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Literatura
Gregorio Nogales: “Cuando leí ‘Pascual Duarte’ me dije que tenía que escribir algo diferente”
No ha pisado la universidad, pero “ha visto la vida por más agujeros que tiene una criba”. No forma parte de la corporación letra-herida, pero es culto. Se ha forjado en el trabajo duro, en la escucha atenta, en el compromiso con los iguales. En el compromiso de verdad, el que te complica la vida, el que te compromete.
En sexto curso de primaria tuvo que dejar la escuela y empezó a trabajar en una cantera, en su pueblo, Quintana de la Serena. Y empezó a escribir novelas cuando frisaba los 60 años. Cuando estaba escribiendo la primera, su padre, ya muy mayor, le advertía, oteando sus libretas: “A ver qué vas a poner, que por menos han perdido otros el pellejo”.
Para escribir una novela, decía Juan Marsé, “solo hacen falta dos cosas, tener una buena historia y saber contarla”. Los dos libros que ha escrito Gregorio Nogales hasta la fecha, La vida que otros vivieron y Las huellas del destino, se acogen plenamente a esa pauta, tan sencilla en apariencia y tan exigente en el fondo. Gregorio tiene el duende de la narrativa y lo utiliza para poner en pie un magnífico retrato sobre la Extremadura que nos han hurtado y que está en gran medida por contar, la Extremadura campesina y rebelde del siglo XX, aquella por la que lucharon y perdieron el pellejo muchos de aquellos a los que aludía el padre de nuestro autor con su advertencia, en la que se peleaban el legítimo orgullo de progenitor y el pánico centenario.
Le entrevistamos en Quintana, su pueblo, días después de la publicación de su segunda novela.
Cuando estaba escribiendo su primera novela, su padre, ya muy mayor, le advertía, oteando sus libretas: “A ver qué vas a poner, que por menos han perdido otros el pellejo”
Eres un escritor nada común, de formación autodidacta y que conoce de primera mano el trabajo manual más duro.
Sí, yo nací en 1956 y empecé a trabajar con 13 años en una cantera de Quintana, ganando 50 pesetas al mes. Estuve aprendiendo el oficio y cuando supe manejarme me fui por mi cuenta. En el año 79 vino una mala época y acabé en Cataluña donde trabajé tres años en una fábrica de televisores, la Elbe. El tiempo que estuve allí lo aproveché haciendo lo que realmente quería, enterándome de cómo funcionaban las empresas de construcción, cuáles eran, cuáles consumían granito. Cuando volví me puse como autónomo y durante bastantes años me fue muy bien. Pero en el año 94, después de un descalabro laboral importante que me llevó a la ruina, caí en una profunda depresión y a raíz de eso me entró la esclerosis. Afortunadamente he superado la depresión, que era tres veces peor que la esclerosis. Ahora, aunque a veces tenga alguna crisis o días de bajón, no echo muy en falta lo que es la autonomía personal, no necesito a nadie para moverme. Y así estamos, cobrando una pequeña pensión que me corresponde como autónomo, 768 euros, y viéndolas venir, que ya es bastante.
¿Y de dónde te viene la afición a la escritura, cómo llegas a la literatura?
A mí me ha gustado siempre mucho leer. No he tenido formación académica de ninguna clase. En sexto curso de primaria dejé la escuela y me fui a trabajar, pero he leído mucha literatura clásica, sobre todo española: Baroja, Galdós, Delibes... Del bujaraco de Cela he leído también bastante. La novela histórica me gusta también mucho. Y luego hay mucha novela que prefiero ni abrir, sobre todo de los nuevos que están saliendo, ahora parece que sale un escritor del troncho de un nabo. La última de Pérez Reverte, por ejemplo, de publicidad está muy bien, pero cuando leí cien páginas me di cuenta, esto es una milonga como la copa de un pino.
El primer libro que leí me lo regaló el señorito de turno, con el que mi abuelo estaba trabajando en una huerta: Oliver Twist, ese fue mi primer libro, tenía 14 años. Y luego, por aquella época venían vendiendo por las casas los libros de la Galería del Coleccionista, y mi abuelo me compró La Celestina. Que por cierto, un día estaba leyéndolo tranquilamente y llegó el médico a casa, a ver a mi abuela que estaba pachucha, y cuando me vio me dijo: “Niño, ¿por qué coño estás leyendo esto tú, qué edad tienes tú para leer esto?”. Y le dijo a mi abuelo: “Deje usted al muchacho que con que aprenda las letras ya tiene bastante, no hace falta que estudie más”. Desde entonces, todos los meses me sacaba algún dinerillo para comprar los libros. Y he ido leyendo de todo, especialmente novela e historia. De la Guerra Civil, todo: desde El Campesino a García Oliver, hasta los últimos, Paul Preston, toda la historia de España.
