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Historia
Georgia 2008: el día que murió el imperio estadounidense
Tsjinvali, Osetia del Sur. En la tarde soleada del 14 de agosto, un coronel del ejército ruso llamado Igor Konashenko, de pie, se muestra triunfante en la esquina de una calle en el Norte de Tsjinvali, la capital de Osetia del Sur, su antebrazo vendado por una herida leve durante una batalla. Este sitio marca el punto más avanzado de la ofensiva del ejército georgiano antes de que fuese aplastada sumariamente por los rusos unos pocos días antes. “Doce batallones georgianos invadieron Tsjinvali, respaldados por columnas de tanques, blindados, cazas y helicópteros”, dice mientras señala alegremente los restos de metal, cráteres y edificios bombardeados alrededor nuestro. “Ya podéis ver lo bien que lucharon con su gran entrenamiento estadounidense: abandonaron los tanques en el calor de la batalla y huyeron.”
Konashenko saca una brújula verde del bolsillo de su camisa y la abre. Es un modelo del ejército estadounidense. “Esto es un pequeño trofeo, un regalo de uno de mis soldados”, dice. “Todo lo que los georgianos dejaron detrás, quiero decir todo, era estadounidense. Todas las armas, granadas, uniformes, botes, raciones de comida, lo dejaron todo. Los nuestros se zamparon las raciones”, añade socarronamente, “eran sabrosas”. El botín, de acuerdo con Konashenko, también incluía 65 tanques intactos equipados con la última tecnología de la OTAN y estadounidense, y también israelí.
La tensa pero relativamente estable situación explotó la tarde del 7 de agosto [de 2008], cuando, por orden del presidente Mijaíl Saakashvili, el ejército georgiano irrumpió en Osetia del Sur
Técnicamente nos encontramos dentro de las fronteras de Georgia, que durante los últimos cinco años ha pasado de ser un aliado de los Estados Unidos a un régimen proxy neocon. Pero en esta región secesionista no hay georgianos a la vista, con la excepción de los cadáveres hinchados que todavía se encuentran en las carreteras sin asfaltar. A la mayoría de las aproximadamente 70.000 personas que viven en Osetia del Sur nunca les gustó la idea de ser parte de Georgia. Durante el violento reparto territorial que ocurrió tras el desplome de la Unión Soviética, los osetios del Sur se vieron separados de su grupo étnico en Osetia del Norte, que siguió siendo parte de Rusia. Los rusos, que tenían una pequeña fuerza de paz aquí desde 1992, consiguieron impedir que los conflictos escalasen durante los últimos 15 años. Pero desde entonces las posiciones de todos los implicados se han endurecido. Los georgianos no estaban satisfechos con la idea de perder una parte considerable de su territorio. Los osetios, un grupo étnico persa, defendían más que nunca la unión con Rusia, su aliado y protector tradicional.
La tensa pero relativamente estable situación explotó la tarde del 7 de agosto, cuando, por orden del presidente Mijaíl Saakashvili, el ejército georgiano irrumpió en Osetia del Sur, bombardeando la mayor parte de Tsjinvali y los pueblos de su alrededor y provocando la huida de unos 30.000 refugiados hacia Rusia. En cuestión de horas, el zar de facto de Rusia, Vladímir Putin, contraatacó —algunos dirían que les tendió una trampa— y al final de una larga semana los georgianos se batieron en retirada y en pánico. El ejército ruso continuó su avance por toda Osetia del Sur hasta entrar en la propia Georgia, deteniéndose a menos de una hora de distancia del lujoso palacio presidencial de Saakashvili. Todo lo que me rodea es prueba de la retirada desordenada. La torreta de un tanque T-72 georgiano incrustada en el lateral de un edificio de la universidad local, en el cemento de la pared como si fuese una galleta en un helado. Unos cincuenta metros más allá pueden verse los restos del vehículo del que formaba parte originalmente la torreta: una pila de hierro quemado alrededor de un agujero en la calle, y una sección de la cadena tendida en la acera. Los tanques rusos patrullan ahora la ciudad sin oposición, cada uno de ellos tan ruidoso como un concierto de Einstürzende Neubauten, llenando el aire con el humo de sus motores mientras pasan rugiendo delante nuestro.
