Literatura
La espía que me amó... y lo contó en un libro

Sin la fuerza que alcanzó en los años de la Guerra Fría, cuando literatura y cine convirtieron a agentes secretos en fenómenos pop, la novela de espías es aún un género vigente en un tablero global marcado por el auge de la extrema derecha, los atentados del Daesh y la sobreexposición mediática. Entonces y ahora, la única certeza que se extrae de sus páginas es que nunca se sabrá cuánto de verdad y cuánto de ficción cobijan estas narraciones sobre las actividades estatales no sometidas al escrutinio público.

Novelas de espías
Literatura y espionaje, una relación fructífera.

En 1984 el escritor Gonzalo Torrente Ballester —ganador, junto a Miguel Delibes, del Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 1982 y de cuyo fallecimiento se cumplieron 20 años el 27 de enero— publicó Quizá nos lleve el viento al infinito. Una novela rara y fascinante que partía del recurso del manuscrito hallado para trenzar una historia en la que la reflexión sobre la identidad y las intrigas propias del espionaje juegan un papel decisivo en una trama de consecuencias mundiales.

El arranque del texto ya presentaba todos los ingredientes, en una introducción que abría el apetito:

“Todos los que han leído mis falsas Memorias póstumas —funcionarios, si acaso, de algún Servicio Secreto; a otros no pudieron llegar—, recordarán aquella serie encadenada de metáforas, por llamar de algún modo medianamente inteligible a lo que sucedió, al final de las cuales el Capitán de Navío De Blacas, en cuyas manos había puesto la NATO lo más delicado de su Servicio de Inteligencia, fue desplazado de su puesto y sustituido en él por el Capitán de Navío De Blacas sin que ninguno de los caballeros con los que tenía diaria relación de inquietud y de trabajo se percatase del fraude, o tal vez de la burla”.

Las peripecias de De Blacas (o del ente que se hace pasar por él) y de la agente soviética Irina permitieron al autor de Los gozos y las sombras plantear un relato negro, fantástico, con gotas de surrealismo y encajado en la literatura sobre espías —todo a la vez— en el que se interroga acerca de lo real y lo falso en la Historia, las servidumbres del progreso científico y otros mitos instaurados en el pensamiento contemporáneo.

Sobre varias cuestiones que se leen aquí y allá en las páginas de Quizá nos lleve el viento al infinito se trató en las jornadas Letras y Espías, celebradas en el campus de Vicálvaro (Madrid) de la Universidad Rey Juan Carlos (URJC) entre los días 6 y 8 de febrero.

Con el propósito de dar a conocer la novela de espionaje escrita en castellano y también homenajear al escritor John Le Carré —“el más destacado autor del género”, según la organización—, en las sesiones se habló de la idiosincrasia particular de estas novelas, su época de esplendor, su pertinencia en el siglo XXI o el choque entre la difusión narrativa y el mutismo que caracteriza la acción de los espías. También se discutió sobre si es posible o no firmar estos títulos sin haber trabajado para algún servicio de inteligencia. Los nombres de Frederick Forsyth, Graham Greene o Ian Fleming fueron mencionados recurrentemente como tótems del género. Se recordó a James Bond, inevitablemente, aunque en su caso como mal ejemplo de lo que ha de ser un agente secreto. O un personaje que recrea la vida de un agente secreto, mejor dicho.

Tras el 11 de septiembre de 2001, la irrupción en la escena internacional del Daesh y la fabricación (y difusión masiva) de noticias adulteradas —sin ser un fenómeno nacido ayer ni únicamente achacable a las redes sociales—, la novela en torno a los espías ha recobrado el vigor que el deshielo entre los dos bloques enfrentados en la Guerra Fría parecía haber debilitado. Autores como el escocés Charles Cumming —su Complot en Estambul se publicó en enero en la editorial Salamandra— son señalados como responsables de esta nueva narrativa sobre lo más secreto de los Estados. Fernando Velasco, director de la Cátedra en Servicios de Inteligencia y Sistemas Democráticos de la URJC, afirmó en las jornadas que “más que resurgir, la literatura de espías siempre ha estado ahí, porque lo secreto y lo misterioso siempre han despertado curiosidad en el ser humano por las connotaciones de suspense, intriga, traición y lealtad”.

