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Insólita Península
Instantánea del sol por Antequera
Fui hasta Antequera como quien busca el rescate en una frase: “Que salga el sol por Antequera”. Me encontré una ciudad de casas blancas sobre una vega y bajo la protección de unas montañas calizas de tonos azulados. Fui hasta allí sin más pretensión que detenerme y pensar en el origen y el sentido de esa frase.
El acto combinado de escribir y publicar tiene hoy unas consecuencias radicalmente nuevas. Hasta hace no mucho, un texto publicado en prensa desaparecía al poco tiempo sin apenas dejar rastro. Solo las hemerotecas conservaban la memoria de lo escrito, pero eran lugares recónditos, con libros pesadísimos o microfichas en negativo que emergían a la luz amarillenta de una pantalla. Quien escribía y publicaba podía hacerlo con la relativa tranquilidad de que lo más probable era que sus aciertos y errores corrieran la misma suerte: tendrían una existencia efímera y dormirían invisibles para siempre. Todo eso es pasado. Hoy quien escribe y publica cualquier cosa, por intrascendente y extraviada que sea, puede tener la certeza de que está esculpiendo sobre piedra. Ahí va a quedar para siempre en el infinito mundo virtual. Incluso con comentarios añadidos.
Pensaba esto al darme cuenta de que no he sido capaz de escribir un texto sobre una escultura de un director de cine en una ciudad del norte. Y no he sido capaz porque he constatado que no tenía fuerzas para meterme en ese jardín. Y por un motivo quizá menos evidente: lo que me apetece escribir ahora sobre el asunto no creo que merezca quedar para siempre. No estoy seguro de casi nada.
Para reponerme de tanta incertidumbre y del artículo frustrado, una tarde me detuve en Antequera.
Fui hasta allí como quien busca el rescate en una frase: “Que salga el sol por Antequera”. Me encontré una ciudad de casas blancas sobre una vega y bajo la protección de unas montañas calizas de tonos azulados. Fui hasta allí sin más pretensión que detenerme y pensar en el origen y el sentido de esa frase.
Según lo publicado en el ciberespacio, a un golpe de clic —atractivo y temible—, existen al menos tres hipótesis documentadas sobre el asunto. La frase “salga el sol por Antequera y póngase por donde Dios quiera” podría haber sido pronunciada en un campamento de los Reyes Católicos en las inmediaciones de Granada (hipótesis de José María Iribarren, 1996) y tendría un sentido irónico dado que Antequera está situada a poniente respecto a Granada. De acuerdo con la versión del Diccionario del Español Actual (1999) de Manuel Seco, Olimpia Andrés y Gabino Ramos, se trata de “una fórmula que sigue a la mención de un propósito o un hecho para indicar que no importan sus consecuencias” y su origen puede hallarse en una leyenda que sitúa al infante Fernando indeciso respecto a qué plaza conquistar. Una joven se le apareció y le dijo: “Salga el sol por Antequera y sea lo que Dios quiera”. Por último, otra versión ubica la frase en la corte granadina a punto de caer, donde el sultán pudo aludir al sol de Antequera para pedir a sus soldados que lucharan a la desesperada.
Las tres hipótesis coinciden en que la frase expresa la determinación para llevar a cabo una acción, pero no queda tan claro si coinciden en qué hacer con las consecuencias de esa acción: ¿se afrontan con ironía?, ¿no importan?, ¿son inevitables en cualquier caso? O quizá han de unirse las tres posibilidades: no importan demasiado, han de afrontarse con ironía y son, en cierto modo, inevitables.
Pensaba en estos asuntos deambulando bajo el sol de Antequera a esa hora de la tarde en la que la salida de los colegios y el fin de algunas jornadas laborales decretan un estado de tregua. Los niños juegan y corren, el tiempo queda en suspenso, por primera vez no hay prisa.
Ese estado merece ser contemplado a las cinco de la tarde de un día de primavera en la plazuela situada delante de la parroquia de la Santísima Trinidad. Una pelota retumbaba ligera, las mochilas quedaban esparcidas por el suelo y las voces que pedían más tiempo para jugar se confundían con las que se veían en la obligación de dar alguna instrucción más o menos educativa.
En un lateral de ese espacio mágico, me llamó la atención la imagen pintada sobre azulejos de Jesús del Rescate, coronado de espinas, con la mirada extenuada. Y me quedé pensando en si el nombre del lugar, plazuela de Jesús del Rescate, contenía algún sentido añadido a la breve visita a Antequera, a su sol y a su frase. Porque, recordaba, me había detenido allí como quien busca el rescate.
Crucé la calle y me despedí con un café contundente en el bar Paco Torres, donde a esas horas del sesteo solo habitaban su dueño y un hombre paciente que trataba de desentrañar los designios de la suerte en una tragaperras.
No sé si averigüé algo del sol de Antequera. Pero quise pensar que no era mala idea esa mezcla de determinación e incertidumbre, de arrojo e ironía. Agradecí el café y me despedí. “Vaya usted con Dios”, escuché.