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Análisis
Paz fría
La gripe de Petrov (2021), la última película de Kirill Serebrennikov, comienza con la escena de un autobús interurbano abarrotado en Rusia. El ambiente es febril, casi violento. El protagonista, preso de la fiebre, sufre un ataque de tos y se dirige a la parte trasera del vehículo. Le sigue de cerca otro pasajero que grita: “Todos los años nos daban vales gratuitos para un sanatorio. Era bueno para el pueblo. Gorby nos vendió, Yeltsin dilapidó todo, luego Berezovsky se deshizo de él y nombró a estos tipos, ¿y ahora qué?”. El hombre concluye diciendo que “habría que fusilar a todos los que actualmente ostentan el poder”. En este punto, el protagonista se baja del autobús y entra en una ensoñación en la que se une a un pelotón de fusilamiento que ejecuta a un grupo de oligarcas.
Con “estos tipos” el personaje se refiere a Putin y su camarilla, mientras que la pregunta “¿y ahora qué?” es el interrogante que pesa sobre el país que ellos han creado. ¿Qué tipo de sociedad es la Rusia contemporánea y hacia dónde se dirige? ¿Cuáles son las dinámicas de su economía política? ¿Por qué los actuales dirigentes rusos han desencadenado un conflicto devastador con un vecino con el que Rusia se halla estrechamente vinculada? Durante tres décadas, la paz fría reinó en la región, mientras Rusia y el resto de Europa nadaban juntos en las gélidas aguas de la globalización neoliberal. En 2022, tras la invasión de Ucrania y las sanciones económicas y financieras impuestas por Occidente, hemos entrado en una nueva era en la que las ilusiones que animaron la transición del país a la economía de mercado se han hecho insostenibles.
A pesar de las promesas de democracia y prosperidad, la mayoría de los habitantes de la antigua Unión Soviética no obtuvieron ninguna de las dos cosas
Por supuesto, la fantasía del desarrollo postsoviético nunca se ha correspondido con la realidad. En 2014 Branko Milanović trazó el balance de situación de las transiciones al capitalismo de los antiguos países socialistas en el que concluía que “únicamente tres o, a lo sumo, cinco o seis de ellos se hallan en vías de formar parte del mundo capitalista rico y (relativamente) estable. Muchos otros se están quedando atrás y algunos se hallan tan rezagados que durante varias décadas no podrán aspirar a volver a ocupar la posición en la que se encontraban cuando cayó el muro”. A pesar de las promesas de democracia y prosperidad, la mayoría de los habitantes de la antigua Unión Soviética no obtuvieron ninguna de las dos cosas. Por su tamaño geográfico y su centralidad político-cultural, Rusia fue el nudo gordiano de este proceso histórico, que constituye el trasfondo vital de la crisis ucraniana, porque para trazar las coordenadas de la situación actual y explicar la precipitación de los dirigentes rusos hacia la guerra los factores económicos internos son tan esenciales como los planteamientos militares fundamentados en la lógica de la “gran potencia” aducidos para explicar su comportamiento.
Período I: 1991-1998
La agresión de Rusia forma parte de un intento desesperado y trágicamente mal calculado de hacer frente a lo que Trotsky denominó “el látigo de la necesidad externa”, es decir, la obligación de competir con otros Estados para preservar un cierto grado de autonomía política. Fue este mismo látigo el que llevó a los dirigentes chinos a adoptar una liberalización económica controlada a principios de la década de 1980, que propulsó cuarenta años de integración en la economía mundial, en gran medida exitosa, que permitió al régimen reconstruir y consolidar su legitimidad simultáneamente. En Rusia, sin embargo, ese látigo rompió el propio Estado tras el fin de la Guerra Fría.
Como documenta Janine Wedel en su indispensable Collision and Collusion: The Strange Case of Western Aid to Eastern Europe (2000), la desaparición de la Unión Soviética provocó un profundo debilitamiento de la élite nacional del país. Durante los primeros años de la transición, la autonomía del Estado se redujo al mínimo hasta el punto de que la formulación de las políticas públicas se delegó efectivamente en los asesores estadounidenses dirigidos por Jeffrey Sachs, que supervisaron el trabajo de un pequeño grupo de reformistas rusos entre los que se encontraban Yegor Gaidar, el primer ministro que lanzó la decisiva liberalización de precios del país, y Anatoli Chubais, el zar de las privatizaciones y antiguo aliado de Putin. Sus reformas, concebidas en términos de terapia de choque, provocaron la involución industrial y el aumento de los índices de pobreza, infligiendo una humillación nacional e imprimiendo una profunda sospecha hacia Occidente en la psique cultural de Rusia. Dada esta traumática experiencia, el lema más popular en Rusia sigue siendo “la década de 1990, nunca más”.
