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Gentrificación
Nómadas de ciudad
A las 11h de la mañana, las calles de Malasaña adoptan una vida distinta, ya lejos de los gritos y la música que regentan las noches. Una guía turística relata a su séquito las alocadas aventuras que se vivían durante los años 80, señalando un emblemático bar de la Movida Madrileña, que, asegura, es conocido por todos los madrileños, pero del que yo nunca había oído hablar. El ruido metálico de las persianas de las cafeterías y las tiendas despierta a algún que otro estudiante que se asoma somnoliento por la ventana. Comienza un día más en el barrio.
Entre sus edificios se esconde el santuario de María García Martín, conocida por sus vecinos como Marujita, la abuela de Malasaña. La anciana de 92 años recibe en su hogar las numerosas visitas de los malasañeros, que muestran una enorme preocupación por la matriarca de su barrio. “Yo no me quiero ir al pueblo”, afirma en referencia a la tierra abulense que abandonó hace 75 años, cuando se estableció en el bloque donde todavía hoy pasa sus días.
“El cambio se va notando poco a poco, no es como cuando pones la leche a cocer y brota enseguida”, aclara Marujita
“De aquel entonces a ahora, la zona no tiene nada que ver”, comenta Marujita desde su salón, repleto de fotos, diplomas y cartas de agradecimiento por una vida dedicada al vecindario. “El cambio se va notando poco a poco, no es como cuando pones la leche a cocer y brota enseguida”, aclara con una sonrisa, dando una pista más sobre su pasado. La anciana fue regente de una antigua lechería que, como tantos otros locales de la zona, ha desaparecido. Lamenta que los negocios tradicionales hayan cerrado. “Echo de menos el pequeño comercio”.
Se trata de uno de los efectos más evidentes del enorme flujo de turistas que absorbe el centro de Madrid. “Las dinámicas que están sometidas al turismo hacen que se produzca otro tipo de desplazamientos que tienen que ver más con el uso y el consumo, como es el cierre de locales tradicionales, de comercio de proximidad”, explica Eva García Pérez, arquitecta especializada en fenómenos de desigualdad urbana, quien añade que el centro está sometido a una cada vez mayor presión inmobiliaria.
“Esto lo estamos viendo ahora en Malasaña, Chueca, La Latina, cada vez con más frecuencia, dónde están transformando edificios completos en apartamentos turísticos, esto hace que sean espacios cada vez más inaccesibles para un tipo de población que trata de fijar su residencia en el centro”, explica Eva García Pérez
Fue a partir de 2008, coincidiendo con la crisis del ladrillo, cuando se transformó el mercado inmobiliario. Los fondos de inversión extranjeros encontraron un nicho de rentabilidad financiera en la compraventa de vivienda: el alquiler temporal o turístico en zonas de interés cultural. “Esto lo estamos viendo ahora en Malasaña, Chueca, La Latina, cada vez con más frecuencia, dónde están transformando edificios completos en apartamentos turísticos —señala la arquitecta—, esto hace que sean espacios cada vez más inaccesibles para un tipo de población que trata de fijar su residencia en el centro”.
La temida gentrificación
José Luis García, un salmantino que, buscando su ciudad en la capital, se estableció en Malasaña 27 años atrás, está sentado en la terraza del Café Tatiana. “Era lo más parecido que había a Salamanca”, comenta entre el rumor de algún grupo de jóvenes que ha adelantado la hora del vermut. García es miembro de la Asociación de Vecinos de Malasaña y ha protagonizado importantes batallas contra el Ayuntamiento para evitar el deterioro del barrio. “El centro hay que protegerlo, porque tiene un valor histórico y cultural; es la identidad de la ciudad”, defiende el salmantino.
La gentrificación, entendida como el proceso de sustitución de los vecinos tradicionales por una población más pudiente, se inició con la rehabilitación de algunas zonas del centro a partir de los años 80. Así sucedió inicialmente en Chueca, con la llegada de la comunidad LGTBIQ+, que favoreció la renovación del barrio al presentarse como una opción atractiva para las clases medias. La transformación de Malasaña vino un poco más tarde, con el empujón de la Administración, que restauró las fachadas de los edificios en los noventa. Y, posteriormente, Lavapiés, que también ha sufrido un cambio similar ante la intervención municipal.