“A todo el mundo le gusta un Aston Martin, pero esa no es la realidad”, aclaró en su ponencia Jorge Dezcallar, director del Centro Nacional de Inteligencia (CNI) entre 2001 (cuando aún se denominaba Centro Superior de Información de la Defensa) y 2004, para marcar distancias entre la ficción de estas novelas, ejemplificada en el coche de James Bond, y la verdad del mundo de los servicios secretos. Para Dezcallar, que fue embajador de España en Estados Unidos de 2008 a 2012, las novelas de espionaje son ficción pero beben de fuentes veraces. En su opinión, aunque la Guerra Fría supuso la edad dorada de este género literario, el mundo actual —marcado, según este diplomático, por tres revoluciones simultáneas: la de la información, la tecnológica y la demográfica— ofrece “muchísimas posibilidades”.

Dezcallar dejó una reflexión interesante en su intervención, referida a la sobreabundancia de estímulos comunicativos en el presente: “Un pastor del Altiplano que tenga un móvil tiene más información a mano de la que disponía Kennedy durante la crisis de los misiles en 1962”. Y también una predicción poco tranquilizadora de cara al control estatal de las comunicaciones en el futuro: “El 1984 de Orwell se puede quedar muy corto”.

Libros al servicio de su majestad

La novela de espionaje nació como folletín, con gran aceptación popular. Se suele citar El espía, publicada por James Fenimore Cooper en 1821, como el primer título importante. También El enigma de las arenas, firmada por Robert Erskine Childers en 1903, o Los 39 escalones, de John Buchan, que Alfred Hitchcock llevó a la gran pantalla en 1935, iniciando una relación entre la literatura de espías y el cine que alcanzaría su cima con las adaptaciones del James Bond creado literariamente por Ian Fleming. Avanzado el siglo XX, John Le Carré se consagró como maestro del género, con novelas como El espía que surgió del frío, La chica del tambor o El infiltrado.

En España, Domingo Badía, Joan Pujol o Ramón Mercader son ejemplos de espías que legaron escritos sobre la materia o que cuyas trayectorias han sido motivo de publicaciones. Anteriormente, Quevedo o Cervantes protagonizaron episodios en los que su vida como escritores se cruzaba con otra más parecida a lo que sería un agente al servicio de Su Majestad. El autor de las andanzas del buscón don Pablo hubo de desmentir su supuesta participación en la denominada conjuración de Venecia de 1618 caracterizado como un mendigo, y años después fue detenido en relación a labores en los servicios de inteligencia del Imperio español.

A este respecto, el escritor y periodista Fernando Martínez Laínez señaló en las jornadas la existencia de una paradoja en las letras españolas: “La nómina de espías escritores es interminable. Habiendo tenido España ese plantel de enormes escritores espías, es sorprendente que haya tan poca literatura de este género en nuestro país, que aún no llega al de las novelas anglosajonas”.

En la clausura, la periodista y escritora Laura Manzanera recordó a las espías, ya que se trata de un oficio también ejercido por mujeres, muchas veces no reconocido pero que no es “algo moderno”: los fenicios colocaban prostitutas en burdeles para captar secretos. Se refirió a Josefina Bonaparte, “que espió a Napoleón”, o la Condesa de Castiglione, a quien apodaban “la mujer más peligrosa de París”. Manzanera trató de desmontar los arquetipos, “muy polarizados”, que a menudo las encasillan como la femme fatale o la víctima.

La infranqueable barrera del secreto

Uno de los obstáculos que han de salvar quienes escriben novelas ambientadas en el trabajo de los agentes de inteligencia es el carácter secreto de sus actividades. Se puede recurrir a la imaginación o adornar la historia de modo que sea poco reconocible, pero la literatura de espionaje siempre tropieza con la opacidad de la materia prima sobre la que trata.

Y quienes disponen de información de primera mano y podrían contarla están obligados a guardar silencio sine die. Un exagente que quisiera aprovechar la jubilación para publicar sus memorias, por ejemplo, deberá medir lo que en ellas relata o añadir abundantes dosis de inventiva a su biografía. De no hacerlo, el destino de su manuscrito será un cajón.

En España, el encargado de los servicios de inteligencia es el CNI. Creado bajo la dirección de Dezcallar en 2002, como refundación del anterior Centro Superior de Información de la Defensa, este organismo público es, según la Ley 11/2002 de 6 de mayo que lo regula, el responsable de “facilitar al Presidente del Gobierno y al Gobierno de la Nación las informaciones, análisis, estudios o propuestas que permitan prevenir y evitar cualquier peligro, amenaza o agresión contra la independencia o integridad territorial de España, los intereses nacionales y la estabilidad del Estado de derecho y sus instituciones”.