Cuando yo leí ‘Los santos inocentes, de Delibes’, me decía para mí cómo es posible que esta gente viviera de esta manera, sin darme cuenta que mis padres y mis abuelos habían vivido así
Cuando yo leí Los santos inocentes, de Delibes, me decía para mí cómo es posible que esta gente viviera de esta manera, sin darme cuenta que mis padres y mis abuelos habían vivido así. Pero cuando leí Pascual Duarte, de Cela, y él mata a la burra y al perro, me decía: una cosa es que este hombre fuera analfabeto y otra cosa es que fuera un imbécil. Porque entonces el que no tenía una bestia se moría de hambre. O el que no tenía un perro para que le cazara. Y me dije que yo tenía que escribir algo diferente. De todos modos, las referencias de mi escritura son obras como Los Santos Inocentes, pero sobre todo las vivencias y lo que me contó mi abuelo.
La primera novela, La vida que otros vivieron, la escribiste cuando tenías ya 60 años. Pero ¿cuándo empiezas a escribir?
Siempre he escrito alguna poesía y también algún relato corto, que he presentado al concurso que convocaba Una Piedra sobre Otra, la asociación cultural que hay en el pueblo. Pero cuando he empezado a escribir más en serio ha sido hace unos cinco años. Primero poemas, pero después me cansé y me lié con la novela. Una libreta, después otra, y cuando ya tenía tres me dije que le tenía que poner fin como fuera. Tardé 17 meses en escribirla y en este caso tardé casi tanto en escribirla a ordenador como en escribirla a tinta, porque mis nociones de ordenador eran y son muy escasas.
En esta segunda novela ya estás más curtido y habrás tenido menos vacilaciones...
No, aunque cueste de creer las dudas siempre te acompañan. Cuando estaba escribiendo, lo estaba haciendo eufórico de ilusión, pero una vez la di por terminada y la leí a los tres meses por corregir algunas cosas, le cambie algunos adjetivos, algún adverbio, cambie algún sinónimo. A la segunda vez que la leí para ver cómo había quedado después de las correcciones, ya quería cambiar verbos, tiempo de verbos y frases enteras, y a la tercera me dieron ganas de coger todo lo escrito y tirarlo a la lumbre y escribirla de nuevo. Y no es porque considerara que estaba ni mejor ni peor, que para eso están los entendidos y los lectores que son los mayores sabios, sino porque cuando estaba escribiendo mi estado de ánimo lo tenía que ir variando según me exigía cada personaje, y cuando me puse a leerla mi estado psíquico era otro muy diferente, ni mejor ni peor, pero el mío personal, que no tenía que compartir con ningún personaje. Lo que si te puedo asegurar es que todo lo escrito en esas páginas, está hecho con el alma, hasta el punto de que en uno de los capítulos, no voy a decir en cual, tan metido estaba en el relato que se me cayeron las lagrimas con una angustia que me costó unos minutos sobreponerme, lo mismo que en ese mismo momento le estaba pasando a uno de los personajes que estaba relatando.
Las dos novelas que has escrito se sitúan en el primer tercio del siglo XX y en una zona geográfica indeterminada pero que podríamos ubicar en los territorios fronterizos de Andalucía, Extremadura y Castilla La Mancha, entre las comarcas de La Serena y Los Pedroches. Creo que te propones cerrar la trilogía con una tercera novela.
Sí, esa es la idea. La primera de las novelas acababa en el año 1921. Y esta segunda empieza ahí, transcurre durante toda la dictadura de Primo de Rivera y llega hasta justo el 14 de abril de 1931, el día en el que se proclama la República. Si la vida no da tumbos quiero terminar la trilogía contando la historia de estas familias en el transcurso de la Segunda República y hasta el final de la Guerra Civil.
Sin la Iglesia no habría represión. Ellos reparten un moralista en cada casa. La Guardia Civil es una fuerza represora, pero no está a todas horas
Lo que más trabajo me ha costado al escribir esta novela es que, guardando el hilo conductor de mi anterior trabajo, fueran dos relatos diferenciados en la trama argumental para que el lector se haga su cálculo de lugar sin tener que haber leído la anterior. Desde mi humilde opinión lo he conseguido, se pueden leer las dos novelas por separado, y en cada una de ellas las situaciones y circunstancias dan libertad al lector para ubicarlas como mejor le plazca. Pero guardar la equidistancia entre una y otra en todo lo posible no me ha sido fácil.
