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Insólita Península
Fernando el Católico contempla su paseo
¿De verdad Fernando el Católico tenía que medir más de cinco metros? ¿Existía alguna razón plausible para rendir homenaje a Carrero Blanco?
Paseaba sin rumbo por Zaragoza cuando me di de bruces con una estatua de grandes dimensiones que no guardaba proporción con el entorno. Pronto entendí que la grandilocuencia de la escultura, su mirada hacia un horizonte trascendente y su grisura terminarían en esta página. Fernando el Católico, en versión bronce, se alza sobre un pedestal inmenso en mitad del paseo Fernando el Católico de Zaragoza, cuando esta calle ancha y arbolada se encuentra con la plaza de San Francisco. Parece un Gulliver solidificado. A su alrededor, las gentes caminan y se diría que lo esquivan. Imagino que están acostumbrados a su presencia. A quien lo observa por primera vez le cuesta acostumbrarse.
Poco a poco, tuve la impresión de que la puesta en escena me resultaba familiar. De que la piedra que elevaba la estatua la había visto en otro sitio, de que aquel exceso no me era ajeno. La centralidad de la obra en un espacio público, su voluntad de definir el terreno. Entendí que me encontraba ante los síntomas de una estatuaria que te asalta donde menos te lo esperas, una estética reconocible. Cuando consulté el origen del monumento, resultó ser una creación de Juan de Ávalos inaugurada en 1969.
Las obras de Juan de Ávalos aparecen diseminadas por la geografía española, en lugares, con frecuencia, estratégicos e inevitables. Salir de Madrid atravesando la sierra de Guadarrama significa pasarse cerca de una hora intentando no mirar la cruz del Valle de los Caídos, cuyo basamento está compuesto por un grupo escultórico obra de Juan de Ávalos. Pasear por la calle Bailén de Madrid supone extrañarse ante una estatua de Juan Pablo II, obra de Juan de Ávalos, en la que el difunto Papa parece a punto de echarse a volar. Dejar pasar la tarde en Santoña, junto a la ría, es una invitación a mirar fijamente el agua y el monte, porque, si uno tiene la tentación de darse la vuelta, se encontrará con un monumento a Carrero Blanco, obra de Juan de Ávalos.
Existen otros muchos ejemplos en la Península. Los que conozco tienen en común que los personajes homenajeados se sitúan muy por encima de las personas que por allí pasean y que todos los elementos conspiran para empequeñecer al observador, para que se sienta algo acongojado. Aunque, en realidad, ahora, en este tiempo de feliz democracia, todo ese gigantismo de las obras de Ávalos ha quedo fuera de foco. Incluso sus admiradores intuirán un problema de escala en sus obras. ¿Era necesario que los evangelistas sostuvieran la cruz más grande del mundo? ¿De verdad Fernando el Católico tenía que medir más de cinco metros? ¿Existía alguna razón plausible para rendir homenaje a Carrero Blanco?
Para sublevarme levemente contra el tiempo en que algunos quisieron que la estética de Ávalos fuera la estética de un país, decidí sentarme junto a un banco próximo a la estatua de Fernando el Católico y mirar hacia cualquier sitio menos a la propia estatua. Entonces aprecié el discurrir de los tranvías y el deambular de las bicicletas. Y espié con pudor las múltiples formas que ofrece un paseo vespertino: familias, gentes solas con prisa y sin prisa, caras ensimismadas que sonríen mirando un móvil, niños que comen pizzas, parejas del brazo, grupos de jóvenes y un hombre con un vaso de plástico que pide unas monedas. Y allí seguía Fernando el Católico, joven y sonriente, con la mirada fría y fija en un destino que imagino providencial para él y para la patria.
Llevando un poco más allá la breve sublevación, intenté averiguar si alguno de los paseantes se refería a la estatua. No tuve éxito. En cambio, capturé la frase de un encuentro: “Pero si estás igual. Pero si tienes la misma cara… el chiquillo que veía yo en la replaceta. No has cambiado nada”. Y, no sé si llevado por una sugestión forzada o deseoso de encontrar un final, pensé que la frase podría referirse al propio Fernando el Católico, que la verdad es que está igual que hace más de 500 años, tiene la misma cara, ese rostro aniñado y trascendente con el que lo imaginó Juan de Ávalos. No ha cambiado nada.
Decidí que era el momento de irme. El hombre que pedía unas monedas me miró como si formáramos parte de un gremio, el de los que no pasean y están rodeados de paseantes. Un gremio en el que, sin duda, reina y reinará la estatua de Fernando el Católico.
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En estos días, en los que el debate sobre la memoria histórica de cada país o región se ha trasladado a las estatuas del lugar, la que el autor del artículo nos trae, efectivamente, es un verdadero espanto. Obra de un escultor que hizo cosas como esta por varios lugares del país durante el franquismo. Fernando el católico es un personaje de la historia, nacido en Sos, Zaragoza, que a día de hoy, y más en esa mamotrética figura, no tiene méritos para tener un monumento, pues benefició a los nobles que exprimían a los sufridos campesinos. Esto de poner estatuas de reyes y similares fue costumbre más bien decimonónica, rescatada por el franquismo que con ello decoró ciudades y espacios públicos con personajes de tiempos pasados no precisamente caracterizados por valores de respeto a la sociedad, sino al privilegio de oligarquías de explotadores.
Merecería una estatua en este lugar, por ejemplo, José Antonio Labordeta, no de 5 metros sino algo más de dos metros, en un estilo a la que figura en el paseo de Recoletos de Madrid dedicada a Valle Inclán: pedestal bajo, estatua de visión directa, la tienes enfrente y no subida a un elevado cubo. Una gran persona a la que puedes ver y recordar sus valores y aportaciones. Zaragoza ha tenido gentes que han destacado por valores defendibles. Y esta es la cuestión: qué valores, qué destacados personajes públicos son los ensalzados. Mejor Labordeta que el rey Fernando II de Aragón.
Gracias por el artículo, buena descripción y muy oportuno.