Huellas de África
Maduabuchi (I/V)

El relato que sigue, en cinco entregas, es resultado de un trabajo periodístico de horas de entrevista con dos personas procedentes de África, que han preferido permanecer en el anonimato. Lo que aquí se narra no son hechos excepcionales, sino la realidad que enfrentan miles de personas que quieren llegar a Europa. A fin de que el relato fuera lo más fiel posible, he retirado mi voz y dejado que sean ellos, en primera persona, quiénes cuenten cómo ocurrió todo.

Huellas de África 1
Huellas de África en Sevilla. Maduabuchi Pedro Román

Mi nombre, Maduabuchi. Tiene un origen curioso, aunque también oscuro. El día en el que mi madre decidió cómo me llamaría fue el día en el que estuve a punto de no nacer. Aún hoy, cuando habla de aquel día, mi madre es incapaz de contener las lágrimas.

La mayoría de nigerianos sobreviven con menos de un dólar al día, mientras que las grandes compañías petroleras, extranjeras todas ellas, se reparten el pastel con el gobierno

Mi padre, Mark, era un gran hombre. Trabajaba sin descanso y siempre estaba dispuesto a ayudar a los otros, incluso cuando él mismo salía desfavorecido. Algunos le decían que era demasiado bueno. Mi madre pensaba que su hermano, Jospeh, se aprovechaba de él. Mi padre trabajaba seis días a la semana por muy poco dinero, recorriendo Nigeria subido en su camión, un viejo Nissan Eco blanco. Le gustaba su trabajo, pues no era peligroso. Hay que entender que en mi país el trabajo es realmente duro, requiere de mucho esfuerzo físico y es peligroso, ya que las condiciones son muy malas. Aquí, la mayoría de nigerianos sobreviven con menos de un dólar al día, mientras que las grandes compañías petroleras extranjeras, se reparten el pastel con el gobierno.

Es por esto, por lo que mi padre decidió buscar un trabajo menos peligroso, no podía arriesgarse a tener un accidente y dejar a la familia sin su guía. A cambio, tenía que salir de casa los lunes y no volvía hasta el sábado, repartiendo pedidos entre las distintas empresas y supermercados a lo largo de Nigeria. Fue en una de sus ausencias cuando Joseph, mi tío, agredió brutalmente a mi madre estando embarazada de ocho meses. Estuve a punto de no nacer.

La mañana del doce de marzo de 1986 fue el único día de todo el mes que amaneció sin niebla. El cielo estaba cubierto por gruesos nubarrones y a lo lejos, en el horizonte, podían verse los destellos de algunos relámpagos, avisando que pronto habría tormenta. Aquella mañana mi padre se levantó como todos los lunes, desayunó hablando entre cuchicheos con mi madre, aún era demasiado temprano y no querían despertar a mis siete hermanos, y partió.

Mi padre estaba casado con Eunise, mi madre. Ambos habían tenido siete hijos antes de mí. Todo el dinero que conseguían debía destinarse a nuestra manutención y el colegio, lo cual ya de por sí era un pago increíblemente alto para el sueldo de mi padre. Pero, además, estaba mi tío Joseph. Un hombre desagradable y perezoso, que obligaba a mi padre a mantener también a su familia por ser el hermano mayor. Era un hombre muy delgado y alto, con una cabeza demasiado esférica que se apoyaba milagrosamente sobre un finísimo cuello. Tenía las orejas demasiado bajas, casi a la altura del mentón.

Aquel fin de semana mis padres habían hablado largo y tendido sobre Joseph.

-¿No entiendes que esto no es vida? —decía Eunise—. Vives como un esclavo.

-Pero es mi hermano, mi familia, mi sangre. Si no cuido yo de él ¿quién lo va a hacer? Respondía mi padre.

-Tu familia está bajo este techo, Mark. Una familia que te quiere y respeta. No como ese hombre que es un desagradecido —aunque no quería herir sus sentimientos, Eunise se mantenía firme— Necesitamos el dinero, y más aún ahora que llega la primavera y Chukwidu empeora con el asma. Y estamos a punto de tener otro bebé. ¿Cómo vamos a hacer para pagarlo todo? No tenemos absolutamente nada ahorrado. Dios, ¿cómo vamos a tener algo con tantísimos gastos? —Eunise se llevó el dorso de la mano a la frente y la dejó ahí reposando, pensativa, tratando de recuperar la compostura.

-Eunise —para tranquilizarla, mi padre siempre cogía su cara entre sus manos y se acercaba mucho a ella, hablándole en un tono muy suave, casi un susurro musical— Yo me encargo de todo. No puedo ignorar a mi hermano. Hay algo dentro de mí que me dice que no es lo correcto —esbozó una sonrisa triste y posó sus manos con cariño en el vientre de Eunise— Ya verás como todo va a ir bien. Tenemos a Dios con nosotros, con él nada puede fallar. ¿Te has decidido ya por un nombre para el bebé?

