Huellas de África
Todo se vino abajo (III/V)

El relato que sigue, en cinco entregas, es resultado de un trabajo periodístico de horas de entrevista con dos personas procedentes de África, que han preferido permanecer en el anonimato. Lo que aquí se narra no son hechos excepcionales, sino la realidad que enfrentan miles de personas que quieren llegar a Europa. A fin de que el relato fuera lo más fiel posible, he retirado mi voz y dejado que sean ellos, en primera persona, quiénes cuenten cómo ocurrió todo

Huellas de África en Sevilla 3
Huellas de África en Sevilla. Todo se vino abajo Pedro Román

Yo tenía dieciséis años y estaba terminando la secundaria. El colegio me encantaba, me entusiasmaba aprender y descubrir cosas nuevas. Todos mis hermanos y yo fuimos al colegio, y el sueño de mi padre era que estudiásemos en la Universidad. Sin embargo, no pudo ser.

Era un viernes por la noche, aquel fin de semana mi padre había llegado antes de trabajar y estábamos los once cenando en casa. Todo transcurría con la normalidad de un hogar en el que conviven nueve hermanos: bromas, riñas, travesuras y enfados.

Escuchamos a mi padre gritar. Salimos corriendo y lo encontramos tirado en el suelo, frente a la puerta de metal. Estaba temblando de forma muy violenta

-Alguien se ha dejado la cancela de fuera abierta —nos interrumpió mi madre, Eunise, mirando por la ventana—Que alguno de vosotros vaya a cerrarla. En vista de que nadie se ofrecía, fue Mark, mi padre, quien poniendo los ojos en blanco y negando con la cabeza se levantó y salió a cerrar la pequeña puerta de hierro. Hubo un extraño e inquietante silencio, aunque no sabría decir si lo recuerdo de esta forma por lo que sucedió después o si realmente en aquel momento algo en el ambiente vaticinó lo que ocurriría. También me he preguntado muchas veces si nos habría sucedido a cualquiera de nosotros lo mismo, en el caso de que hubiéramos hecho caso a mi madre, pero no lo hicimos. Escuchamos a mi padre gritar. Salimos corriendo y lo encontramos tirado en el suelo, frente a la puerta de metal. Estaba temblando de forma muy violenta. Con mucho cuidado lo llevamos al interior de la casa y lo tumbamos en una de las camas de mis hermanos, que crujió bajo su peso. “No puedo moverme. No siento el brazo ni la pierna”, nos dijo aterrado. Era la primera vez que veía a mi padre en aquel estado, débil y vulnerable. Esperamos un poco, a ver si el dolor remitía y recuperaba poco a poco la movilidad, pero no sucedió. Mi padre no pudo volver a moverse nunca más.

El sueño de ir a la Universidad se hizo añicos en aquel instante y tuvimos que dejarlo todo para empezar a buscar cualquier trabajo, el que fuera, para llevar algo de dinero a casa

Lo llevamos a varios hospitales para que le atendieran distintos doctores; sin embargo, nunca obtuvimos un diagnóstico claro y no pudimos saber jamás que era lo que había dejado a mi padre inmovilizado para siempre. Las intervenciones eran demasiado caras y, allí, si no tienes el dinero, simplemente mueres. A partir de entonces todo se vino abajo. Mark lo era todo para la familia, era nuestros ojos y nuestra cabeza, era quien dirigía el timón, el hombre de la casa. Con él postrado en la cama no teníamos ingresos, no sabíamos que hacer, no teníamos nada. El sueño de ir a la Universidad se hizo añicos en aquel instante y tuvimos que dejarlo todo para empezar a buscar cualquier trabajo, el que fuera, para llevar algo de dinero a casa. Conseguir comida para once personas, todos los días, era algo que atormentaba a mi madre. Además, estaban los carísimos medicamentos que mi padre necesitaba a diario para sobrevivir. Una familia de aquel tamaño con todas sus necesidades requería de unos ingresos que no podíamos obtener. Desesperados, en aquellos días aciagos empezamos a aceptar trabajos muy arriesgados, con pocas garantías y que finalmente nos llevaron a otra desgracia. Chukwudi, el quinto de mis hermanos, murió. Perdió la vida en las calles de Anambra intentando sobrevivir. Se precipitó al vacío desde la quinta planta de una obra. Aquello sacudió de nuevo a mi familia, hundiendo a mi madre en una grave depresión.

Lo que me quedaba en el colegio para terminar la secundaria me lo tuve que pagar yo mismo. Mis hermanas buscaban trabajo ayudando en oficinas, mercados o tiendas. Mis hermanos y yo buscábamos trabajos que, al ser más físicos, resultaban muy peligrosos. Necesitábamos el dinero, viniera de donde viniera.

