Hemeroteca Diagonal
Juan José Martínez D'Aubuisson: “Las maras son importantes cuando no tienes nada, cuando ya naciste muerto”

Hablamos con este autor sobre el interminable conflicto de las pandillas y el papel de los gobiernos salvadoreños.
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Juan José Martínez d'Aubuisson pasó el año 2010 contando muertos en la última comunidad de la colina de Montreal, en el municipio de Mejicanos, en San Salvador (El Salvador). Los de un lado, la Mara Salvatrucha 13, y los del otro, el Barrio 18. Las dos pandillas más grandes de América, enfrentadas en una “guerra de niños” sin tregua ni final. Con sus diarios de campo, escritos a partir de la observación desde la trinchera de la MS-13, ha publicado Ver, oír, callar (Pepitas de Calabaza, 2015).

Da la impresión de que en el libro has callado más de lo que cuentas, ¿es así o es una impresión errónea?
A ver, no. Evidentemente, conviviendo dentro del barrio te enteras de una gama de cuestiones que no pueden ser publicadas, pues rompen algunos códigos éticos, sobre todo cuando se trata de salvaguardar el honor y la seguridad de algunos de tus informantes. No puedo publicar, por ejemplo, casos de abuso sexual, ya que solamente terminaría dañando el prestigio de la víctima. No puedo decir los datos de algunos de mis informantes, estos jovencitos que se escabullían a hablar conmigo y contarme lo dura que era la vida dentro de la clica [unidad más pequeña de una mara], ya que si la clica se entera, los asesinarían sin miramientos.

Es una lástima, ya que eran historias geniales, excelentes para explicar cosas. Sin embargo, son impublicables: sería fácil dar con ellos si cuento ciertas anécdotas. Supongo que es una cosa a la que debemos renunciar los investigadores si de verdad nos importan nuestros informantes. En general, no siento que me haya quedado con mucho. La esencia está.

¿Hasta qué punto consideras que has podido caer en la premisa de “ver, oír y callar” que da título al libro?
Considero que en ningún momento he caído en la premisa de ver, oír y callar. Éste es un código de terror impuesto por la pandilla hacia afuera. El hecho de escribir este libro va en la línea de romper este código. No para denunciarlos, sino más bien para retratar una realidad compleja y articulada en la que viven no sólo los pandilleros, sino grandes sectores de las clases subalternas salvadoreñas y latinoamericanas.

Ver, oír y callar simboliza el miedo, no sólo a un eslabón de la expresión, sino a toda una lógica antigua de ignorar y callarnos lo que les sucede a los de abajo, a los barrios y sus habitantes. En la medida en que podamos romper ese pacto e ir restregando en la cara de la sociedad estas realidades, los académicos y periodistas estaremos atendiendo a nuestras responsabilidades.

Esta norma de silencio se aprende en los barrios desde pequeños. Una mala mirada o un mal comentario pueden terminar con asesinatos o expulsiones de familias enteras de los barrios, lanzándolos a una vida de nomadismo urbano por los barrios marginales salvadoreños. Sin embargo, esta lógica del silencio, este hábito de la mordaza, como lo llama el buen colega Germán Andino, ha estado presente desde siempre, gestándose desde principios de siglo, cuando era mejor callar las vejaciones de los caporales de las haciendas cafetaleras por miedo a amanecer ahorcado o a quedarte sin trabajo. Se afinó durante todo el proceso revolucionario de 1960 a 1992, cuando un par de palabras podían llamar a las balas a tu casa.

¿Se puede establecer algún paralelismo con la mafia por la manera de proceder de las pandillas?
Muy poco. La mafia, al igual que las bandas organizadas de asalto, secuestro o robo, tiene un objetivo en concreto, que es el incremento del capital, en sentido amplio, a través de actividades ilícitas, y usan la violencia cuando es necesario para este fin.

Sin embargo, las maras o pandillas usan la violencia como una parte importante, casi central, de su identidad. La clave de su identidad, de hecho, se encuentra en las relaciones de oposición y conflicto con el otro antagónico. Si una pandilla dejara de existir, la otra perdería el rumbo. Esto les da estatus, poder, respeto dentro de sus contextos. Tres cosas que no obtendrían jamás por otros medios. Sí, obtienen dinero también, y cada vez más; sin embargo, sería erróneo decir que las pandillas son pequeñas mafias que buscan enriquecerse. Si fuese así, sería más fácil controlarlos, y los ridículos programas de prevención de violencia, que buscan sacarlos de las pandillas dándoles trabajo, tendrían éxito. Pero no es de esta forma, es más complejo. Es una violencia ritualizada.

Defines sus enfrentamientos como “guerras de niños”. ¿Es una definición literal, por la edad de los miembros de las pandillas, o también tiene una lectura simbólica? ¿Se puede intervenir desde la escuela para evitar la entrada de los chicos en las maras?
Lo llamo “guerra de niños” porque la edad de estos chicos generalmente es muy baja, entre 12 y 25, justo esa edad cuando el estatus y el respeto se vuelven cosas importantes. Más importantes a veces que la vida misma. Ellos generan la ilusión de pertenecer a una familia, ya que las suyas no funcionan, y de estar peleando por una causa importante. Esto, cuando no tienes nada, cuando ya naciste muerto, es muy importante.

