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Huellas de África
Planes de futuro (IV/V)
El relato que sigue es resultado de un trabajo periodístico de horas de entrevista con dos personas procedentes de África, que han preferido permanecer en el anonimato. Lo que aquí se narra no son hechos excepcionales, es la realidad que enfrentan miles de personas. A fin de que el relato fuera lo más fiel posible, he retirado mi voz y dejado que sean ellos, en primera persona, quiénes cuenten cómo ocurrió todo
El día que conseguí el visado para viajar a Europa lo guardo en mi memoria como un tesoro, uno de los acontecimientos más felices de mi vida. Recuerdo vivir el momento con mucha emoción y cierto miedo ante lo desconocido, a sabiendas de que lo que me esperase en adelante no tendría nada que ver con el mundo que conocía. Pero me estoy adelantando a los acontecimientos; volvamos al momento en el que adquirí mi primer trabajo fuera de Anambra.
Mis hermanas pequeñas estaban empezando a plantearse un modo de vida espantoso y denigrante para poder vivir. A largo plazo era evidente que la situación solo podía ir a peor
Cuando cumplí veinte años conseguí trabajo en Lagos, gracias a un amigo de la familia. Lagos está situada en las costas de Nigeria; es una ciudad enorme, la más poblada del país y la segunda de toda África, solo superada por El Cairo. Se encuentra dividida en la isla Victoria, Ikoyi y las islas de Lagos. Fue allí, en estas últimas, dónde conseguí trabajo en un supermercado, como vendedor. El sueldo, aunque mejor que el que recibía construyendo pozos, seguía siendo bajísimo. Si bien podía enviar algo de dinero a mi casa, apenas servía para comprar algo de alimento para mis hermanos. La casa se seguía viniendo abajo, ya no teníamos luz y nuestras ropas daban asco. Mis hermanos seguían sin conseguir buenos trabajos y los que aceptaban eran cada vez más peligrosos. Mis hermanas pequeñas estaban empezando a plantearse un modo de vida espantoso y denigrante para poder vivir. A largo plazo era evidente que la situación solo podía ir a peor.
Como ya he mencionado, la idea de Europa rondaba por aquel entonces mi cabeza. Sabía que si conseguía viajar allí se me abriría todo un mundo de posibilidades; podría ayudar a mi familia y enviar a mi padre los medicamentos que necesitaba; podría soñar con casarme, tener hijos y conseguir mi propia casa, sin miedo a que cualquier día pudieran asesinarme en la calle o en cualquier tienda; podría tener un trabajo en el que aprender un oficio con futuro y demostrar mi valía, sin temor a morir sepultado por un pozo. Todo esto era imposible si me quedaba en Nigeria. Pero no sabía cómo llevar a cabo el viaje, hasta que conocí a Akinwumi. Era un hombre de mediana edad que trabajaba viajando de Europa a Nigeria y de Nigeria a Europa. Tenía contactos entre la cadena de supermercados en la que yo trabajaba y una línea de tiendas fuera del continente. Siempre que venía, yo le veía traer regalos y dinero a su familia, así que decidí hablar con él.
Durante el viaje no es difícil que te atraquen y te roben todo lo que tienes. El desierto es el último lugar en el que querrías quedarte solo
Akinwumi me explicó que el mejor lugar de Europa era Alemania, pues es donde más trabajo se necesita, y que para poder viajar allí era necesario tener un visado o tratar de cruzar ilegalmente. Me advirtió de que esta segunda forma, aunque a priori podría parecer más barata, no lo es. No tanto por el dinero, me decía, sino por el coste físico y psicológico que supone. Yo no quería cometer ningún delito, así que le pregunté por la opción legal. Cuando me dijo el precio que tenían los trámites para conseguir el visado, el tiempo que tardaban en darlo y que muchas veces ese permiso jamás llegaba, me hundí. Veía imposible conseguir tanto dinero y la idea de ser rechazado aun consiguiéndolo era algo que me aterraba ¿Qué me quedaba entonces? Le pregunté por la opción ilegal. A regañadientes me llevó a una mesita apartada y me explicó, por encima, en qué consistía. Aún tengo por ahí guardado el papel que usó a modo de mapa y que fue llenando de anotaciones conforme hablaba.
