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Insólita Península
El motel abandonado de Burgos donde estuvo el yate de Franco
Primer capítulo de la serie Insólita Península en el antiguo motel y el asador en el que estuvo un tiempo expuesto el yate de Franco 'Azor'.
En el kilómetro 221 de la carretera de Burgos (A-1, según la nomenclatura aséptica), un emprendedor tuvo a finales del siglo pasado la extraña idea de construir una suerte de motel temático en torno al Azor, el barco de Franco. Lo visité hace unos años (en 2009 o 2010), cuando aquella idea había caducado y el barco en cuestión languidecía agrietado, un fetiche para curiosos varado en un páramo. El motel Azor estaba cerrado y ni el más optimista podía imaginar que fueran a abrirlo algún día. Solo permanecía con vida en el entorno un asador de grandes proporciones, un clásico de lechazo y fin de semana, ajeno a la retórica nostálgica del Azor y su motel.
Luego supe que un artista había comprado el Azor, lo había empaquetado y, convertido en instalación, el barco había viajado y tomado parte en exposiciones en torno a la memoria y la simbología franquista. La obra de Fernando Sánchez Castillo (Madrid, 1970), en la que el barco aparecía prensado en una serie de cubos, fue expuesta por primera vez en el Matadero de Madrid en el invierno de 2012 con el título de “Síndrome de Guernica”.
Con semejantes datos, este año quise averiguar qué había sido del motel y del asador, de aquella promesa indefinida de área de servicio. Algunas noticias daban cuenta de que el motel estaba abandonado y de que el asador no había corrido mejor suerte. Viajeros que retratan sus hallazgos se fotografiaban junto al cartel ruinoso del Motel Azor. Lo insólito muere, pero tal vez muere de forma insólita. En definitiva, intuí que era el momento de volver.
Lunes, 30 de enero de 2017. Mediodía
Hasta el motel desvencijado llega el rumor de la autovía. Detrás, las palas de unos molinos de viento contemporáneos se agitan silenciosas. Todas las habitaciones son iguales y todas han sufrido el mismo destino. En el breve pasillo de entrada, las puertas del armario han desaparecido. En el cuarto de baño, permanecen la bañera y el bidé, pero se han llevado el lavabo. No queda nada en el dormitorio: suelo de falsa madera, cables, polvo y la sombra del radiador ausente bajo la ventana.Sobreviven los tonos pastel de las paredes, donde cabe apreciar la voluntad de quien imaginó un retiro ocasional en este lugar y se entretuvo en elegir tonos distintos para cada habitación. Al tomar una ligera distancia del edificio del motel, aparecen restos de televisiones panzudas de escasas pulgadas. Morralla abandonada al final del expurgo cuando alguien juzgó imposible colocar aquellos viejos aparatos.
Donde estuvo el Azor crece la hierba. Apenas se intuyen los anclajes que sostuvieron el barco. A su alrededor, el aparcamiento y lo que tal vez quiso ser un pequeño jardín están puntuados de barro, cristales, cajas de Mahou y colchones despanzurrados. Lo único con vida son los ladridos de los perros en la lejanía.
Ha llegado el momento de abandonar el lugar, pero no me resisto a entrar en el asador. A la izquierda, un mostrador inmenso custodia la sala espaciosa. A la derecha, las ventanas destrozadas dejan entrever el barco desaparecido y los restos del motel. Crujen en el suelo las cartas de vino plastificadas. En el cielo del edificio, colgados, quedan los restos de un amago de museo de la labranza. Anoto los nombres que conozco y pronto me doy cuenta de los que ignoro. Así que le pido a mi padre que entre en el local y me ayude a descifrar para qué servía todo aquello. Lo hace con la incomodidad de quien recela de un lugar ajeno y con la distancia de quien conoció en sus veranos de infancia todos esos instrumentos que son ahora objeto de exposición: un ubio (yugo) para las mulas, un arado no muy distinto al que empleaban los romanos, una arana para rastrillar la tierra y una caniza para recoger la mies ya trillada. El frío seco y los yugos colgados son la última imagen de la visita.
Ahora, al terminar estas líneas que intentan capturar un momento, pienso que tal vez el momento de imposible captura se encuentra en un verano de los años cincuenta, cuando el Azor surcaba el Mediterráneo y mi padre iba montado sobre un trillo tirado por un par de mulas, dando vueltas en círculo a la era para separar los granos de la paja. Los trillos son hoy fetiches de casa rural o de asador —incluso fetiches abandonados— y el Azor, chatarra empaquetada.
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El lugar me encantó pero fuimos a comer lechazo y nos decepcionó.
Según me comentaban el otro día, el asador y unas naves aledañas han sido vendidas a un empresa que lo utiliza como almecen de materiales. Todo ese espacio en un lugar muy lúgubre y desalmado.
Más interesante sería contar la historia de como llego el Azor a Burgod