Las escuelas están plagadas de pandilleros, son centros de reclutamiento. Territorio perdido para el Estado. Sin embargo, podrían ser centros desde donde se empiece a irradiar la señal del cambio sociocultural para los barrios. Por el momento no se hace, solamente se limitan a dar clases dentro. El potencial está, haría falta un Estado capaz, y sobre todo un Estado comprometido.

¿Qué importancia tiene el código estético en las maras?
El código estético dentro de las maras es importante, como en todos los grupos sociales del mundo, como los abogados, los deportistas, los payasos, los periodistas, etc. Sin embargo, es un error pensar que lo que define a estos grupos son los tatuajes, su música, su jerga y su ropa. Éstas son manifestaciones de su identidad sociocultural, la forma en que los valores profundos encuentran su salida. Todo esto puede cambiar y el grupo sigue siendo el mismo; en cuanto cambien sus valores y normas profundas cambiará la identidad y la lógica del grupo.

La caricaturización que ha hecho la prensa nos lleva en muchos casos a pensar de forma errada con respecto a estas cosas. La imagen del marero que se vende es el marero tatuado hasta los huesos y con ropas flojas; sin embargo, pensar que así son todos o que esto define a las maras sería como pensar que en Escocia todos los hombres usan faldas, se la pasan tocando la gaita todo el día y que esto les define como escoceses.

¿Qué papel juegan las mujeres? ¿Hay pandillas femeninas?
Las mujeres conforman casi el 100% de la base social de la pandilla. Sí, por loco que suene, la estructura de la pandilla está conformada más por mujeres que por hombres. Claro, la mayoría de pandilleros son hombres, pero necesitan todo un ramaje social que los sostenga. Ese ramaje es el barrio, en sentido amplio, y está conformado por mujeres. Son quienes les visitan en la cárcel, son sus madres, son quienes crían a sus hijos, son quienes les cuidan.

Además, son ellas las que salen del barrio a espiar a los enemigos o la poli, y quienes dan la cara en el cobro de las extorsiones. Por otro lado, y es algo que aún no comprendo, generalmente se les trata muy mal y es bastante frecuente que las clicas las asesinen por pequeños errores. Creo que deberé hacer un par de libros para entender este punto en concreto.

Por el momento te digo que tienen un papel fundamental, pero poco protagónico. Son como las tuercas de un carro y sus pequeñas bujías. Todos vemos y elogiamos el motor, pero sin ese montón de cables, tuercas y bujías el carro no anda, el motor no sirve para nada…

¿Cómo se podría parar esta rueda? ¿Ves algún final posible? ¿Cuál es la responsabilidad del Gobierno?
No veo un final cercano. Todo lo contrario, vienen tiempos peores, más tristes y más violentos. La rueda ahora gira más rápido cuando de pandillas hablamos. El Estado no ha querido hacer nada. Es raro. En 2009 cambió el Gobierno, dio un giro radical. Luego de 20 años de que gobernara la ultraderecha salvadoreña –ARENA, fundada por Roberto D’Au­­buisson, uno de los genocidas y magnicidas más crueles de Latino­américa, asesino de monseñor Arnulfo Romero en 1980–, llega al poder la ultraizquierda, la exguerrilla del FMLN, convertida en partido político después de los acuerdos de paz en 1992.

Cambiaron muchas cosas; sin embargo, las políticas relacionadas con pandillas siguieron igual. Represión, ataque frontal, asesinatos extraoficiales. Muerte. De hecho, se intensificó. Los barrios siguen aban­do­nados y las pandillas siguen siendo una opción lógica para los chicos. Los programas de prevención de violencia del Estado dan vergüenza. No están basados en estudios serios ni cuentan con diseños técnicos que les avalen. Son por intuición o poco más. Si no montan un torneo de fútbol, arman la policía comunitaria, si no dan clases de guitarra o montan un torneo de fútbol. Todo con bajísimo presupuesto y sin contar con el apoyo directo de los funcionarios. Mi Estado ha apostado a las balas y a la muerte para resolver sus problemas, así lo han hecho siempre y algo me dice que así lo seguirán haciendo.

Origen
La Mara Salvatrucha 13 y el Barrio 18 nacieron muy lejos de El Salvador. Lo hicieron en la costa oeste de Estados Unidos, en Los Ángeles (California), destino de gran parte de la migración durante la guerra civil salvadoreña a finales de los años setenta. Allí los más jóvenes formaron pandillas que les ayudaron a soportar la marginación que sufrían por parte del Gobierno estadounidense y de la población migrante de otras nacionalidades ya asentada. Curiosamente, Barrio 18 y MS-13 eran aliados hasta 1988. Después de que se iniciaran los enfrentamientos entre ambas bandas, EE UU deportó a cientos de ellos a El Salvador y la guerra siguió en su país.

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