Sin embargo, apenas dos años después de su puesta en marcha sucedió en Madrid el 11 de marzo de 2004. Transcurrida una semana desde el mayor atentado en la historia reciente de España, Dezcallar dimitió en protesta por la desclasificación “parcial y selectiva” de informes del servicio secreto que había llevado a cabo el Ejecutivo de José María Aznar. El objetivo de esa desclasificación, aseguró Dezcallar en 2015 en una entrevista en El País, era culpar al CNI de que el Gobierno hubiera mantenido hasta el último momento, y contra todas las evidencias, la atribución de la autoría a ETA.

Quien en el momento del atentado era el máximo responsable de los servicios de inteligencia del país declaró el 19 de julio de 2004 en la comisión de investigación sobre el 11 de marzo bajo una curiosa premisa, que él mismo se encargó de explicitar al comienzo de su intervención:

“La legislación sobre secretos oficiales, la Ley del CNI, de 2 de mayo de 2002, artículos 5 y 11, y el Código Penal, evidentemente, me obligan a guardar secreto sobre una serie de materias que he conocido por razón de mi cargo y que el Consejo de Ministros no ha desclasificado. En consecuencia, les ruego que tengan en cuenta esta circunstancia, por la situación legalmente un tanto esquizofrénica en la que me encuentro: por una parte, deseo colaborar, deseo contestar a sus preguntas, estoy aquí para ello, y al mismo tiempo tengo unas limitaciones que me afectan a mí pero que también afectan a Sus Señorías, porque todos tenemos que respetar la ley”.

En su artículo 5, la normativa reguladora del CNI especifica que las actividades de este organismo, su organización, estructura interna, medios y procedimientos, personal, instalaciones, bases y centros de datos, fuentes de información y las informaciones o datos que puedan conducir al conocimiento de las anteriores materias constituyen “información clasificada”, con el grado de secreto, de acuerdo con lo dispuesto en la legislación reguladora de los secretos oficiales.

Asimismo, la ley establece en el artículo 11.2 que ni siquiera la Comisión del Congreso de los Diputados que tiene acceso a la información sobre las actividades y funcionamiento del CNI lo hace de manera íntegra, sino sorteando excepciones. Hay, por tanto, zonas del Estado a las que nadie puede mirar ni llegar.

El problema —para quienes escriben novelas sobre espías, pero no solo: se trata también de transparencia y calidad democrática— es que esa legislación referente a los secretos oficiales no fija un plazo para que la materia clasificada deje de serlo. Así, en tanto continúe vigente la ley promulgada en 1968, los secretos oficiales lo serán siempre.

Más ficción que realidad

En noviembre del año pasado llegó a librerías Cenizas de plata y sangre, primera incursión de Almudena de Arteaga (Madrid, 1967) en la literatura de espionaje. Publicada por La Esfera de los Libros, la novela se sitúa en Cádiz en agosto de 1947, cuando una explosión aparentemente accidental destapa un posible atentado llevado a cabo por Irina Swirsky, a quien en el libro da vida Ingrid, una agente doble alemana.

De Arteaga es veterana en la escritura de novela histórica, con títulos publicados como La princesa de Éboli o María de Molina, tres coronas medievales. “Suelo moverme sobre unos pilares muy sólidos que amoldo a mi estilo para inventar la ficción que no está escrita en los archivos —comenta la escritora a El Salto con respecto a su narrativa habitual—. Esto no suele pasar con las novelas de espionaje: de un buen espía jamás se sospecharía que lo es y, además, deja muy poco rastro”. Por eso considera que en una novela de espionaje “hay mucha más ficción que realidad”.

Para escribir Cenizas de plata y sangre topó con la falta de documentación sobre la agente alemana, que le supuso un escollo. Otra dificultad fue “perfilar psicológicamente a la espía que había encontrado, no había ningún documento que hablase de ella, y también tenía que inventarme una tramoya, una vida paralela muy real que consiguiese despistar”.

Desde su experiencia, explica las diferencias que ha encontrado al enfrentarse a este nuevo género: “En la novela histórica voy abriendo puertas que se cierran prácticamente en el siguiente capítulo. Pero en esta he abierto muchas puertas y las he cerrado mucho más tarde, para crear más intriga. He prestado atención al hecho de que el lector no se pierda o no olvide esas puertas abiertas. En la buena novela de espionaje se cierran las puertas en los últimos tres capítulos, no antes”.

Sobre el riesgo de caer en el maniqueísmo y ofrecer un relato simple de buenos contra malos, De Arteaga opina que es conveniente huir del estereotipo: “Nadie se imagina a una espía que lleve un carrito de bebé cargado con bombas”.

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