Vladimir Putin construyó su régimen sobre este lema. Una simple mirada a la evolución del PIB per cápita nos dice por qué. Los primeros años de la transición a la economía de mercado estuvieron marcados por una grave depresión, que culminó en el crack financiero de agosto de 1998. Sin embargo, lejos del colapso total descrito por Anders Åslund en Foreign Affairs, este momento albergó de hecho las semillas de la reactivación. El rublo perdió cuatro quintas partes de su valor nominal en dólares, pero ya en 1999, cuando Putin subió al poder a raíz de otra guerra en Chechenia, la economía había empezado a recuperarse.
Desde 1999 hasta el 2008 los principales indicadores macroeconómicos fueron impresionantes. El trueque retrocedió rápidamente y el PIB creció a una tasa media anual del 7%
Antes del crac, las recetas macroeconómicas del Consenso de Washington habían provocado una depresión muy difícil de gestionar, ya que las políticas antiinflacionistas y la defensa obtusa del tipo de cambio privaron a la economía rusa de los medios necesarios para garantizar la circulación monetaria. La subida de los tipos de interés y el fin de la seguridad del pago de los salarios por parte del Estado dieron lugar a la generalización del trueque, que representaba más del 50 por 100 de los intercambios entre empresas en 1998, provocaron un retraso endémico en el pago de los salarios y azuzaron el abandono del mercado nacional por parte de las empresas industriales. En lugares remotos, el uso del dinero desapareció casi por completo de la vida cotidiana. En el verano de 1997 pasé algunos días en el pequeño pueblo de Chernorud, situado en la orilla occidental del lago Baikal, cuyos habitantes cosechaban piñones y los utilizaban para pagar el billete de autobús a la cercana isla de Olkhon, así como el alojamiento y el pescado seco, mientras un vaso lleno de frutos secos representaba para ellos una unidad de cuenta. La situación social y sanitaria, así como los niveles de delincuencia eran nefastos. La desesperación generalizada se reflejaba en la elevada tasa de mortalidad.
Período II: 1999-2008
En comparación con esta catástrofe económica, la primera época de Putin fue una fiesta. Desde 1999 hasta el 2008 los principales indicadores macroeconómicos fueron impresionantes. El trueque retrocedió rápidamente y el PIB creció a una tasa media anual del 7 por 100. Este, tras reducirse casi a la mitad entre 1991 y 1998, recuperó su nivel de 1991 en 2007, algo que Ucrania nunca logró. La inversión repuntó junto con los salarios reales, mostrando incrementos anuales iguales o superiores al 10 por 100. A primera vista, parecía plausible hablar de un milagro económico ruso.
Este envidiable comportamiento económico fue posibles gracias a la subida de los precios de las materias primas, pero este no fue el único factor. Además, la industria rusa se benefició de los efectos estimulantes de la devaluación del rublo decidida en 2008, cuya pérdida de valor hizo que los productos fabricados localmente fueran más competitivos, lo cual facilitó la sustitución de importaciones. Dado que las empresas industriales estaban completamente desconectadas del sector financiero, no sufrieron el crac de 1998. Además, gracias al legado de la integración empresarial soviética, durante la década de 1990 las grandes empresas prefirieron en su mayoría retrasar los pagos de los salarios en lugar de despedir a sus trabajadores. Como resultado de ello, estas pudieron aumentar rápidamente la producción cuando se produjo la reactivación de la economía, lo cual hizo que el grado de utilización de la capacidad existente pasara de alrededor del 50 por 100 antes de 1998 a casi el 70 por 100 dos años después, comportamiento que animó a su vez el crecimiento de la productividad creando un círculo virtuoso.