“A la par que cambiaba su panorama estético, aparecieron jóvenes con un poder adquisitivo notable”, explica el vecino de Malasaña, resaltando el encanto de una zona que había dejado atrás la época de las drogas y que se había convertido en un espacio cultural y vital. “El precio de la vivienda era moderadamente alto, pero no exageradamente más caro que el resto del centro. Ahora es imposible”.
El barrio de Malasaña, también conocido como Universidad, se posiciona el tercero en la lista de alquileres más caros del distrito, después de Chueca —2.010 euros al mes— y Sol —1.545 euros—. Es el sexto en el municipio de Madrid, con una media de 1.360 euros al mes, según estadísticas de Fotocasa. Asimismo, el precio incrementa anualmente un 17%, tendencia ascendente que comparte con sus barrios vecinos. Mientras tanto, los alquileres más bajos se sitúan en la parte inferior de la ciudad, siendo aquellos más altos cuanto más próximos se encuentren del centro.
La afluencia de turistas ha paralizado este proceso de gentrificación. “El centro ha dejado de ser atractivo —señala José Luis—, yo llevo media vida aquí, pero no volvería a comprarme un piso”. El crecimiento exponencial de vivienda turística —un 349% solamente entre 2016 y 2020 en el distrito centro, según datos del Ayuntamiento de Madrid—, ha provocado un efecto expulsión de los residentes. “Son zonas muy caras, la gente de aquí se marcha a la periferia”.
La vida más allá del centro
Al sur del río Manzanares, algunos barrios considerados tradicionalmente obreros se han convertido en una vía de escape para los expulsados del centro. “Se está produciendo una llegada de esos pobladores que han sido desplazados y que, a su vez, probablemente, generen un desplazamiento”, evidencia Álvaro Ardura, profesor de urbanismo e investigador de los procesos de gentrificación en estas zonas. Recalca que aquellas zonas que mantienen mejores comunicaciones son las más propensas a verse afectadas.
“Se está produciendo una llegada de esos pobladores que han sido desplazados y que, a su vez, probablemente, generen un desplazamiento”, evidencia Álvaro Ardura
Asier Gil Vázquez es un joven pamplonés cuyo destino le ha llevado a vivir tanto en Retiro como en Puente de Vallecas, aunque ahora su residencia se sitúa en Carabanchel. Hace poco más de un año decidió trasladarse a Plaza Elíptica, donde los edificios de ladrillo y los bares tradicionales conviven con los nuevos residentes. Asier, como tantos otros jóvenes de provincia, vino a estudiar a Madrid y acabó enamorándose de la ciudad. El ahora profesor de universidad explica qué motivos le han empujado a mudarse a la periferia.
—¿Por qué te viniste a vivir a este barrio?
—Me venía estupendo para ir a trabajar. Pero sobre todo, era más barato.
Durante seis años estuvo compartiendo piso en la zona de Pirámides. Al cumplir la treintena, decidió que era el momento de emprender el camino solo. Sin embargo, y para su sorpresa, el alquiler estaba por las nubes. “Aunque a mí me gustaba mucho el barrio en el que vivía, me di cuenta de que no podía pagarlo”, relata Asier que, además, señala el atractivo añadido gracias a la reforma de Madrid Río y las nuevas viviendas que han construido. “Esa zona se ha convertido en centro cuando no era centro”.
En la infinita búsqueda por encontrar un hogar, descubrió una clara diferencia de precios a ambos lados del río. “Yo dentro de la M-30 no me podía pagar nada”. Pero una amiga le ofreció una alternativa: Plaza Elíptica. Justo, en su mismo rellano, alquilaban uno de los inmuebles. “La zona me parecía agradable y el piso se ajustaba a lo que necesitaba”. Asier afirma que la mayoría de sus conocidos se han trasladado a la periferia. “Ahora estamos todos por Usera, Marqués de Vadillo… Ya no tengo amigos que vivan en el centro”, asegura.