Aquel día mi hermana mayor, Ngozi, no tenía clases y puede que aquel simple detalle fuera el que me salvó la vida

Ella lanzó un profundo suspiro. Estaba claro que el tema se había terminado y su marido no iba a cambiar de parecer.

-No, aún no, contestó ella.

Al día siguiente mi padre partió, como todos los lunes, en una madrugada extraña en Anambra, sin niebla y cubierta de nubarrones. Mis hermanos se fueron despertando, desayunando y marchándose al colegio. Aquel día mi hermana mayor, Ngozi, no tenía clases y puede que aquel simple detalle fuera el que me salvó la vida.

Era mediodía, Ngozi estaba en el baño y mi madre se encontraba limpiando a duras penas el salón, cuando Joseph entró por la puerta. Olía a alcohol y tenía los ojos irritados, parecía no haber dormido en toda la noche. Andaba de forma errática, con movimientos repugnantes causados por la embriaguez.

-¡Mujer! —gritó al entrar con una voz ronca— ¿Es cosa tuya verdad? Tú le estás metiendo esas ideas de mierda a mi hermano.

-Mark ahora mismo no está. Vuelve el sábado o el domingo y habla con él —Mi madre ni siquiera se dignó a mirarlo a la cara. Seguía trabajando, tratando de limpiar una mancha que había en la parte baja del sofá.

-Me importa una mierda mi hermano. Eres tú la que está jodiéndonos aquí —se acercaba poco a poco con paso amenazador. Eunise tardó en darse cuenta de que ya lo tenía casi encima— Mi familia tiene necesidades ¿No lo entiendes? Mi mujer está embarazada y tenemos que comer, necesito dinero —espetaba Joseph, escupiendo las palabras con rabia.

Eunise trató de incorporarse, pero con horror comprobó que no podía. Un pinchazo le recorrió del vientre a la espalda. Se quedó allí agachada, mirando hacia arriba.

Sonó un trueno fuera y un denso aguacero comenzó a caer sobre Anambra. Con un grito de rabia, mi tío descargo una fuerte patada en el vientre de Eunise

-Pues trabaja —contestó Eunise— Mark no puede hacerse cargo de dos familias. ¿No lo ves? Vive como un esclavo, apenas tiene tiempo de estar en casa y todo por...

- ¡¿Que trabaje?! —le interrumpió vociferando y haciendo gestos grotescos con las manos y la cara— Es mi hermano. Él es quien tiene que trabajar y darme el dinero – contuvo un eructo, cuyo repugnante olor se esparció por el salón- ¿Dónde lo tenéis guardado? ¿Dónde tenéis el dinero?

-No entiendes —de nuevo intentó incorporarse, pero no pudo. A pesar de ser una mujer fuerte, en aquel momento, embarazada y hablándole desde allí abajo, se sintió muy vulnerable— ¿No entiendes que Mark tiene 7 hijos, y que pronto tendrá un octavo que mantener? ¿Para qué quieres el dinero? ¿Para gastártelo en borracheras y putas? Lárgate de mi casa– justo al decir aquella frase supo que había ido demasiado lejos, teniendo en cuenta el estado de Joseph. La cara se le trasformó, asemejándose más a una bestia que a un humano.

-¡No eres nada! —sin darse cuenta, Joseph escupía al gritar— ¡Eres una mierda de mujer que se cree que puede hacer algo frente a un hombre! ¿Quieres ver cómo te quito a tu hijo?

Sonó un trueno fuera y un denso aguacero comenzó a caer sobre Anambra. Con un grito de rabia, mi tío descargó una fuerte patada en el vientre hinchado de Eunise, como si quisiera hacerla reventar. La tiró al suelo y salió corriendo de allí vociferando insultos. Eunise se quedó tumbada retorciéndose y tosiendo sangre, perdiendo la visión poco a poco. Le faltaba el aire. El vientre le ardía y palpitaba. Se aferró a la mesita del pasillo, pero con mal equilibrio volvió a caer. Trató entonces de arrastrarse, pero en aquel estado solo conseguía mecerse de un lado a otro, tratando de evitar que el vientre sufriera más daños. Las fuerzas le fallaban y sentía como si en su útero algo se estuviera abriendo en canal desde dentro. Fue entonces cuando mi hermana mayor Ngozi, bajó corriendo, asustada. Salió a pedir ayuda.

Una lluvia torrencial caía sobre Anambra aquel día. Los vecinos aseguraron que pocos aguaceros se habían visto como en aquel año. Las calles estaban encharcadas y el tráfico era terrible, pero mi hermana, con algunos amigos de la familia, consiguieron llevar a mi madre al hospital Mc Jane. Por fortuna y casi milagrosamente el feto estaba bien. En una semana podrían volver a casa. Desde aquel día mi madre supo qué nombre iba a ponerme. Repetía sin cesar que nadie tiene derecho a arrebatar un hijo a una madre, que no compete al hombre el derecho a llevarse una vida. Mi madre me llamó Maduabuchi, que en mi lengua significa “Nadie es Dios”.

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