El objetivo más importante de Putin fue el sector energético en el que pretendió reafirmar el control estatal de los precios y eliminar a posibles rivales
Otro factor positivo fue la voluntad del gobierno de aprovechar las ganancias inesperadas de las exportaciones para revitalizar la intervención estatal en la economía. Los años 2004 y 2005 marcaron un claro cambio de rumbo en este sentido. La privatización seguía en la agenda, aunque continuaba a un ritmo mucho más lento. Desde el punto de vista ideológico, la corriente fluyó en sentido contrario concediendo una mayor importancia a la propiedad pública. Un decreto presidencial del 4 de agosto de 2004 estableció una lista de mil sesenta y cuatro empresas que no podían ser privatizadas, al tiempo que señaló una serie de sociedades anónimas en las que no podía reducirse la participación del Estado, cuya actividad se amplió mediante la combinación pragmática de reformas administrativas y mecanismos de mercado. El objetivo más importante de Putin fue el sector energético en el que pretendió reafirmar el control estatal de los precios y eliminar a posibles rivales, como sucedió con el magnate petrolero liberal Mijaíl Jodorkovski. Mientras tanto, la combinación de los nuevos instrumentos de gestión derivados de las políticas públicas aprobadas y de los correspondientes incentivos para propiciar la inversión rusa en el exterior creó empresas capaces competir en sectores como la metalurgia, la aeronáutica, la automoción, la nanotecnología, la energía nuclear y, por supuesto, el equipamiento militar. El objetivo declarado era utilizar los fondos generados por la exportación de recursos naturales para modernizar y diversificar una base industrial en gran medida obsoleta a fin de preservar la autonomía de la economía rusa.
Periodo III: 2008-2022
Se podía vislumbrar una visión desarrollista en este intento de reestructurar los activos productivos de Rusia. Sin embargo, los errores estratégicos en la gestión de la inserción del país en los mercados globales, junto con las tensas relaciones entre sus dirigentes políticos y la clase capitalista, impidieron una adecuada articulación de este acuerdo social. Los síntomas de este fracaso se hicieron patentes con la crisis financiera de 2008 y en el agónico crecimiento registrado durante la década siguiente, cuyas primeras consecuencias se hicieron evidentes, primero, en la continua dependencia de las exportaciones de materias primas, sobre todo hidrocarburos, pero también productos metalúrgicos básicos y, más recientemente, cereales. En el exterior, esta creciente especialización hizo que la economía se hallara sujeta a las fluctuaciones de los mercados mundiales. Internamente, propició que la formulación de las políticas públicas girase en torno a la distribución del excedente (a menudo raquítico) procedente de estos sectores.
En 2018, las manifestaciones masivas contra las reformas neoliberales de las pensiones forzaron al gobierno a un retroceso parcial. También revelaron la creciente fragilidad del régimen de Putin
El fracaso de este proyecto desarrollista de Rusia también puede constatarse en sus altos niveles de financiarización. Ya en 2006 su cuenta de capitales estaba totalmente liberalizada. Esa medida, junto con la entrada en la OMC en 2012, indicaba una doble lealtad: en primer lugar, al proceso de globalización liderado por Estados Unidos, cuya piedra angular era la libre circulación de capitales; en segundo, a la élite económica nacional, cuyo fastuoso estilo de vida y frecuentes enfrentamientos con el régimen le obligaba a ocultar sus fortunas y sus empresas en el exterior. Putin fomentó esta salida de capital nacional, aunque simultáneamente adoptara políticas macroeconómicas diseñadas para atraer la inversión extranjera a Rusia. La internacionalización resultante de la economía rusa, combinada con su dependencia de las exportaciones de materias primas, explica por qué Rusia se vio gravemente afectada por la crisis financiera mundial, que provocó una contracción del 7,8 por 100 de la misma en 2009. Para hacer frente a esta inestabilidad, las autoridades rusas optaron por una costosa acumulación de reservas de baja rentabilidad, lo cual significó que, a pesar de su posición positiva de inversión internacional neta, Rusia perdiera entre el 3 y el 4 por 100 de su PIB a través de los pagos financieros efectuados al resto del mundo durante la década de 2010.