Ahora, después de habernos desangrado económicamente en guerras interminables en Irak y Afganistán, somos un gigante enganchado a dosis cada vez más baratas de petróleo
Escuchando al coronel Konashenko me queda claro que lo que estoy viendo es mucho más que los restos humeantes de una batalla de una oscura guerra regional: este lugar es la zona cero de un desplazamiento histórico de proporciones épicas. Los tanques caídos habían sido modernizados por Estados Unidos, de Estados Unidos eran las granadas de 40mm que me muestra uno de los soldados. Los cadáveres hinchados en el suelo son soldados georgianos entrenados por Estados Unidos a los que se les han quitado los uniformes fabricados en Estados Unidos. Y con todo, no hay ningún séptimo de caballería estadounidense en camino. Hace ya años que todo el mundo, desde Pat Buchanan a los hippies que hoy conducen coches híbridos, advierten que Estados Unidos se encontraría en algún momento, de repente, en una pendiente histórica por haber sido una superpotencia sin rival demasiado imprudente, demasiado derrochadora y demasiado arrogante. Incluso el pueblo llano patriótico y decente estaba comenzando a preocuparse porque Estados Unidos estaba sufriendo del clásico caso de Desorden de Personalidad Célebre, convirtiéndose en una nación de capullos juerguistas a lo Tom Cruise, danzando en calcetines en cada esquina y cada cultura del mundo, cantando en playback sobre la libertad mientras nos metíamos de cabeza en asuntos muy arriesgados de los que podíamos salir escaldados. Y ahora, después de habernos desangrado económicamente en guerras interminables en Irak y Afganistán, somos un gigante enganchado a dosis cada vez más baratas de petróleo, pagadas con una moneda que cada vez quiere menos gente. En los libros de historia del futuro apostaría a que este mismo sitio en Tsjinvali será recordado como el punto geográfico en el que la ola del imperio estadounidense llegó a su mayor altura y el sitio en el que se rompió y comenzó a retroceder.
Visité por primera vez Georgia en 2002 para cubrir la llegada de los asesores militares estadounidenses. En aquel momento el imperio estadounidense se encontraba en la cresta de la ola. Una década después del desplome de la Unión Soviética, Rusia parecía estar revirtiendo a un estado fallido corrupto y anárquico, mientras Estados Unidos seguía fortaleciéndose. Pocos meses después de jurar el cargo el presidente George W. Bush, la revista Time publicó una columna presumiendo de que Estados Unidos no necesitaba acomodar a Rusia más porque se había convertido en “la potencia dominante en el mundo, más dominante que cualquier otra desde Roma”. Aquel mismo año invadimos Afganistán sin despeinarnos. El periódico The New York Times proclamó “El imperio estadounidense: acostúmbrate” (“The American Empire: Get Used to It”). Una nueva palabra, hiperpotencia, se usaba para describir nuestra supremacía sin parangón histórico.
Los asesores militares fueron enviados a Georgia supuestamente para entrenar a las fuerzas de aquel país en el combate contra las células de Al Qaeda locales, que todo el mundo sabía que no existían. En realidad estábamos entrenándolos para tareas imperialistas clave externalizadas. Georgia haría para el imperio estadounidense lo que los call centers de Mumbai para Delta Airlines: proporcionar beneficios aún mayores a una fracción del coste. Se convirtieron en la franquicia de referencia de América S.A. También tenía sentido para los georgianos: su errático y ocasionalmente violento vecino Rusia no les jodería ya más, porque joderlos a ellos significaría jodernos a nosotros, y nadie se atrevería a hacer algo así.
EE UU no habría encontrado un vasallo más perfecto para la política exterior de George W. Bush que “Misha”, como se le conoce cariñosamente
Los estrategas imperiales que se obsesionaron con Georgia como un proyecto de subcontratación debieron imaginarse que mataríamos dos pájaros de un tiro ganando simultáneamente el control del petróleo por extraer en la región y, a la vez, consiguiendo meter un insecto gigante por la salvaje frontera Sur de nuestro viejo decrépito rival, Rusia.
