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Huellas de África
Un regalo (II/V)
El relato que sigue, en cinco entregas, es resultado de un trabajo periodístico de horas de entrevista con dos personas procedentes de África, que han preferido permanecer en el anonimato. Lo que aquí se narra no son hechos excepcionales, sino la realidad que enfrentan miles de personas que quieren llegar a Europa. A fin de que el relato fuera lo más fiel posible, he retirado mi voz y dejado que sean ellos, en primera persona, quiénes cuenten cómo ocurrió todo.
En Anambra éramos felices. Puede que no tuviéramos móviles, parques de atracciones o videojuegos, ni fuésemos al cine, pero disfrutábamos de cada risa y saboreábamos la compañía de la familia y amigos como no he visto en ningún otro lugar. La felicidad allí no residía en lo que se tenía, sino en lo que se hacía. Esto nos permitía saborear cada momento por lo que era, y lo mejor de los momentos es que perduran en el tiempo en forma de recuerdos. No se rompen, no se pierden ni se deterioran.
Recuerdo que a la salida del colegio íbamos a un pequeño terraplén que había a escasos metros de allí, usábamos palos para simular una portería y nos quedábamos esperando a Sunday. Era el chico más conocido del barrio e iba a un curso más que nosotros; él tenía doce y nosotros once años, por lo que tardaba algo más en salir de clase. Todos le admirábamos; jugaba al fútbol bastante bien, y algunos, debo reconocer, le teníamos un poco de envidia. Recuerdo perfectamente el día que llegó al colegio con su nuevo regalo y, viéndolo ahora con perspectiva, me resulta extraño comparar lo que supuso en nuestro grupo de jóvenes y la naturalidad con la que todos los chavales aquí en España tienen uno. Sunday estaba radiante, lo transportaba en una bolsa de basura, abrazándolo como quien lleva el mayor tesoro del mundo.
Ir a trabajar a Europa y poder enviar dinero a la familia era el sueño de muchos jóvenes en Anambra
-¡Ezigbo Ututu! (“Buenos días”) —gritó Sunday en medio del patio.
-Ezigbo Ubosi, Sunday, ¿por qué estás tan feliz hoy? —enseguida nos dimos cuenta de que llevaba algo con mucho cuidado en la bolsa negra de plástico, y unos pocos nos acercamos— ¿Qué llevas ahí? Sunday se inclinó sonriente hacia nosotros y simuló que hablaba en voz baja, pero en un tono claramente audible para todos los que estaban por allí cerca.
-Otu onyinye. (“Un regalo”) —Varios chavales, curiosos, se nos unieron, intentando ver qué traía Sunday consigo— Me lo ha regalado mi tío, lo ha traído desde Europa, que como sabéis ahora trabaja allí —se escuchó un murmullo de admiración entre los que estábamos a su alrededor.
Recuerdo que, desde pequeños, Europa se nos presentaba como el lugar mágico al que iban algunos afortunados a trabajar cuando terminaban sus estudios. Decían que allí todo el mundo vestía como el presidente e incluso tenían coches como el suyo. Los edificios en Europa eran todos enormes y todas las calles y carreteras, absolutamente todas, estaban asfaltadas. La gente podía comprar lo que quería cuando quería y las tiendas estaban repletas de comida de todo tipo. Ir a trabajar a Europa y poder enviar dinero a la familia era el sueño de muchos jóvenes en Anambra. Cuando alguien volvía de Europa para visitarnos se convertía en un acontecimiento que reunía a todo el barrio. Se trataba de una idea muy inocente de Europa y del mundo en general, claro que éramos muy pequeños todavía. Cuando nos dimos cuenta, toda una multitud de jóvenes se agrupaba en torno a nosotros.
En Anambra, la actividad más divertida que los jóvenes podían hacer al llegar el fin de semana no era salir a beber con los amigos y entrar a una discoteca a bailar, íbamos a la selva a cazar
-Y es algo que vamos a poder usar todos —añadió Sunday, agitando la bolsa - Pero hay que usarlo con cuidado, no se puede perder. Allí en Europa tienen muchos de estos, pero aquí dice mi tío que nadie tiene uno igual— una enorme sonrisa blanca y mellada iluminaba su cara. No había altanería alguna en sus palabras, su felicidad residía más en poder compartir aquello con todos nosotros, que en el mero hecho de tenerlo.