La llegada de los nuevos residentes hace saltar las alarmas ante un posible arranque de gentrificación. “Son procesos muy largos en el tiempo. Lo que matiza un poco la situación es que los inversores todavía no tienen muy claro dónde invertir de forma segura”, aclara Álvaro Ardura. La predilección de las clases medias por las zonas verdes, las vistas sobre la ciudad o la vivienda unifamiliar son características que se dan de manera desigual en estos barrios. “Solo algunas partes de estos distritos tienen este potencial”.
Sin embargo, la especulación del ladrillo ya comienza a hacer estragos. Las inmobiliarias han desembarcado en Puerta del Ángel. Subiendo por Paseo de Extremadura, la avenida está repleta de jóvenes que caminan a un ritmo frenético, parroquianos que fuman a las afueras de los bares y de parejas que, con el pelo ya canoso, pasean del brazo con la ayuda de un bastón.
Es cerca de este boulevard donde Pilar Sanjurjo y su madre comparten portal, pero no piso. Una vive en el cuarto y la otra en el tercero. Una se asentó en los años 80 y la otra hace casi una década. Y si hay algo que diferencie a ambas mujeres es su contrato de alquiler. Contratada por renta antigua, Pilar no ha tenido dificultad para resistir a la especulación inmobiliaria. Tanta suerte no ha corrido su madre.
La anciana de 96 años entró al piso poco después de la Ley Boyer, que permitió que los contratos de alquiler no mantuvieran una prórroga obligatoria e indefinida. La inmobiliaria Madlyn, responsable directa de la gentrificación en Puerta del Ángel, compró hace cinco años la empresa que gestionaba los inmuebles del edificio. “A nosotros no nos han tocado el contrato”, explica Pilar, “pero a los vecinos que no eran de renta antigua, incluida mi madre, la inmobiliaria ha dejado que sus contratos temporales terminasen para después echarlos”.
“Reforman la casa, lavan la cara y 1.200 euros. Que quieres, bien; si no, ahí tienes la puerta”, denuncia Pilar Sanjurjo
A través de un burofax, recibían la misiva: los inquilinos debían abandonar el piso. La mujer aclara que la situación económica de los vecinos no era complicada. “La gente se fue a otra casa y ya está”. Pero el caso de su madre fue distinto. Ella se quedó cerca de su hija. “Si antes pagaba 700 euros, ahora paga 1.200 euros”, señala indignada. “Reforman la casa, lavan la cara y 1.200 euros. Que quieres, bien; si no, ahí tienes la puerta”.
En los rellanos ya no se paran los vecinos de siempre a hablar de lo de siempre. Quizás algún chismorreo sobre el nuevo del quinto o los erasmus que han llegado al segundo. Aparecen caras nuevas, distintas, que se renuevan con frecuencia, que hablan otros idiomas, entre el sonido intermitente de las maletas. “Es una historia de vecinos que entran, vecinos que salen, vecinos que entran, vecinos que salen”, repite Pilar. “Viene mucha gente joven, supongo que estudiantes. Están poco tiempo, van y vienen”.
El bloque cuenta con 70 viviendas. “Se habrán marchado entre 30 y 40 familias”, estima, y añade que tan solo quedan ocho vecinos de renta antigua. “Eran personas mayores, muchos han fallecido ya”. La inflación de los precios también influye sobre el resto de las viviendas del barrio. “Cuando una empresa comienza a subir los alquileres, todos los demás van detrás, incluso los particulares. Esto ha encarecido la vida aquí”, se queja.
Pilar Sanjurjo es también la vicepresidenta de la Asociación de Vecinos de Puerta del Ángel. El pequeño local está situado en una plaza custodiada por altos edificios de viviendas, escondida y accesible por unas escaleras. La fachada morada está decorada con flores rosas y un cartel que anima a los vecinos a apropiarse de alguno de los maceteros. En su interior, un gigantesco mural de fotos en blanco y negro, un pequeño recordatorio de la historia del barrio. Andrés Vales, su portavoz, conoce las calles como la palma de su mano y es capaz de enumerar una infinita lista de obras que se están construyendo bajo la etiqueta de Madlyn.
