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Insólita Península
A las puertas de una casa
La acumulación de detalles ornamentales en la fachada de la Casa Rame, que en ningún momento llegaba a ser recargada, me recordó la de tantas casas del Mediterráneo en las que alguien quiso dejar una impronta estética e integrar la construcción en la placidez de una tarde de siesta, en la que suenan las chicharras y huele a pino.
El exceso de información, los mapas satelitales y los millones de imágenes disponibles de lugares del mundo —por recónditos que estos sean— han puesto en entredicho la idea del misterio, del descubrimiento. Hace no demasiado tiempo, la perspectiva de un viaje suponía adentrarse en un territorio desconocido, un espacio por explorar ante el cual el viajero solo disponía de lo que otros le contaron, de lo leído en algún libro y de lo visto en las imágenes más clásicas del lugar.
Con esas referencias, cada cual se formaba una idea aproximada de lo que iba a contemplar. Llegar al destino suponía contrastar el lugar imaginado con el lugar contemplado. Y, en ese primer momento, en esa primera observación, se desvelaba el misterio —o parte de él—. Ese momento tan frágil se ha perdido, a no ser que se busque de forma deliberada. Buscarlo significa tratar de no saber demasiado sobre el lugar al que se viaja y, sobre todo, evitar las consultas rápidas que ofrecen las pantallas. Supone, en definitiva, andar preocupado por evitar la saturación de información previa. No es fácil.
Cabe, no obstante, una segunda posibilidad para restaurar el misterio: viajar sin destino preestablecido, detenerse en un lugar del que poco se sabe y pasear. En este segundo caso, el misterio no reside en comparar con lo imaginado previamente, sino en apreciar con ojos limpios lo que surge por primera vez, lo que ni siquiera se ha imaginado.
A esta segunda opción, la del viaje improvisado, me dediqué una tarde del verano de 2019. Casi al azar, me dejé caer por la localidad de Vélez-Rubio (Almería) a la hora de una sobremesa calurosa en la que las calles estaban vacías. Solo las calles, porque, al intentar entrar en un restaurante del centro, descubrí que buena parte de los lugareños estaban allí concentrados en comidas copiosas, y supe también que celebraban una fiesta local que los mantenía reunidos y con planes para pasar el día. Como no era cuestión de entrometerse en esos encuentros veraniegos, seguí caminando y, de pronto, me detuve al final de una calle en cuesta ante la visión de una casa rotunda, de formas ligeras, con un aire italiano.
Componían el edificio cuatro plantas de tonos ocres, con balcones oxidados pero intactos y ventanales de madera estilizados rematados en arcos. En la planta superior, un alero aligeraba el conjunto y le otorgaba ese aire que me pareció italiano o italianizante. La acumulación de detalles ornamentales en la fachada, que en ningún momento llegaba a ser recargada, me recordó la de tantas casas del Mediterráneo en las que alguien quiso dejar una impronta estética e integrar la construcción en la placidez de una tarde de siesta, en la que suenan las chicharras y huele a pino.
Junto a la puerta de madera, un cartel indicaba que se trataba de una “casa reconstruida en 1904 (Historicista-Modernista)”.
Seguí deambulando mientras pensaba en cómo sería el interior de esa casa que me pareció deshabitada, tal vez a la espera, un siglo después, de una nueva restauración que conservase su aspecto original y los añadidos de la reconstrucción de principios del siglo XX. Seguí dejándome llevar por el interior desconocido y recordé entonces una definición de la arquitectura: “El vacío que la llena”. Ahora, mientras lo escribo, no he podido evitar indagar en la autoría y la exactitud de esa cita recordada. Y lo que he encontrado son estas líneas en un blog sobre arquitectura: “Modela una vasija con arcilla. Del vacío del cuenco depende su utilidad. Abre puertas y ventanas en las paredes de un hogar; del vacío de las aberturas nace la utilidad del hogar, el vacío nos permite habitarla”. Se trata de una cita atribuida a Lao-Tse (siglo VI a. C.).
Aquella tarde de verano, di una vuelta a la casa y, vista de espaldas, me pareció aún más interesante: había quedado rodeada por un edificio alto de ladrillos, una casa a medio construir —con pilares al aire— y un jardín frondoso y abandonado. Entre todo el conjunto, la construcción de cuatro plantas seguía reclamando un espacio propio.
Al término del breve paseo por Vélez-Rubio, supe que el edificio, situado en la carrera del Carmen, es conocido como Casa Rame y que fue construido en la segunda mitad del siglo XIX y restaurado a principios del XX. Lo leí en un artículo del Ideal que daba cuenta de los pormenores de la nueva rehabilitación prevista para la casa.
En todo caso, de aquel viaje improvisado permanece, sobre todo, el recuerdo de una fachada, del interior desconocido de una casa, del vacío que la llena, del misterio que la habita.
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Buenas tardes..... Soy descendiente de la familia que tiene esta casa os dejo un enlace si queréis ver el interior:
https://www.idealista.com/inmueble/91751897/