perfecto entre la acumulación de ruidos que me bombardean la cabeza. No encuentro el hilo de Ariadna para contar historias. Todas las metáforas me sirven y con ninguna me encuentro tranquila. Todas la metáforas me sirven, pero a veces no me atrevería a poner un pie en la calle sin haber elaborado previamente un rígido protocolo de zapatos, felpudos, lavadoras, guantes, mascarillas; otras veces, me disfrazaría de Baby Jane, me pondría el traje de primera comunión, echaría a correr hasta que un amable policía me alcanzase “¿adónde vas, bonita?”. Y, entonces, yo me daría la vuelta bruscamente y le mostraría mi cara de vieja tras los tirabuzones fingidos y él se taparía la boca con una mueca de espanto. No, no soy una niña con patinete. Soy el personaje de una historia de terror. Soy lo malo que se esconde tras lo que parecía ser.

Consecuentemente y, pese a todas las expectativas, me parece que no voy a poder entregarte la novela el día 1 de mayo como habíamos acordado. No puedo enviarte al buzón el enredo amoroso de Benji y Noelia que se cruza con el de Lola y Selene y con el de Alvarito y Manel. De repente, aunque el amor es muy importante y nos puede salvar de casi todo y “all you need is love” y tralaralará, ni yo misma me creo lo que escribo y la solidaridad se me solapa con las consignas de la CIA, Lennon con los protagonistas de Homeland, el sentido de la oportunidad con el oportunismo…

A ratos, querida Clara, pienso que, cuando salgamos de aquí, necesitaremos novelas de amor y lujo, novelas saltarinas y amables, vodeviles, para borrar las escenas que jamás imaginamos que viviríamos

A ratos, querida Clara, pienso que, cuando salgamos de aquí, necesitaremos novelas de amor y lujo, novelas saltarinas y amables, vodeviles, para borrar las escenas que jamás imaginamos que viviríamos: féretros ordenados sobre la pista del palacio de hielo, madres que mueren sin poder aferrarse a la mano de sus hijas, ancianos asustados, mujeres con ojos salidos de las órbitas, sanitarios exhaustos, médicas que lloran en la salida de incendios del hospital, libreros que mueren de un infarto en sus casas porque no se atreven a ir a urgencias, vecinos que escriben amables carteles para que la cajera del supermercado que vive en el tercero C se mude y no contagie a la comunidad. “Te recordamos, querida vecina, que en esta casa, hay niños”.

Necesitaremos epopeyas y apólogos, seguidillas y fábulas, para conciliar el sueño y mantener el espejismo de que todo va bien y de que el género humano es bueno por naturaleza más allá de los golpes de la Historia.

Luego, querida Clara, me digo “y una mierda”, y no puedo evitar que nuestra preciosa historia de poliamor y parejas, no ya cruzadas sino amalgamadas en una aleación orgánica e indestructible, se reconvierta en un relato de terror, en un ensayo, en una novela ortodoxamente realista y social que pueda leer, no para consolarse, sino para indignarse hasta la médula y las trancas, la cajera del supermercado expulsada por su amable comunidad de vecinos que aplaude puntualmente cada día a las ocho.

Entonces, también me pregunto quién leerá cuando acabe todo esto, porque escribir escribimos en las redes, en los cuadernos, nunca sobre las fachadas de las casas —siento nostalgia del grafiti…—, quién leerá después de días y días de propaganda lectora ñoña sobre los poderes sanadores de la poesía, quién leerá cuando tiene que pluriemplearse o ver una serie o acercarse al banco de alimentos más cercano para que le entreguen un saquito de arroz y tres latas de atún. Un estropajo. Quién leerá cuando lo urgente sea recuperar asociaciones contra la tortura que denuncien nuevas legitimadas brutalidades policiales.