Para llevar a cabo este plan, Estados Unidos hábilmente organizó y orquestó la llamada Revolución de las Rosas, de la que fui testigo en Tblisi en 2003. El predecesor de Saakashvili, Eduard Shevardnadze, considerado como poco de fiar, fue objeto de un golpe de estado suave a varios niveles en el que se usó cada instrumento de influencia a nuestra disposición. EE UU lo reemplazó por Saakashvili, un político temperamental formado en la Universidad de Columbia que habla perfectamente en neocon. La Revolución de las Rosas fue presentada en los medios de comunicación occidentales como una repetición de 1776, con Saakashvili como George Washington con mejillas grises. EE UU no habría encontrado un vasallo más perfecto para la política exterior de George W. Bush que “Misha”, como se le conoce cariñosamente. Llenó su gabinete con jóvenes fanáticos de derechas y se aseguró de tener un séquito de asesores estadounidenses aficionados al ciclismo de montaña con él en todo momento. Este equipo incluía al principal asesor de política exterior de John McCain, Randy Scheunemann, a quien Misha pagó más de un millón de dólares en concepto de asesoramiento.
Este proyecto en Georgia no era más que un ejemplo de alto nivel de la estrategia de Bush, mucho más amplia. A lo largo de toda la frontera Sur de Rusia, EE UU reclamaba para sí los antiguos dominios soviéticos. Después del 11 de septiembre, Putin enfureció a muchos de sus comandantes del ejército y jefes de seguridad tras acordar permitir a Estados Unidos desplegar bases en Uzbekistán y Kirguistán para la invasión de Afganistán. Una vez los talibanes fueron derrocados, Estados Unidos decidió que le iba bien quedarse. Después de todo, ¿quién iba a detenernos? Teniendo en cuenta el lamentable estado de cosas, los rusos, desde luego, no iban hacerlo. Así que en 2002, del cadavérico y pálido rostro de Putin goteaban aún los restos del tartazo americano. Pero después de años en los que Rusia se ha reconstruido aprovechando la subida de los precios de las materias primas (hoy es el mayor productor de crudo), nuestra ventaja en el terreno de juego de las potencias mundiales ha comenzado a perderse en favor de Putin. Sin prisas y en silencio, ha conseguido expulsar a las fuerzas estadounidenses de Uzbekistán y se ha alineado con Kirguistán. Y ahora, aquí en Georgia, ha aprovechado la oportunidad para dar un puñetazo sobre la mesa y reafirmarse.
Durante mi visita a Georgia en 2003, si alguien me hubiese dicho que en cinco años los asesores militares estadounidenses saldrían a toda pastilla de su base principal en Vasiani para evitar ser masacrados por las fuerzas rusas en su avance lo hubiese abofeteado con un pollo de goma por insultar a mi inteligencia. Pero aquí estaban: recuperando el aliento en el lobby del Tblisi Sheraton, insistiendo off the record que el conflicto ha sido culpa de los georgianos, no suya.
Por qué Misha decidió atacar sigue siendo un misterio. Él afirma que fue obligado a bombardear Tsjinvali para evitar una invasión rusa, pero esto no tiene ningún sentido militar, y desde entonces ha sido desmentido tanto por los georgianos como por los observadores de la OSCE sobre el terreno. Otros creen que lanzó el golpe porque, con Bush a punto de abandonar la Casa Blanca, pensaba que ésta sería su última oportunidad para retomar el control de Osetia del Sur. Otra teoría popular entre los periodistas y especialistas es que el notoriamente “temperamental” (algunos dirían “mentalmente inestable”) Saakashvili cayó en una astuta trampa rusa para llevar a cabo una invasión condenada al fracaso, parte del plan de Putin para castigar a Occidente por reconocer a Kosovo y otros crímenes de insensibilidad imperial. Personalmente, votaría a favor de la segunda. (Putin ha ofrecido una hipótesis alternativa: que Misha intencionadamente desencadenó la guerra para aupar las perspectivas de John McCain en las elecciones en los EE UU.)