Con mucho cuidado, y algo de teatro, Sunday fue desenvolviendo el paquete cubierto con bolsas de basura. Prácticamente el colegio al completo se encontraba ya a nuestro alrededor, expectante. Y allí estaba. Todos nos pusimos a gritar y a dar saltos maravillados, conocedores de las horas de diversión y disfrute que nos esperaban con aquella maravilla venida de Europa. Podríamos invitar incluso a chavales de otros colegios. Era igual que el que utilizaban los profesionales, seríamos como aquellas estrellas famosas y multimillonarias que veíamos en periódicos y revistas. Nos lo fuimos pasando entre todos los jóvenes del colegio, brillante e impoluto, increíblemente suave al tacto, de color anacarado y dinámicos dibujos de naranja fosforito. Un balón de fútbol de los de verdad. En aquel momento nos sentíamos los niños más afortunados del mundo.
Los peligros en Nigeria forman parte del día a día, desde caer de un andamio en un día de trabajo, hasta sufrir el ataque de un animal en una excursión a la selva
La tarde se desarrolló entre risas, empujones, gritos y muchas carreras. Disfrutábamos moviéndonos y haciendo todo tipo de ejercicio. Desde aquel día, a la salida del colegio, todos esperábamos a que llegara Sunday con su balón de verdad y jugábamos hasta el anochecer.
Luego llegaba el sábado, y ahí gozábamos con la naturaleza. En Anambra, la actividad más divertida que los jóvenes podían hacer al llegar el fin de semana no era salir a beber con los amigos y entrar a una discoteca a bailar, allí íbamos a la selva a cazar. Salíamos por la mañana temprano equipados con cuerdas, redes y grandes machetes y dedicábamos todo el día a perdernos en la selva. Esta enorme superficie de árboles se extiende más de sesenta mil kilómetros cuadrados al suroeste de Nigeria, llegando hasta la República de Benín, por lo que hay que saber muy bien por dónde se mueve uno si no quiere perderse. Abundan los chimpancés, con los que había que tener mucho cuidado de no enfadarlos, y los elefantes a los que intentábamos no acercarnos demasiado. Como es de imaginar, tuvimos más de un accidente allí en la selva. Los peligros en Nigeria forman parte del día a día, desde caer de un andamio en un día de trabajo, hasta sufrir el ataque de un animal en una excursión a la selva: era parte del día a día y los jóvenes lo sabíamos, crecíamos con ello y, de alguna forma, nos fortalecía. Recuerdo como uno de mis mejores amigos, Joseph, se sobrepasó tratando de atrapar lo que creíamos que era una especie de Dasymys, un roedor típico de Nigeria. Le avisamos de que introducir el brazo en aquella madriguera era peligroso, pero no nos hizo caso. Resultó que en aquel momento ya había otro animal en el interior del agujero, algún tipo de felino que al ver el brazo de Joseph se lanzó a por él, destrozándolo. A pesar de los intentos por parte de los médicos, nunca recuperó la movilidad en dicho brazo. Esto no le impidió seguir viniendo con nosotros a la selva los fines de semana.
Empezaba a ser consciente de que sería casi imposible que todos mis hermanos y yo consiguiéramos buenos trabajos, y solo nos quedaría trabajar en el campo
A los catorce años recuerdo que la idea de viajar a Europa comenzó a abrirse paso en mi cabeza. Aunque éramos felices, yo no era estúpido y sabía que mis padres tenían que hacer grandes esfuerzos para poder mantenernos a mis ocho hermanos y a mí. Incluso empezaba a ser consciente de que sería casi imposible que todos mis hermanos y yo consiguiéramos buenos trabajos, a pesar de nuestros estudios, y solo nos quedaría trabajar en el campo. El hermano de uno de los vecinos vivía en uno de esos países lejanos de Europa y contaba que había conseguido un buen trabajo. Su familia podía costearse la manutención de los más pequeños, e incluso ahorrar algo de dinero. Empecé a imaginarme a mí mismo trabajando en países fascinantes y enviando regalos y dinero a mis hermanos y a mis padres. Veía los aviones allá a lo lejos en el cielo y me preguntaba cómo sería ir hasta un lugar tan distante y diferente, con tal cantidad de personas distintas y tantas ciudades grandes. Se trataba de una idea que aparecía sobre todo por las noches, en la tranquilidad de mi cama y que yo mismo pensaba que era más un sueño infantil e inalcanzable, que un plan de futuro. Al menos, fue así hasta que mi padre sufrió el extraño accidente que puso todo patas arriba. Un percance que descompuso nuestra familia, tumbó todos los planes, todo nuestro futuro, haciendo que tuviéramos que dejar nuestras vidas tal y como las conocíamos y comenzar uno de los periodos más duros de mi vida.