Insólita Península
Los mallos en tres tiempos

Un viaje en tres tiempos a los Mallos de Riglos (Huesca).

Javier de Frutos
24 nov 2020 06:00

Cada viaje está formado por los viajes anteriores. Si un lugar se visita en diversas ocasiones, las experiencias se van acumulando hasta ofrecer a quien mira un punto de vista donde conviven el presente y los recuerdos.

Mientras contemplaba los mallos de Riglos (Huesca) un lunes del pasado mes de septiembre, pensaba en esas capas que se superponen y en la posibilidad —o tal vez en la imposibilidad— de separarlas. Lo intentaré al menos.

Abril de 2001. Teníamos intención de hacer noche en la ciudad de Huesca pero, por alguna razón que he olvidado, continuamos el viaje hacia el norte por una carretera que, según anochecía, me iba pareciendo cada vez más estrecha. Al final, tuve la impresión de encontrarme en un camino angosto que solo podía terminar en un recodo, tal vez en un claro. Con la noche cerrada, nos detuvimos en la localidad de Murillo de Gállego (Zaragoza) y paseamos por sus calles tratando de avistar esas moles rocosas, los mallos de Riglos, de las que en algún momento habíamos oído hablar. No recuerdo si aquella noche logramos verlos, pero sí conservo en la memoria un cielo limpio, tal vez muy estrellado, sin rastros de destellos de ciudades. A la mañana siguiente, observamos la belleza de los mallos: unas formaciones rocosas con aire de cuento medieval, unos pilares irregulares de tonos ocres, un regalo con el que no contábamos. Fue en un viaje con mis padres.

Julio de 2014. En esa ocasión hicimos noche en la ciudad de Huesca. Allí amanecimos y nos pusimos en marcha para un viaje tranquilo que comenzó en la colegiata de Bolea, continuó con una visita al castillo de Loarre y desembocó, de nuevo, en los mallos. Esta vez, con esa visión del tiempo tan relajada que proporcionan los días de julio, nos acercamos con calma hasta Riglos (Huesca), la localidad situada a los pies de los mallos. Las calles estaban inundadas de escaladores y excursionistas. Todos, con diferentes motivaciones, miraban las paredes verticales que parecían nacer entre las casas del pueblo y se prolongaban hacia el cielo sin ninguna timidez. Era el mediodía de un día claro y cada rincón estaba marcado con los colores de los cascos de escalada, el sonido metálico de los mosquetones y la ligereza de las cuerdas que habrían de soportar el peso ante el abismo. Como me sucede a menudo, me encontré cómodo observando una ceremonia ajena y me pareció el momento de marcharme cuando empecé a sentirme demasiado ajeno a la ceremonia. O puede que tan solo nos marchásemos porque habíamos previsto visitar San Juan de la Peña y terminar el día en Biescas. A fin de cuentas, los días de julio se prolongan, pero no son eternos. Finalizamos aquella jornada viendo el atardecer desde Biescas y escuchando el rumor del río Gállego.

Septiembre de 2020. Bajábamos a Madrid desde los Pirineos y teníamos intención de realizar el tramo Jaca-Huesca por los túneles de Monrepós. Sin embargo, en el último momento, decidimos seguir otro camino. Entre subidas y bajadas, terminamos acompañando durante un buen rato el curso del río Gállego. En un mirador involuntario —una breve explanada junto a la calzada—, detuvimos la marcha y observamos cómo en el cauce del río, al fondo de un pequeño barranco, un grupo de palistas practicaba con sus embarcaciones de remo. Atravesamos Murillo de Gállego, donde recordé aquella lejana noche de 2001, y tomamos la carretera hacia Riglos, donde decidimos tomarnos un descanso. Era un lunes a mediodía. Los flujos del turismo acostumbran a descansar en esa franja horaria. No había casi nadie; los pocos visitantes caminábamos algo desorientados. En el único local que parecía abierto disfrutamos de una comida generosa. Nos acompañaron, con la distancia debida, un grupo entusiasta de seis jubilados catalanes, una pareja de montañeros y dos hombres que charlaban con calma y compartían su comida con un perro. Aconteció entonces el extraño milagro de la sobremesa. Y me pareció que nadie tenía ganas de irse, que cada cual había encontrado la forma de estar a gusto aquella tarde. Todos a los pies de los mallos, esas formaciones verticales y mágicas a las que pienso volver. Fue en un viaje con mis hijos.

Sí, creo que volveré. O al menos regresaré a los mallos de Riglos con el recuerdo o la imaginación. Creo que los lugares que has conocido con tus padres y das a conocer a tus hijos son territorios únicos. Apetece soñar con ellos.

cómo llegar
Sugerencia: merece la pena contemplar los mallos de Riglos desde la cercanía imponente de la localidad de Riglos.
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