Así pues, en la década anterior a la invasión de Ucrania, la economía rusa se caracterizó por un estancamiento crónico, una distribución extremadamente desigual de la riqueza y un relativo declive económico en comparación con China y el núcleo capitalista. Si bien es cierto que se han registrado otros desarrollos más positivos, como la dinámica de sustitución de importaciones en sectores como la agricultura y el procesamiento de alimentos a raíz de las sanciones y contrasanciones adoptadas tras la anexión de Crimea y, paralelamente, la emergencia de un vibrante sector tecnológico que ha permitido el desarrollo de un ecosistema digital dotado de un impresionante alcance internacional, todo ello no fue suficiente para contrarrestar la debilidad estructural de la economía rusa. En 2018, las manifestaciones masivas contra las reformas neoliberales de las pensiones forzaron al gobierno a un retroceso parcial. También revelaron la creciente fragilidad del régimen de Putin, incapaz de cumplir sus promesas de modernización económica y políticas de bienestar adecuadas. Mientras esta tendencia siga socavando su legitimidad, la confianza del presidente en el revanchismo nacionalista, así como sus expresiones militares, será aún más intensa.
Enfrentada a las dificultades económicas y al aislamiento político tras su aventura en Ucrania, las perspectivas para Rusia son sombrías. A menos que consiga una victoria rápida, el gobierno se tambaleará cuando los rusos de a pie sientan los costes económicos de la guerra, siendo probable que responda con una represión creciente. Por ahora, la oposición está fragmentada y algunos sectores de la izquierda, incluido el Partido Comunista, se han unido en torno a la bandera, lo que significa que a corto plazo Putin no tendrá problemas para reprimir a la disidencia. Pero más allá de esto, el régimen está en peligro en múltiples frentes.
Las empresas están aterrorizadas por las pérdidas que sufrirán y los periodistas financieros rusos han hecho sonar las alarmas abiertamente. No es fácil, por supuesto, predecir el resultado de las sanciones, que aún no se han aplicado en su totalidad, sobre las fortunas de los oligarcas individuales. Hay que tener en cuenta que el banco central ruso ha estabilizad rápida y hábilmente el rublo después de que perdiera un tercio de su valor inmediatamente tras la invasión, pero para los capitalistas rusos el peligro es real. Dos ejemplos ilustran los retos a los que se enfrentarán. El primero es el caso de Alexei Mordashov, el hombre más rico de Rusia según Forbes, que recientemente fue incluido en la lista negra de sanciones de la Unión Europea por sus presuntos vínculos con el Kremlin. Tras esta decisión, Severstal, el gigante siderúrgico del que es propietario, interrumpió todos los suministros a Europa, que suponían un tercio de las ventas totales de la empresa equivalente a 2,5 millones de toneladas de acero anuales aproximadamente. La empresa debe ahora buscar otros mercados en Asia, pero con condiciones menos favorables que perjudicarán su rentabilidad. Estos efectos en cascada sobre las empresas de los oligarcas tendrán implicaciones para el conjunto de la economía.
En segundo lugar, las restricciones a las importaciones plantean serias dificultades para sectores como la producción de automóviles y el transporte aéreo. Podría producirse un “vacío tecnológico”, dada la retirada del mercado ruso de empresas de software empresarial como SAP y Oracle. Sus productos son utilizados por las principales empresas rusas –Gazprom, Lukoil, la Corporación Estatal de Energía Atómica, los Ferrocarriles Rusos– y será costoso sustituirlos por productos de fabricación nacional. En un intento de limitar el impacto de esta carencia, las autoridades han legalizado el uso de software pirata, han ampliado las exenciones fiscales para las empresas tecnológicas y han anunciado que los trabajadores de la tecnología serán eximidos de las obligaciones militares, pero estas medidas no son más que un parche temporal. La importancia crucial del software y la infraestructura de datos para la economía rusa pone de manifiesto el peligro de los sistemas de información monopolizados y dominados por un puñado de empresas occidentales, cuya retirada puede ser potencialmente catastrófica.
En resumen, no hay duda de que la guerra en Ucrania será perjudicial para muchas empresas rusas, poniendo a prueba la lealtad de la clase dirigente rusa al régimen, pero el consentimiento de la población en general también está en peligro. A medida que las condiciones socioeconómicas se deterioren todavía más para la población en general, el lema que tan bien le sirvió a Putin contra su oposición liberal (“la década de 1990, nunca más”) puede volverse pronto contra el Kremlin. La mezcla de miseria generalizada y frustración nacionalista es nitroglicerina política. Su explosión no perdonaría al régimen oligárquico de Putin ni al modelo económico en el que se apoya.