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Isabel Díaz Ayuso
Un paseo por el Instituto de Isabel Díaz Ayuso
Nunca tuve una granja en África, al contrario: trabajé un año y pico en un colegio privado del barrio madrileño de El Viso, a un paso de la calle Serrano y a tiro de piedra del Santiago Bernabeu. Aunque ya cerró, parece que en 2017, su nombre ha vuelto a estar de actualidad tras salir a la luz que fue en este centro donde la presidenta de la Comunidad de Madrid cursó el Bachillerato, y la verdad es que no es de extrañar. Denominado pomposamente New Efeso School, incluyendo a la ciudad turca de ilustre pasado filosófico, casi por pura casualidad fonética (sus dueños no conocían ese dato, simplemente les salieron así las siglas, y digo “pomposamente” porque ni era bilingüe ni, que yo recuerde, tenía relación alguna especial con la enseñanza del inglés), se trataba de un tugurio infecto donde, efectivamente, se regalaban las notas a los niños de papá, aunque no tengo constancia de que rigiese sobre el colegio lema alguno como “el que paga manda”, tal como se ha afirmado en la prensa, al menos mientras yo estuve.
Todo era más o menos sucio, pues allí se acogían los vertidos que otros institutos privados habían tirado a la basura o dados por imposibles, como un cementerio nuclear de los residuos de las familias adineradas
Yo iba enchufado, naturalmente, y muy bien enchufado, por lo visto (tuvieron que explicarme dentro hasta cuánto, puesto que era mi tía la que les homologaba el negociete desde un prestigioso instituto público también sito en la calle Serrano). Ya el segundo día me dijeron cómo tenía que vestir e incluso lo inadecuado del monedero que portaba entonces, bordado con una criminal y diminuta hoja de marihuana en su dorso —no he fumado maría en la vida, pero debió parecerme divertido. De esos trabajos sucios dirigidos a adecentar ideológica y indumentariamente al profesorado se encargaba el orientador, dickensiano lacayo semejante al Uriah Heep del David Copperfield pero con gafas. En realidad, todo era más o menos sucio, pues allí se acogían los vertidos que otros institutos privados habían tirado a la basura o dados por imposibles, como un cementerio nuclear de los residuos de las familias adineradas. El director, que cambiaba las palabras como un siniestro Chiquito de la Calzada de la trama Gürtel, obtenía amplia variedad de beneficios de ello, no sólo pecuniarios. Era favor por favor, lo cual implicaba su presencia en las juntas de evaluación para “matizar” las notas. Y su presencia centinela, también, en lo alto del edificio principal para controlar como un panóptico lo que sucedía en las aulas. Estas, por cierto, constituían el colmo del despropósito. Como el colegio se había reciclado de dos edificios de viviendas pegados el uno al otro como las Torres Gemelas, las mesas eran grandes y redondas, como la del Rey Arturo pero sin prosapia ni candelabros, y tenías a un alumno mirando a Cuenca, otro a Finisterre y la mayoría mirándose mutuamente, con varios dándote con cierta insolencia la espalda…
Tales adorables muchachos sabían de sobra que debían aprobar, porque para eso pagaban. Afortunadamente, en selectividad se estrellaban, pero ese contratiempo no impedía que pasasen a formar parte importante de la plantilla de su familia. Algunos de los más pequeños extorsionaban a sus compañeros constantemente. Algunos de los grandes venían a clase por la mañana como una puta cuba. Pocos resultaban simpáticos, como mucho dignos de lástima. No se admitía tácitamente el derecho del profesor a tener libre el día de las oposiciones a la enseñanza pública para tratar de mejorar en la profesión (y en la remuneración y el trato...): te podían hacer la vida aún más imposible en adelante. Los “cuadros docentes”, en suma, andaban acojonados y en vilo por cualquier cosa todo el tiempo, e incluso los más cercanos a dirección sólo sabían transformar su miedo en abuso hacia los disidentes. Todo ello conviviendo juntos incluso en la comida, gran ceremonia de la hipocresía impuesta, porque se trabajaba hasta las cinco de la tarde.
Educación pública
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En fin, para cuando me largué habían introducido tres grandes innovaciones de cara a los padres: una, batas uniformadas para el personal docente, otra, horario ampliado de ocho a ocho, algún sábado por la mañana incluido para vigilancia de los castigados, y, por último, clases de refuerzo en julio. Sueldo el mismo, por supuesto, aunque al menos no había que sufrir frente al armario al despuntar el alba por aquello del “qué me pongo”... Lo único bueno de aquel año laboral fueron ciertos compañeros entrañables, que se permitían hablar del yugo que sufrían, y J. un tipo fuerte y capaz que servía como chico para todo de la dirección del centro y que realmente trabajaba como un mulo para que el pseudo-colegio guardase como poco las apariencias. Recuerdo un día que el pobre casi pierde su empleo porque no pudo evitar soltar una bofetada a un chaval completamente repelente que había llamado “gorda” a su madre delante de él. Bien, no digo —porque no lo sé— que ese sea el modelo que les gusta a los dirigentes de esta nuestra Comunidad, visto que una de sus pupilas está al frente de ella, sólo digo que cosas como esa siguen ahí, como una mancha de pudrición en el sistema educativo, amén de en el sistema laboral en su conjunto. La pregunta es quién o quiénes parecen beneficiarse tanto de la presencia de tales estercoleros de inequidad en la ya rampante desigualdad social actual.