Antes de la ofensiva del 7 de agosto, los georgianos cortaron la emisión de los canales de televisión rusos e Internet en Osetia del Sur. Entonces comenzaron a llover cohetes Grad y artillería en la capital y los pueblos de los alrededores. Las primeras horas de esta ofensiva relámpago, como un osetio me dijo el día anterior, fueron de “shock and awe” [conmoción y pavor, la doctrina militar de EEUU usada en Iraq, NdT]. Al menos la mitad de la población huyó a Rusia. La gente con la que hablé en los campos de refugiados, la mayoría mujeres, todavía estaban conmocionadas. Me hablaron de sus pueblos en llamas, de georgianos violando y asesinando, de granadas arrojadas en los refugios para civiles, de tanques pasando por encima de niños. (Era imposible corroborar estas historias individuales, como generalmente es el caso a la hora de intentar separar el hecho de un rumor inflado en los campos de refugiados).
Las cifras de bajas fiables del conflicto son todavía imposibles de conseguir, pero a finales de agosto los rusos admitieron haber perdido 64 soldados, y los georgianos, un total de 215 soldados y civiles. En ambos casos, la cifra real es probablemente mucho mayor. En el frente civil, las fuentes osetias afirman que 1.500 fueron asesinados en el asalto georgiano —Putin lo llamó un “genocidio”—, pero muchos en Occidente rechazan esa cifra.
En privado, sin embargo, los asesores estadounidenses y los comandantes georgianos admiten que han sufrido “una derrota sin paliativos”. Es más, Arkady Ostrovsky, de The Economist, un reportero británico que desde hace tiempo ha sido cercano a Saakashvili, me explicó que, el día del alto el fuego, el presidente georgiano habló de pegarse un tiro, y que solamente fue disuadido cuando recibió unas declaraciones de apoyo de Condi [Condolezza, NdT] Rice. “Era algo triste de ver”, me contó Ostrovsky, “tendría que haber sido más crítico con Saakashvili antes, cuando podría haber servido de algo, muchos de nosotros tendríamos que haberlo sido.”
Éste es exactamente el tipo de debacle que los rusos buscaban. Y Konashenko quiere que todos nosotros lo viésemos, así que se ofrece a llevarme a mí y a otros reporteros a la ciudad de Gori, en la Georgia ocupada. Rusia tomó el control de la ciudad hacia el final de las hostilidades, cortando básicamente a su enemigo en dos y dejándolo expuesto a lo que Vladímir Putin quisiese hacer con él. “Ahora os mostraremos Gori, la ciudad está impecable”, dice alegremente Konashenko, “podríamos haberla destruido, pero no lo hicimos; por supuesto, hay algunos desperfectos aquí y allá.”
A la mañana siguiente, me dirijo a Georgia en la parte trasera de un camión militar ruso, atravesando a toda velocidad el campo de Osetia del Sur. Muchos pueblos han sido incendiados y completamente destruidos. En las comunidades de georgianos étnicos, que son una minoría, se respira el olor acre de la muerte, ya que quienes sobrevivieron a los ataques de represalia de los osetios apenas tuvieron tiempo para enterrar a sus amigos y familiares.
Este tipo de jactancia, conquistar un país y luego alardear del gran gesto de nobleza de respetar su soberanía, es algo que hasta no hace mucho estaba reservado a las fuerzas estadounidenses
Cuando llegamos a Gori, sus habitantes no parecen inquietarse por nuestra presencia. Se alejan cuando los reporteros, agresivamente, los apuntan con sus cámaras y los persiguen por las calles empedradas de la ciudad para arrancarles una declaración. Algunos aseguran que están agradecidos de que las fuerzas rusas estén aquí para protegerlos de las bandas de osetios y chechenos que han arrasado varias partes de Georgia, asesinando a civiles y saqueando los hogares antes de que llegasen los rusos. Después de media hora, los georgianos con los que hablamos se acostumbran a nuestra presencia. Unos pocos reúnen el coraje necesario para llevarme a un sitio aparte y preguntarme, entre susurros, cosas como “¿Van a marcharse los rusos en algún momento?” y “No tenemos mucha información. ¿Va a convertirse esto en territorio ruso para siempre?”
