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Veganismo
Un McVegan, por favor
Ni moda, ni forma de consumo, ni estilo de vida. El veganismo es un posicionamiento ético frente a una injusticia y, en consecuencia, ha de reivindicar su naturaleza política.
El último informe The Green Revolution, publicado por la consultora Lantern el pasado mes de diciembre, arrojó un dato revelador: en los dos últimos años, la denominada población veggie ha aumentado un 27% hasta rozar el 10% del total de los ciudadanos españoles. Un segmento en el que el estudio incluía a personas veganas o vegetarianas, pero también a “ese grupo cada vez mayor de personas flexitarianas o incluso reducetarianas” que reducen activamente su consumo de productos de origen animal, ya sea por el bienestar de los animales, algo que preocupa al 94% de los españoles, por conciencia medioambiental o por cuestiones de salud.
Más allá de neologismos, parece un hecho que el veganismo gana terreno a escala global. Los supermercados se llenan de productos 100% vegetales en los pasillos de alimentación y cosméticos. Las tiendas y restaurantes veganos se multiplican en el centro de las grandes ciudades. Y los que no lo son incorporan poco a poco a sus cartas opciones libres de productos de origen animal, a sabiendas de que existe un nicho de mercado que los demanda. Incluso la industria de la moda toma buena nota de que cada vez más ciudadanos prescinden de la piel para vestirse. Algo está cambiando.
Lo que podría entenderse como una noticia positiva para los animales encierra, sin embargo, un importante riesgo que a menudo queda relegado a un plano secundario: la posibilidad de que el veganismo termine siendo engullido por el capitalismo, especialista en apropiarse de todo movimiento que cuestione los cimientos del sistema para, posteriormente, venderlo desvirtuado y desprovisto de todo contenido ideológico. Disfrazado de tendencia de consumo, opción personal, moda efímera o estilo de vida propio de las nuevas generaciones de urbanitas. Algo empaquetado y listo para ser adquirido. Una mercantilización de la que, en buena parte, informes como The Green Revolution o la omnipresencia de productos con el sello «vegan» dan buena cuenta: el ejemplo más claro es la puesta a la venta, en los países en los que el veganismo tiene una mayor penetración, de la hamburguesa vegetal por parte de McDonalds, el McVegan: un auténtico fenómeno de ventas que no tardará en llegar a nuestro país, donde ya se ha generalizado la venta de la hamburguesa vegetal de Burger King: el Rebel Whopper.
Habrá quien se pregunte, ¿qué puede tener de malo que sean cada vez más las opciones veganas? ¿No redundará eso en que personas que potencialmente podrían dar el paso hacia un consumo libre de productos de origen animal lo tengan aún más fácil y, por ende, se acabe reduciendo el sufrimiento y la injusticia? La realidad apunta en otra dirección: el auge del veganismo no se está traduciendo en una menor explotación animal. Más bien al contrario: el consumo de carne o pescado no para de crecer en todo el planeta, según certifican organismos como la FAO. Tampoco la supuesta «fiebre vegana» está contribuyendo a un mundo más justo y sostenible: buena parte de las empresas que lanzan productos 100% vegetales con la falsa premisa de que son más sanos y sostenibles se lucran del trabajo en condiciones miserables para los seres humanos en países remotos o contribuyen activamente a destruir el planeta, cuando no participan directamente de la propia explotación animal con otras líneas de producto diferentes.
Comprar sin cuestionar
Hoy, más que nunca, es necesario recordar que el veganismo no es una forma de comer ni de vestirse. Ni siquiera una manera de consumir, sino la puesta en práctica de un planteamiento ético, el antiespecismo, que lucha contra una opresión real que se cobra la vida de 2.000 animales cada segundo tras toda una vida de sufrimiento. La materialización de un urgente cambio de paradigma global que revise nuestra manera de relacionarnos con el resto de seres sintientes que habitan el planeta: desde el respeto, y no desde la explotación. Desde la empatía, y no desde el abuso.
Es, por tanto, un posicionamiento político y una forma de resistencia en tanto en cuanto busca terminar con una injusticia. Y como tal, es transversal y está estrechamente ligado a las diferentes luchas contra otras formas de opresión, llámense machismo, clasismo, racismo u homofobia. Luchas que, dicho sea de paso, en su momento también fueron tildadas de extremistas y radicales por contravenir ideas profundamente arraigadas en la sociedad y convenientes para las élites dominantes.
El veganismo pasa, pues, por el ámbito personal, pero también por la organización colectiva y de la mano de otras luchas sociales, y no por el individualismo nihilista y de poso neoliberal que parece estar ganando terreno y copando un ingente número de titulares en los medios. Porque si bien es cierto que consumir de una u otra forma es, de por sí, un acto político poderoso, dejar de comprar productos de origen animal no resulta suficiente por sí sólo para erradicar una injusticia que forma parte inherente del propio sistema.
De poco servirá dar el paso al veganismo si al mismo tiempo continuamos alimentando la insaciable maquinaria que, siguiendo la lógica capitalista, explota tanto a animales humanos como no humanos. Será del todo contraproducente adquirir productos manufacturados en la otra punta del globo por el mero hecho de no estar compuestos de productos de origen animal si obviamos su devastadora huella medioambiental y el menoscabo de los derechos humanos que conlleva su fabricación. Pensar, en definitiva, que sólo por elegir uno u otro producto en el supermercado, la tienda o el restaurante cumpliremos con nuestra cuota de activismo en aras de un mundo más justo es el sueño dorado de quienes tienen interés en que nada cambie.
«El veganismo no es una forma de comer ni de vestirse, sino la puesta en práctica de un planteamiento ético, el antiespecismo, que lucha contra una opresión real que se cobra la vida de miles de animales cada segundo»