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Insólita Península
Crónica de un paseo
Alcanzamos el banco de piedra, origen y final de nuestro paseo. Nos entretuvimos en escuchar el ruido de los cencerros, los mugidos cercanos de unas vacas y el silencio. Algunos vecinos de Helechosa nos saludaban al pasar.
Esta es la crónica de un paseo. Quiere ser también el relato de un viaje familiar que tuvo lugar un domingo de otoño de 2020.
Llegamos a Helechosa de los Montes (Badajoz) a mediodía. Atravesamos el pueblo por sus calles sinuosas y fuimos a dar con un camino de tierra que nos condujo hasta un banco de piedra. De acuerdo con el mapa que había consultado, aquel banco quedaba situado ante el embalse de Cíjara. Pero resultó que las aguas del embalse estaban bastante menguadas y, ante el banco de piedra, en lugar de una masa de agua, encontramos una pradera de un verde muy vivo en la que pastaba un rebaño de ovejas.
Helechosa de los Montes está situada en el extremo nororiental de la provincia de Badajoz. Entre los rasgos distintivos de la localidad destaca su situación ante el embalse de Cíjara, realizado en el Plan Badajoz. En el NO-DO del 15 de octubre de 1956 pueden verse unas imágenes que recogen el momento de su inauguración. De modo que, frente a Helechosa de los Montes, según el mapa que consulté, queda el embalse y, en mitad del embalse, una isla llamada Solana de la Dehesa.
Con lo que había leído sobre el lugar, intuí que para llegar a la isla de la Solana de la Dehesa era necesario utilizar alguna embarcación. Pero el domingo de otoño en el que aconteció el paseo que aquí recuerdo no divisé ninguna embarcación, sino tan solo un espacio abierto, verde y rojizo, regado por un riachuelo. Un espacio, en definitiva, por el que se podía caminar con el único riesgo de terminar algo embarrado.
Así que comenzamos nuestra caminata. Dejamos a la derecha un pequeño bosque de eucaliptos, salpicado de jara y de romero, y nos adentramos en las entrañas del embalse. No lo hicimos solos. Nos acompañó un gato: una cría de tonos anaranjados a la que bautizamos como Montañero.
Al llegar a la isla, observamos a lo lejos Helechosa: una sucesión de casas blancas, una población inmersa en el paisaje, fundida con la tierra en aparente armoníaAscendimos un pequeño montículo y lo descendimos para acercarnos a las aguas. A izquierda y derecha quedaban dos orillas del embalse, pero, en el centro, el camino de tierra rojiza permanecía expedito hasta la isla. Seguimos caminando. Nuestra trayectoria dibujaba una línea recta en dirección noreste. Calculo que desde el banco de piedra hasta la isla había algo más de un kilómetro. Montañero nos seguía cada vez con más confianza, como si fuera la primera vez en la que se atrevía a llegar hasta el otro lado.
Avanzamos sin prisa. Los nubarrones que se divisaban al este me recordaron unos versos del escritor extremeño Luis Chamizo: “Bruñó los recios nubarrones pardos / la lus del sol que s’agachó en un cerro”. Es el comienzo de un poema titulado “La Nacencia”, publicado en su libro El miajón de los castúos (1921). Aunque, para ser exactos, las nubes bajas que se iban oscureciendo me recordaron a esos versos interpretados por el cantante José Juan. Si quien está leyendo estas líneas no conoce esa canción, le recomiendo que la busque y la disfrute; la encontrará en algún lugar del ciberespacio: “La Nacencia”, interpretada por José Juan.
Al llegar a la isla, observamos a lo lejos Helechosa: una sucesión de casas blancas, una población inmersa en el paisaje, fundida con la tierra en aparente armonía. Entonces, Montañero se entretuvo en el primer desnivel de la isla y dudó. Parecía dispuesto a quedarse allí para seguir explorando. Dudó de nuevo. Su silueta se confundía entre los arbustos. Siguió dudando.
Cuando emprendimos el camino de regreso, vimos que Montañero, a algunos metros de distancia, había decidido acompañarnos. Sus huellas quedaban impresas sobre el barro, confundidas entre las huellas de otros animales que no hacía demasiado tiempo que habían seguido el mismo recorrido.
Alcanzamos el banco de piedra, origen y final de nuestro paseo. Nos entretuvimos en escuchar el ruido de los cencerros, los mugidos cercanos de unas vacas y el silencio. Algunos vecinos de Helechosa nos saludaban al pasar. Aquel banco de piedra parecía el hito de un paseo habitual, un recorrido frecuentado con calma.
Entre el paseo y el gusto por no hacer nada especial, la tarde había ido avanzado. Así que nos despedimos de Montañero e iniciamos el camino de vuelta, ya en coche, por las enrevesadas calles de Helechosa. Me fijé en algunas fachadas y en el nombre de las calles. Y me pareció una hermosa casualidad que una de ellas se llamara Luis Chamizo.
Nos alejamos de Helechosa, del embalse de Cíjara, de Montañero, de las encinas. Y me acompañan hoy, de nuevo, al evocar el paseo, los versos de Luis Chamizo, los nubarrones pardos “sobre las jaras y los brezos”.
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Javier de Frutos, gracias por contarnos trocitos entrañables de la España rural.