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Insólita Península
Carabassí: 900 metros de costa sin tocar
El alba en la playa del Carabassí está habitado por pescadores que tal vez no se han acostado y por discretos paseantes descalzos con gafas de sol.
Apreciadas chicharras invisibles que os ocultáis entre las dunas. Os informo de que las obras avanzan a buen ritmo. Aquel curioso delirio que comenzó en los años 60 del siglo pasado continúa su camino. Seguimos construyendo. Seguimos diciendo aquello de “antes aquí no había nada” mientras observamos lo que hay ahora: apartamentos, torrenteras asfaltadas, patios de cemento y calles diminutas en las que se celebra que corra el aire.
Y, a pesar de todo, a pesar de todos, el mar Mediterráneo y su luz, la brisa húmeda con olor a pino, el jazmín nocturno y el bullicio festivo de una calle en la que un niño aprende a montar en bicicleta convierten en único este lugar. Y dan ganas de quedarse para siempre o de volver siempre. De borrar cualquier atisbo de sarcasmo. O al menos de seguir viajando a esta tierra por placer. Eso que el diccionario llama turismo.
Las chicharras a las que hoy evoco viven entre las dunas del Carabassí, una línea de costa sin tocar de 900 metros en la provincia de Alicante, una rareza. Un fenómeno que permanece entre Santa Pola y Los Arenales del Sol (Elche), y al que me dirigí una mañana con el fin de admirar la postal viviente que todo turista venera: el amanecer.
Apreciadas chicharras, os decía, las primeras luces del Carabassí, en los días de ligera bruma, tienen una coloración rosácea y el sol tarda en aparecer. Cuando lo hace, parece un astro lejano que no necesitara hacerse demasiado presente. En realidad, cada rincón está ya encendido. Cuando por fin emerge la circunferencia anaranjada en el horizonte, los contornos se dibujan claros, muy claros. A las 7.30h el día ha quedado instalado y solo espera la rutina de los veraneantes.
El alba en la playa del Carabassí está habitado por pescadores que tal vez no se han acostado y por discretos paseantes descalzos con gafas de sol. Según avanzan los minutos y la claridad, surgen caminantes con propósitos deportivos y bañistas desnudos llegados desde el norte de Europa. Uno de estos nadadores felices me saluda al salir a la orilla como si en efecto nos hubiéramos encontrado en el paraíso. Le devuelvo el saludo preguntándome si sería oportuno iniciar una conversación y qué tipo de conversación resultaría oportuna. Tal vez algo ligero sobre la desnudez, lo insondable del mar y la extranjería. Con buen criterio, no nos decimos nada.
Para empaparme de la flora y la fauna de este espacio de alto valor ecológico, intento perderme entre las dunas. Descubro un conejo huidizo entre árboles con formas caprichosas creadas por el viento y plantas que asemejan a algas varadas en tierra. Además del soniquete de las chicharras y del chasquido de las olas que rompen, cada poco tiempo quiebra el aire el ruido de un avión que despega del aeropuerto de El Altet. No cuesta imaginar una leva de veraneantes somnolientos que regresan a sus casas cubiertos de sol y de proyectos. ¿Retirarse aquí? ¿Por qué no? Caminar junto al mar una mañana soleada de febrero. Sepia y vino blanco. Buganvillas. Visite nuestro piso piloto.
El aeropuerto de El Altet acaba de cumplir cincuenta años. Los estudios dicen que la urbanización supera ya el 60% de la línea de costa en la provincia de Alicante. Y el buscador de experiencias auténticas, de paisajes intocados, no puede sustraerse entre las dunas del Carabassí a la visión de los edificios de Los Arenales del Sol, a la omnipresencia del ladrillo al norte y al sur.
Apreciadas chicharras, me despido. Eso sí, me permito informaros del nuevo mantra que recorre las ondas: “La crisis ha terminado”. Se avecina una nueva fiesta. Disfrutad de las dunas. Y soportad con resignación a quienes no comprendemos el significado último de esas cinco palabras: antes aquí no había nada. Eso solo lo sabe quien lo vivió.