“El barrio comenzó a cambiar hace tres años, tras el desembarco de la inmobiliaria”, comenta Vales, quien asegura que la situación está resultando insostenible para algunos vecinos con un poder adquisitivo más bajo. “Hay varios procesos de desahucio en esta zona”, y añade que la inmobiliaria “lo está haciendo con argucias y triquiñuelas legales para que las personas que no tengan mucho conocimiento se vean abocadas a marcharse”. El portavoz asegura que muchos de ellos dejan de pagar porque se sienten “engañados” y es cuando la empresa actúa por la vía legal.
Los pisos están siendo ocupados por familias jóvenes, de clase media que, según Vales, probablemente no puedan vivir en el centro y recurran a estos barrios. “Que venga gente nueva enriquece la zona”, pero advierte que “lo que ya no enriquece, es que se creen barreras de clase, donde las personas más desfavorecidas tengan que mudarse a barrios con peores infraestructuras y peores recursos, eso sí, más baratos”, sentencia. La asociación está ofreciendo asesoramiento jurídico para retrasar lo máximo posible los desahucios, pero lamenta que “luchar contra estos fenómenos es muy complicado, por una simple razón: son procesos legales, procesos de mercado”.
Algunas familias han llegado a su límite tras las continuas luchas por evitar el desahucio ante la falta de alternativas habitacionales. Ahmed y Fátima, dos marroquíes que llegaron a España hace 22 y 15 años respectivamente, han criticado duramente a la inmobiliaria. Junto a sus tres hijos, de nacionalidad española, tratan de amarrarse al que ha sido su hogar durante los últimos años. “Madlyn está echando a la gente”, asegura Ahmed.
Fátima relata que, en julio de 2020, poco después del confinamiento, la casera vendió el edificio. “Nos mintió. Avisó de que venían a medir las ventanas para remodelar la fachada. En realidad, eran los nuevos propietarios”. Una vez se formalizó la compra, una mujer se presentó a los inquilinos como la representante de los dueños. Ni Ahmed ni Fátima estaban en casa. “La vecina me dejó el número de teléfono, pero nadie respondía”. Cuatro meses después, recibieron la factura acumulada por impago ante la falta de comunicación y la imposibilidad de depositar el dinero en una cuenta bancaria.
“Casi 2.000 euros”, explica Fátima indignada. “La antigua dueña conocía nuestra situación. Era el momento de la pandemia, ninguno trabajaba y no podíamos pagar el alquiler de cuatro meses juntos”. A pesar de las continuas súplicas por parte del matrimonio para establecer un sistema de cuotas, la única salida que les ofreció la agencia fue perdonarles la deuda y darles 4.000 euros a cambio de abandonar el piso. “Muchos del bloque cogieron el dinero y se marcharon. Claro, ellos tenían contratos de trabajo”, señala Ahmed. “¿Dónde vamos nosotros con cuatro mil euros?”.
“Me llamaron una vez por teléfono y me dijeron que les daba igual si podíamos pagar o no, que les interesaba dejar el piso vacío”, detalla Fátima
Ambos sostienen que el único propósito de la agencia es echarlos. “Me llamaron una vez por teléfono y me dijeron que les daba igual si podíamos pagar o no, que les interesaba dejar el piso vacío”, detalla Fátima. “Estoy harta, no vivo tranquila, no puedo salir”, lamenta la mujer. “Ojalá cambie la situación para todos, porque no somos los únicos”.
La perspectiva de un futuro estable es cada vez más inviable. La falta de alternativas ante la especulación del ladrillo y el desembarco de las inmobiliarias coloca al ciudadano en una situación asfixiante. Lejos de poder configurar una vida, los residentes de Madrid están abocados a convertirse en nómadas en su propia ciudad. Hogar, pasajero hogar.