No sé si escribir sobre lo que estamos viviendo es imprescindible o sería mejor sumirnos en el sueño que Fauna, Flora y Primavera expanden en forma de esporas letárgicas sobre el reino de Aurorita, la durmiente

Querida Clara, me da miedo que todo cambie y también que todo siga igual. Me da miedo esta concentración de nostalgia de lo que podemos perder: tacto, gusto, terrazas de verano para los pocos y pocas que próximamente se lo puedan pagar. No sé si escribir sobre lo que estamos viviendo es imprescindible o sería mejor sumirnos en el sueño que Fauna, Flora y Primavera expanden en forma de esporas letárgicas sobre el reino de Aurorita, la durmiente. Corremos el riesgo de pincharnos con el huso de la rueda. Me da miedo tener miedo de todo cuando, por fin, volvamos a la calle, y me reprocho esos miedos sanitarios frente a la pobreza que nos engullirá. Querida Clara, me dará vergüenza llevar mascarilla y me parecerá inmoral no llevarla. No me encuentro, no me sé.

Vuelvo al principio de mi novela amorosa y me como un paquete de ganchitos. Mancho con mis dedos naranjas los folios. Los mancho como si fuese una niña traviesa o una artista plástica. En el fondo, me golpeo y me castigo porque me siento mezquina preocupándome por la historia de Alvarito y Manel —la más flojita de la trama— cuando a mi lado caen cascotes, y veo lo mejor y lo peor del ser humano. Tengo la impresión de que los patos salen de los estanques porque nadie les echa miguitas y no habrá trabajo y los robots evitarán la posibilidad de infecciones en las fábricas y en las oficinas, y dejaremos de ser homo faber, mulier, mulieris, carpe diem y tampoco sabremos disfrutar del jugoso derecho a la pereza porque hemos tenido el cráneo metido durante demasiado tiempo en el bombo de la lavadora- centrifugadora del capitalismo: en anuncios de la tele, las obreras dicen “Compre esta lavadora: lleva un cachito de mí”. Y desde luego que lo lleva.

Pero ni la lavadora ni los patronos filantrópicos ni las compañías privadas de salud que cobran cientos de euros por una prueba de covid-19 se lo van a agradecer a la carne que proyecta su fuerza de trabajo.

Querida Clara, no sé si mis esfuerzos o las horas que paso tecleando, en una combinación rara de placer y autoexplotación, de soberbia y generosidad, se podrían calificar como fuerza de trabajo ni sé si la poesía tiene derecho a existir después de los traumas de Auschwitz, los índices de mortalidad y la situación de las residencias para la tercera —cuarta y quinta— edad…

Y otra vez te miento, querida Clara, porque sí, sí lo sé todo: yo trabajo y la poesía hoy más que nunca es imprescindible para borrar o definir, para anestesiar o clavar —esa es mi duda—, pero no me atrevo a decirlo muy alto por si alguien sintiese deseos de lapidarme.

Querida Clara, creo que la conciencia no es lo mismo que la culpa y que ni los virtuosos del violín ni las amantes del cine ni yo misma debemos estar pidiendo perdón todo el tiempo. También sé que no voy a acabar el libro prometido para el 1 de mayo: el libro de la consagración de nuestra primavera. No lo puedo escribir sin sentirme sucia.

Tal vez mi obligación sea no mentirme y hablar de lo que duele y encontrarme en ese dolor con quien aún tenga ganas de leer recibiendo la escritura como una picadora de hielo y una fuente de perpetuo malestar

Tal vez mi obligación sea no mentirme y hablar de lo que duele y encontrarme en ese dolor con quien aún tenga ganas de leer recibiendo la escritura como una picadora de hielo y una fuente de perpetuo malestar que encierra, bajo su superficie, la urgencia de la metamorfosis, la felicidad, el bien. Puede que ese sea el secreto de mi oficio. O puede que ahora lleguen los tiempos de la canción de cuna y las oraciones, los estribillos y los mantras, para dejar la mente en blanco y levitar por encima de las neveras vacías, el overbooking de los cementerios y las facturas de la luz. Querida Clara, estoy confusa. No tengo fuerzas. No tengo inteligencia. De momento, escribo, pero sé que aún no puedo escribir.

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