Pero los acontecimientos históricos son sólo el telón de fondo en la novela porque lo que cuentas fundamentalmente son las tristezas y alegrías de la vida cotidiana, las frustraciones y esperanzas de una comunidad en definitiva. Del mundo campesino que agoniza. En la novela se combina el folletín sentimental y la lucha de clases, algo de lo que hablaba el director de cine Jean Luc Godard a cuenta de su película Todo va bien. Decía: “Pretendía hacer un Love Story, pero de otra manera. Es decir: usted va a ver un film de amor en el que aparecen sus estrellas favoritas, que se aman y se pelean como en todas las películas. Pero nosotros nombramos lo que los separa o los reúne: la lucha de clases”.
Lo que se trata es de reflejar la vida que vivía mucha gente en esa época. Esas situaciones que narro en la novela se han vivido aquí en Quintana hasta el año 65. Esa casa [Gregorio señala un caserón de amplia fachada] tenía 20 criadas, una con 80 años —que es La Palo— que manejaba el cotarro de todo, que era la de confianza. Y niñas, con siete y ocho años, las he visto yo ir de aquí a un kilómetro que está la fuente del Castillejo y traer el agua al cuadril. Y la traían las pobres que abultaba más el cántaro que la criatura. Niñas que estaban arrimadas a las casas para poder comer.
En todo lo narrado hay momentos muy sombríos, pero tampoco falta su punto de ironía que hace la vida más llevadera. La novela trascurre sobre unos valores muy altos de solidaridad, e incluso entre gente de distintas capas sociales, aunque también hay personajes que para mostrar su superioridad echan mano de la soberbia, para manejar a los de estatus inferiores, dándose cuenta al final que su vida ha sido un autentico fracaso y no quedándole más amparo que su propia soledad, aunque para entonces ya es demasiado tarde. Mi pretensión no es catalogar a unos como buenos y a otros como malos, solo vivieron la época que les toco vivir. Unos, con la solidaridad como valor supremo, por aquello de que las miserias y penas compartidas son menos y los otros, porque no sabían hacer otra cosa —porque nadie se lo había enseñado— disponiendo de la dignidad de los demás para mantener la propia. De cualquier manera en las páginas de esta novela intento plasmar cómo los hechos y circunstancias que rodean a cada personaje van trastocando sus vidas, sin encontrar otro fin que el que les marca su propio destino.
En las dos novelas dibujas el mapa de la dominación en el mundo rural. Arriba, “las fuerzas vivas y pudientes” y el “círculo de eminentes mandados”. Los dueños de la tierra y la alta sociedad de la capital, la Guardia Civil, los administradores y manijeros, o la Iglesia, a la que retratas con socarronería.
Sin la Iglesia no habría represión. Ellos reparten un moralista en cada casa. La Guardia Civil es una fuerza represora, pero no está a todas horas. Cuando no está, tienes al moralista al lado y entonces ya está todo el pescado vendido.
Hasta bien avanzados los años 60 la Guardia Civil en estos pueblos era pánico. Verte fumar en el campo en los meses de junio, julio o agosto era paliza segura
Otro de los hallazgos del libro es el retrato del mundo jornalero. Me parece muy significativo, por ejemplo, la frecuencia con la que aparece la represión del rebusco de la bellota o la leña, lo que Víctor Chamorro llamaba “el martirologio bellotero”, que a pesar de su trascendencia en la cotidianidad campesina de Extremadura apenas ha sido tratado en la literatura.
Pero es que esa situación que reflejo en la novela ha pasado aquí y en muchos pueblos, y no solo en los años 20 o 30, sino décadas más tarde. Aquí, en el año 1951, cuando un guardia civil le pega un tiro a un chaval que iba corriendo a por perdigones. Eso ha pasado aquí, en Quintana. Un brigada de la Guardia Civil, se ha echado el fusil a la cara y lo ha matado. Y otros casos, también terribles, como el de Juan Belecuco, que era un hombre mayor, que entró a coger una sandía a un melonar. Lo ha visto el guarda, se ha echado la carabina a la cara y lo ha matado. Sus nietos viven aún. Sería en la década de los 50. ¿Y sabes el premio que le dieron a ese sujeto? Pues le mandaron a la feria de Medina del Campo, que era la feria de ganadería y agricultura más importante que había en toda España. Y ese, el guardia que lo mató se ha muerto de viejo en su casa. Son cosas que no nos gusta hablarlas, pero están ahí. Las cosas no se pueden olvidar a tontas y a locas. Eso lo sabe todo el pueblo.
Hasta bien avanzados los años 60 la Guardia Civil en estos pueblos era pánico. Verte fumar en el campo en los meses de junio, julio o agosto era paliza segura. Y cosas así. Yo tenía cinco años y mi padre estaba de mayoral en una finca que está aquí antes de llegar a la estación y nos quedábamos allí en el chozo, en una majada. Mi madre estaba hablando con los dos guardias civiles a caballo. Dos caballos blancos, me acuerdo perfectamente, son cosas que no se te olvidan en la puñetera vida. Y ha llegado mi padre con dos trampas normales, de cepos que se ponían antes a los pájaros, con los dos pájaros colgando. “Cómo tiene usted vergüenza de presentarme ante mí con los dos pájaros en las trampas”. Se ha bajado uno, le ha cogido las trampas: “Pues no se va a comer usted los pájaros crudos porque no está el día de hoyos, si no se comía usted los pájaros crudos”. Y le ha pegado con los pájaros en la cara. Eso era el pan nuestro de cada día.
