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Palestina
Frente al silencio sobre el genocidio se levantan las tiendas de campaña en la Universidad de Toronto
La actuación de las fuerzas de seguridad desalojando campus universitarios a lo largo y ancho de Estados Unidos vuelve a ser un síntoma inequívoco del virulento sometimiento al que acostumbran enarbolando la falacia del peligro y el orden público. Tratan de hacer una limpieza veloz para que la realidad no alumbre el genocidio que se está cometiendo con el pueblo palestino. Pero esto no solo ocurre en un país donde su líder agasaja continuamente a su socio y quiere convencer al mundo de que se trata de una caza para detener y atrapar a un grupo terrorista y o de que vencer el antisemitismo es su causa. Con torpe ademán disimula la tropelía usando argumentos característicos de una nación sostenida por el capital y la industria armamentista y el despliegue global de la misma.
Prohibido hablar de las víctimas del genocidio
En Gaza amanece la atrocidad y en Occidente nos informan a diario de los escalofriantes y monstruosos datos. Ya van 38,098 personas palestinas asesinadas, entre quienes se encuentran más de 15.000 niños y niñas. Además son 87,705 las personas heridas y quienes están en paradero desconocido. Cifras como espinas del Ministerio de Salud que según las escribo están cambiando drásticamente.
El colmo llegó hace tan solo unos días cuando el pasado 28 de junio la Cámara de Representantes de Estados Unidos aprobó una enmienda vergonzosa para impedir que el Departamento de Estado visibilice las cifras de muertos reportadas, una enmienda de la que se espera la aprobación del Senado para hacerla efectiva. Silenciar es la estrategia repetitiva de los cobardes.
Actuar, no hay más verbo
Negar el genocidio es un empeño mezquino de muchos países. En Europa no estamos a salvo, las propuestas no alcanzan y las únicas acciones verdaderamente coherentes e inmediatas están sucediendo desde las universidades. Solo el estudiantado, además de contados colectivos, están en pie exigiendo que se rompa toda relación con Israel y gritando sin que les tiemble la voz que esto no se puede permitir. Necesitamos intervenir (con Naciones Unidas al frente, el Parlamento Europeo y todos los mecanismos sin excepción) aportando otras medidas más contundentes y condenando sin medias tintas para lograr el fin de la violencia y el fin de la violación de derechos humanos a un estado vapuleado durante décadas. Siendo implacables. Respaldando sin alegorías. Algo así no admite acciones “simbólicas”. Una vez más, las instituciones que supuestamente nos representan no llegan ni por asomo.
“We have not slept since 1948” (“Nosotros no dormimos desde 1948”), dice la primera pancarta que me impacta al llegar a la Universidad de Toronto (Canadá). Hay quienes no permiten, afortunadamente, que la memoria se convierta en una cosa amorfa.
La acampada de Toronto, es un área protegida con vallas metálicas donde más de 150 estudiantes se alojan en tiendas de campaña, una acampada solidaria de las pocas que aún resisten. Un asentamiento que comenzó el 2 de mayo y que acaba de cumplir tres meses con todo tipo de amenazas y dificultades. Es simple, como debería ser, se exige la cancelación de todo trato con Israel: en inversiones y en complicidad. Basta de ocupación y crímenes impunes. Se suman a otras tantas movilizaciones.
Tantos organismos velando por nosotros y nosotras y tienen que rugir con furia finalmente las universidades de todo el mundo para que se haga algo. Jóvenes que se preparan para una vocación o un trabajo con salida, según elecciones personales, sienten que este apartheid ya les suena y no pueden permanecer impasibles. No toleran la violencia y abren los libros de historia para estar por encima las mentiras.
Decenas de turistas pasean por los edificios de estilo gótico sacando fotos y acaban topándose con una estampa que o esquivan o les perturba. Hay de todo, por eso la sociedad se mantiene una y otra vez en precario equilibrio librándose del derrumbe definitivo. Yo era una de esas turistas conociendo Toronto, pero no se me da bien evitar los disparos de los hechos. Ni sé ni quiero.
Como periodista accedo dentro del campus, está cerrado (o más bien salvaguardado) y lo que me cuentan es que la resistencia ha aumentado y son recelosos de dejar entrar a cualquiera. Que no tienen ninguna pretensión de bajar los brazos. Me preguntan dónde publicaré, les digo que en España y que aún no sé el medio, que quizás solo pueda hacer un post en redes sociales. Me permiten tomar algunas fotografías sin que salgan los rostros y les agradezco con gesto tímido ser acción y esperanza contagiosa.
Recordar el asedio y la agresión ahora convertida en genocidio por nuestra quietud es un imperativo: La mayor cárcel al aire libre del mundo ahora es un terrorífico cementerio de cuerpos y escombros, un baile de cifras confusos y afónico. ¿Qué porcentaje de sensibilidad nos queda para que un drama semejante se termine mirando de soslayo? La ira pacífica de las y los estudiantes en las universidades ante una situación insostenible es un vuelco de valentía, criterio y razones que desplaza la oscuridad que hemos asumido. Solo el pensamiento libre y el saberse responsable nos puede sacar de esto.