En la amplia plaza central de Gori hay vidrios rotos en las aceras, pero como Konashenko nos prometió, la mayor parte de la ciudad está intacta. También vacía, como si un virus o una bomba de neutrones hubiese evaporado a la población civil. La mayoría de los residentes de la ciudad hace tiempo que huyeron a Tbilisi junto con los soldados.
Mientras bajamos de un salto de la parte trasera de los camiones militares, uno de los comandantes militares señala a una bandera flácida ondeando a media asta sobre el edificio de la administración de granito pulido, en el otro extremo de la plaza. “¿Veis?”, dice, “la bandera georgiana todavía ondea. Esto es territorio georgiano, no estamos anexionándolo, como dicen los medios de comunicación.” Este tipo de jactancia, conquistar un país y luego alardear del gran gesto de nobleza de respetar su soberanía, es algo que hasta no hace mucho estaba reservado a las fuerzas estadounidenses. Cuán rápido ha cambiado la historia.
Los otros periodistas occidentales se desviven por encontrar alguna atrocidad, afanándose por encontrar signos de que los rusos hayan arrojado una bomba de racimo o masacrado a civiles. Los editores de la sección internacional en sus países han estado exigiendo pruebas de la maldad de los rusos después de ignorar olímpicamente los crímenes de Georgia en Osetia del Sur. Es un negocio sórdido, pero los reporteros sólo están obedeciendo órdenes.
Después de una hora a 32 grados de temperatura, me dirijo a la plaza central de la ciudad, donde me doy de bruces con un espectáculo chocante: decenas de soldados rusos bailando y pavoneándose en la línea de contacto georgiana. Se lo pasan bien, eufóricos, haciéndose fotos de recuerdo los unos de los otros frente al edificio de la administración y la estatua de Stalin (el hijo nativo más famoso de Gori) mientras sus comandantes se reclinan en sus sillas y ríen. Me acerco al teniente coronel Andréi Bobrun, comandante asistente de las fuerzas terrestres rusas del Distrito Militar del Cáucaso Norte —el vecindario más rudo en Eurasia occidental— y le pregunto cómo se siente ahora, como líder militar victorioso en una guerra subsidiaria (proxy war) con los Estados Unidos.
“Nunca ha estado tan orgulloso de Rusia, ¡nuestra magnífica Rusia!”, grazna Bobrun, con un AK ceñido a su hombro. “Durante veinte años no hemos hecho más que hablar y hablar, parlotear y parlotear, quejarnos y quejarnos. Pero no hicimos nada mientras Estados Unidos arramblaba con todo como quería. Veinte años de cháchara. Ahora Rusia ha vuelto. Y puedes ver la grandeza de Rusia. Mira a tu alrededor: no estamos intentando anexionar este país. ¿Para qué cojones necesitamos a Georgia? Rusia podría quedarse con ella, ¿pero para qué? Demonios, podríamos conquistar todo el mundo si quisiéramos. Eso es un hecho. Fue Rusia la que salvó a Europa de Gengis Khan. Rusia podría haberse hecho con India y Oriente Medio. Podríamos habernos hecho con todo, nos hicimos con Alaska, nos hicimos con California. No hay nada con la que no pueda hacerse Rusia, y ahora estamos recordándoselo al mundo.”
“¿Por qué devolvisteis California?”, le pregunto. Siempre me ha desconcertado por qué un país abandonaría una zona costera de primera para invertir por los pantanos congelados de Siberia. Siempre pensé que era porque a los rusos les dio vergüenza cuando se vieron manteniendo un trozo de este planeta tan perfecto como California: como un grupo de nerds de segunda fila que consiguen colarse en la fiesta de los Oscar de Vanity Fair pero que en cuestión de minutos de su pequeño triunfo salen a escondidas de la carpa por pura vergüenza, sabiendo que nunca encajarían en un lugar así.