Al final de la jornada no me sentía los pies y era normal encontrarme las suelas llenas de heridas, ya que el calzado que podía permitirme era de bajísima calidad y pronto se llenaba de agujeros

Yo tuve dos trabajos, siendo el primero en la construcción. La mano de obra barata y joven siempre era bienvenida, pero el esfuerzo para un chico de dieciséis años con carencias nutritivas era devastador. Teníamos que cargar todo en una cesta, apoyarla en la cabeza y recorrer calle tras calle, manzana tras manzana, escaleras tras escaleras que parecían no tener fin. Recuerdo que al final de la jornada no me sentía los pies y era normal encontrarme las suelas llenas de heridas, ya que el calzado que podía permitirme era de bajísima calidad y pronto se llenaba de agujeros. Además, el peso de la cesta me producía continuas y numerosas lesiones en el cuello, los hombros y la espalda; pero si faltabas un día al trabajo, simplemente se olvidaban de ti y escogían a cualquier otro chaval hambriento de la calle.

Uno de los pozos se había derrumbado, allí en medio de la plaza junto a un grupo de niños que jugaban a la pelota. Se había venido abajo sobre un grupo de tres personas

Después de la construcción, trabajé cavando pozos. Fue un amigo el que me ayudó a encontrar este empleo, ya que él mismo se dedicaba a ello. Si el anterior trabajo era extenuante y doloroso, este directamente podía llevarte a la muerte. La profundidad de los pozos que teníamos que cavar era sobrecogedora, y todo sin la ayuda de máquinas, con nuestras manos y herramientas viejas. Recuerdo que había un pequeño ascensor manual para cada pozo, en el que se subían los que estaban encargados de cavar. Otro grupo, en el que yo me encontraba, se encargaba de bajarlos hasta el fondo tirando de una polea, y luego subirlo. Teníamos que subir y bajar hombres cien veces al día. Bajaban, cavaban, cargaban los sacos con la tierra y los sacábamos; bajaban, cavaban, cargaban los sacos con la tierra y los sacábamos: así una y otra vez.

La primera vez que escuché el estruendo no sabía qué estaba pasando, pero todo el mundo dejó lo que estaba haciendo para correr a uno de los pozos que se encontraba más allá. Se apretujaban entre sí. Había gritos y gente moviendo escombros de un lado a otro. Cuando me acerqué no vi ningún agujero, ningún pozo, solo había una pila de tierra. Uno de los pozos se había derrumbado, allí en medio de la plaza junto a un grupo de niños que jugaban a la pelota. Se había venido abajo sobre un grupo de tres personas. Todo el mundo colaboraba para sacar las piedras y restos de tierra, buscando desesperados a los desaparecidos. Finalmente los encontramos, pero habían muerto todos. No fue el último derrumbamiento que hubo, era parte del oficio. Yo he visto como pozos se venían sobre las cabezas de amigos y vecinos.

Uno de estos portaba un enorme machete y se disponía a aplicar la pena correspondiente al delito de hurto. Cortarle las manos al culpable

Fue también por aquella época cuando adquirí la madurez suficiente para darme cuenta del duro empobrecimiento que estaba sufriendo mi país. Al gobierno solo parecía importarle el dinero, mientras la gente moría. Habían dado a los alcaldes de las ciudades una libertad para gestionar sus territorios que era insostenible y cualquier individuo con un arma podía autoproclamarse miembro de las fuerzas del orden. Todo aquello, claro está, lo permitían los inmensos sobornos. Recuerdo perfectamente la mañana en la que vi como un grupo de hombres armados arrastraba a un individuo en medio de una plaza que solía frecuentar con mis amigos. Ya había oído hablar de aquello, pero verlo con mis propios ojos y en mi propio barrio me rompió por dentro. El hombre, que tendría cerca de treinta años, estaba acusado de robo según vociferaban aquellos “soldados”, ataviados con trapos manchados y coronados con unas intimidantes boinas rojas. Uno de ellos portaba un enorme machete y se disponía a aplicar la pena correspondiente al delito de hurto: cortar las manos del culpable. Gritaban y señalaban al reo, haciendo aspavientos con los brazos y animando a la gente a acercarse. Cuando consideraron que el número de espectadores era suficiente, tumbaron al hombre en el suelo. Extendieron sus brazos sobre la tierra amarillenta y, de forma aterradoramente rutinaria, el acero del machete hizo un arco perfecto en el aire y seccionó de un solo tajo ambas manos del acusado, a la altura de las muñecas. A continuación, se marcharon sin decir palabra y dejando una grotesca y sangrienta escena tras de sí. El rugir del camión apagó por un momento los gritos de aquel hombre, que se revolcaba en el suelo frente a sus propias manos, ante la triste mirada y la resignación de los vecinos.

Comprendí que tenía que viajar a Europa. Debía encontrar la forma de ahorrar suficiente dinero, recorrer más de cuatro mil kilómetros, adentrarme en culturas completamente nuevas y encontrar trabajo. Tenía que ayudar a mi familia, o nunca saldríamos adelante.

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