Juan Belecuco era un hombre mayor, que entró a coger una sandía a un melonar. El guardia que lo mató se ha muerto de viejo en su casa. Son cosas que no nos gusta hablarlas, pero están ahí. Las cosas no se pueden olvidar a tontas y a locas
Parece que las experiencia de tu pueblo y de tu comarca han sido un nutriente fundamental a la hora de poner en pie la trama y los personajes.
Sí, en muchos sentidos. En Quintana, por ejemplo, ha habido una tradición obrera muy importante, tanto anarquista como socialista. Y a partir de 1934, también comunista. La clase obrera siempre ha mantenido siempre mucho peso social. Aquí hubo gente que, incluso en la dictadura, por desazón no pisó nunca la Hermandad Sindical ni llegó jamás a asistir a la caldereta. La Hermandad Sindical era donde estaba la Casa del Pueblo, que se la incautaron después de la Guerra Civil.
Eso o el hecho de que los cuatro ricos se hayan apoderado de los santos o las historias de los carnavales en el pueblo están muy presente en la novela. En el libro hay una mención expresa a Bruno Fernández García, conocido popularmente como ‘El Bruno’, y se recoge la letra de una murga de las muchas que compuso, que son fruto de su capacidad creadora. A pesar de sus escasos conocimientos en el arte de las letras debió tener una imaginación encomiable para con cuatro palabras ordenadas recoger en ellas todo cuanto fuera reseñable y que quedara en el acerbo popular. Lástima que desapareciera él, y ya todos sus coetáneos, sin haber hecho una recopilación de sus cantares y murgas, de tantos como compuso, porque a buen seguro en ellos estaría recogida buena parte de la historia de nuestro pueblo y de sus habitantes. Por otra parte, la ironía y el humor están muy presentes en las dos novelas, porque no todo eran penas, desgracias y subyugación al poderoso. También tenían sus momentos de ocio y de capricho.
Tú has sido durante toda tu vida y sigues siendo una persona muy comprometida. Durante la Transición, en las luchas de los jornaleros del campo o después en la de los canteros, en la reivindicación de la memoria histórica o en la solidaridad con el pueblo saharahui, asociación a la que perteneces desde hace décadas. Me gustaría terminar pidiéndote un apunte sobre la situación actual. Y recordando a dos personas muy queridas: Vicente Sánchez Cabezas y Paco Farina.
Una simple apostilla: en esto de la dignidad de las personas creo que no hemos avanzado tanto como parece, solo que ahora se ha institucionalizado. Antes eran los grandes terratenientes quienes la manejaban y ahora son las instituciones. Hace un siglo la dignidad de las personas estaba a la altura que la quería poner cualquier poderoso del lugar, y hoy, cien años después de los hechos que trascurren en la novela, miles de personas, sobre todo mujeres y jóvenes, hacen colas en los estamentos correspondiente del Estado para ver si reúnen las condiciones y poder percibir una mísera ayuda, siendo las distintas administraciones, locales, autonómicas o centrales las que con sus normas y baremos ponen a qué altura esta la dignidad de las personas. Como si la miseria y la necesidad de las personas o familias tuvieran que saber algo sobre derechos, normas y baremos.
En esto de la dignidad de las personas creo que no hemos avanzado tanto como parece, solo que ahora se ha institucionalizado. Antes eran los grandes terratenientes quienes la manejaban y ahora son las instituciones
En cuanto a Vicente Sánchez Cabezas —Vicente Farol como le llamamos aquí— yo tuve una relación más que de militante, de amistad, de unión de persona a persona. En su forma de vivir no escatimaba nada con nadie. Nada era suyo, todo era de todo el mundo. Era comercial y su marca de cerveza se vendía porque él regalaba tantas cajas de cerveza como le daba de sí su comisión, así de sencillo. Era una persona espléndida. Escribía poesía, sobre todo, bastante buena. Me decía muchas veces: “Si no lees, no vas a llegar a ningún sitio, siempre serás un engañado”.
Y por último, de Paco Farina puedo decirte que era muy honrado y muy valiente, muy echado pa’lante. Le inhabilitaron como cargo público y le pusieron 250.000 pesetas de multa. Fue cuando ocupamos La Giralda, una finca de 3.000 hectáreas, uno de los grandes latifundios del Duque de Feria que está casi pegando al Valle de la Serena.