“La devolvimos porque no la necesitamos”, alardea Borisov, resoplando. “Rusia tiene suficiente tierra, para qué demonios necesitamos más. Pero si otros quieren comenzar algo, esto es lo que ocurrirá. Rusia ha vuelto, y estoy orgulloso”.
Rusia está embriagada de su victoria y las posibilidades que implica, haciendo que sus vecinos recientemente independizados entren en una suerte de pánico animal enloquecido
El día avanzaba, y los organizadores del pool de prensa del Kremlin nos recogieron y regresamos por la misma ruta de la victoria. Fue en esta segunda visita a las ruinas de Tsjinvali, a medida que se acercaba el atardecer y la violencia parecía adquirir una especie de tono abstracto, cuando empecé a darme cuenta de que estaba asistiendo a algo mucho más grande que el debate actual sobre la agresión rusa o quién era culpable de qué, alejando el foco de esta escena. Entendí que lo que estaba viendo eran las primeras ruinas del declive imperial estadounidense. No era algo fácil de ver. Han tenido que pasar años desde el colapso real para que los rusos aceptasen esa terrible realidad y se ajustasen a ella, primero atrincherándose, sin pasarse de la raya ni ir de farol, acumulando fuerzas lentamente y sin hacer mucho ruido mientras Estados Unidos recorría el mundo a lo loco, arruinándose y desangrándose.
Ahora todo se ha acabado para nosotros. Eso está claro sobre el terreno. Pero tendrán que pasar años antes de que la élite política estadounidense comience incluso a darse cuenta de este hecho. Mientras tanto, Rusia está embriagada de su victoria y las posibilidades que implica, haciendo que sus vecinos recientemente independizados entren en una suerte de pánico animal enloquecido. La experiencia les ha enseñado que es en momentos como éste cuando las fronteras con Rusia se convierten otra vez en una alfombrilla de bienvenida bañada de sangre en un corrimiento de tierras histórico y violento. La historia nunca se terminó, solo se congeló por una década, más o menos. Y ahora está descongelándose, trayendo consigo el hedor familiar de los cuerpos hinchados, de las ruinas chamuscadas y del sudor agrio de la infantería rusa.
Estas dos cosas en una misma habitación (una Rusia con subidón y unos Estados Unidos en un mal viaje) es la mejor receta para un serio desastre
Hemos entrado en un momento peligroso de la historia: Estados Unidos está en declive, reaccionando histéricamente, aullando y gritando y dando una pataleta, desesperado por demostrar que aún tiene dientes. Que los tiene, pero no de la misma manera de antes que EE UU quiere o cree tener. La historia nos muestra que es en este momento, cuando un país se inclina hacia el declive y la humillación, cuando se toman las peores decisiones, tan estúpidas y destructivas que hacen que la campaña de Iraq parezca un mero ejercicio de conducción en el que se ha golpeado ligeramente un parachoques en comparación.
Rusia, mientras tanto, experimenta con su victoria un subidón. Como un actor de Hollywood hasta las cejas de cocaína. Estas dos cosas en una misma habitación —una Rusia con subidón y unos Estados Unidos en un mal viaje— es la mejor receta para un serio desastre. Si tenemos suerte, sobreviviremos al humillante declive y nos asentaremos en la nueva realidad sin causarnos mucho daño a nosotros mismos y al resto del mundo. Pero cuando este terrible momento llegue, cuando la disonancia cognitiva aterrice con toda su fuerza, habrá una lucha épica para hacernos entrar en razón y prevenir que los William Kristol, Max Boot y Robert Kagan de este mundo nos conduzcan a un holocausto nuclear en el que, nos aseguran, podemos ganar contra Rusia gracias a nuestra superioridad tecnológica. Si tenemos la voluntad, nos tratan de convencer, podremos ganar de una vez por todas.
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