Palizas, escupitajos e insultos te esperan en Argelia. Cualquier día, en cualquier calle o avenida, puedes ser acuchillado ¿Y sabes qué? Nadie haría nada por ayudarte
-Primero debes cruzar el desierto hasta Argelia, al Norte. Normalmente hay personas que trabajan yendo y viniendo entre ambas fronteras, transportando a gente que trata de salir de este país —Akinwumi hablaba en voz baja, muy serio, visiblemente incómodo—. Durante el viaje no es difícil que te atraquen y te roben todo lo que tengas. El desierto es el último lugar en el que querrías quedarte solo. Una vez allí, en Argelia, país de blancos, vivirías un infierno en la tierra. El racismo está enraizado en su propia cultura. Palizas, escupitajos e insultos, todo eso te espera en Argelia. Cualquier día, en cualquier calle o avenida, puedes ser acuchillado ¿Y sabes qué? Nadie haría nada por ayudarte, ni la policía. De hecho, Maduabuchi, tendrías suerte si no es la propia policía la que te mata de una paliza, solo por ser un negro —sus palabras estaban cargadas de tristeza—. No le pregunté cómo lo sabía, pero por la congoja con la que hablaba estoy seguro de que alguien de su entorno más cercano tenía que haber pasado por todo aquello.
En Marruecos no te dejarán vivir en la ciudad, la policía te matará a palos si te ve dormir por sus calles
-En Argelia alguien como nosotros solo puede estar de paso, no puede quedarse —con un bolígrafo garabateaba a toda velocidad un mapa de África—. Una vez aquí, tienes dos opciones: o bien ir a Libia, lo cual es un suicidio, o a Marruecos, donde tendrás que vivir como un animal, retirado en las montañas. En Libia te recibirán las mafias que te darán palizas hasta que les des lo que piden: llamar a tu familia y decirles que te envíen todo el dinero que tengan; te lo quitarán y te dejarán morir en la calle como a un perro —miraba con los ojos nerviosos a ambos lados—. En Marruecos no te permitirán vivir en la ciudad, la policía te matará a palos si te ve dormir por sus calles. Tendrías que hacer como tantos otros e irte a vivir a las montañas, pudiendo bajar a la ciudad solo para mendigar sin llamar demasiado la atención o conseguir algún trabajo ayudando en alguna obra. Cuando lleves varias semanas allí, alimentándote con una manzana al día y durmiendo dentro de un tronco, tu cuerpo te exigirá abandonar esa vida de animal. Lo siguiente es la frontera con España. Una vez allí, estarías en Europa —se echó atrás y lanzó un hondo suspiro cargado de pena— y aun así la policía podría devolverte a tu país.
Pasé muchas noches en vela pensando en las palabras de Akinwumi. Había escuchado a gente hablar del viaje a Europa. Sabía que era duro y arriesgado, ¿pero esto? Lo que me acababan de desvelar se parecía más a un suicidio que a un viaje en busca de trabajo. Sin embargo, la alternativa era desoladora y brutal: tendría que ver cómo mi familia moría lentamente ante mis ojos en una desgarradora agonía; cómo sus cuerpos irían haciéndose cada vez más delgados hasta ser una cadavérica sombra de lo que habían sido; tendría también que ver a mis hermanas pequeñas prostituyéndose en nuestro propio barrio para llevarse una moneda o dos y habría de abandonar toda esperanza de futuro. Realmente, no existía alternativa.
Se me ocurrió entonces hacerle una proposición a mi jefe, el dueño de la sección en la que yo trabajaba, una propuesta que no pensé que fuera a aceptar: le pedí que me cediera un pequeño espacio dentro del supermercado para abrir mi propia tiendecita, a cambio de darle a él un porcentaje de los beneficios. Aceptó el trato y pude abrir mi rincón allí dentro, vendiendo jabones, champús y geles de baño. Semanas más tarde me enteré de que Akinwumi había hablado con él y le había convencido de que me dejara aquel espacio a fin de ahorrar dinero para el visado. Con aquella nueva oportunidad, lo que ahorraba era cantidad suficiente para, con el paso de varios meses, poder permitirme todos los trámites del visado.
Pasaron meses y, por fin, tuve todo listo para ir a por el visado. El papeleo era una locura. Akinwumi me había hecho un gran favor, que era hacerme pasar por uno de sus empleados. Para obtener el visado era necesario tener un contrato de trabajo, así como informar de los vuelos que se iban a tomar, tener un pasaporte y que éste tuviera varios meses de validez, así como una carta de invitación y una prueba de solvencia económica, para la cual pude contar de nuevo con la ayuda de Akinwumi, y decenas de papeles y documentos. Con todo esto listo dentro de una gruesa carpeta de cartón me monté en el coche con mi hermano Enmanuel y partimos hacia Abuya, la capital de Nigeria, donde estaba la oficina en la que debía solicitar mi visado. Allí se decidiría mi futuro.