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Género
Nosotras
Nuestra representación de género responde exactamente a las mismas coordenadas que la de cualquier mujer cis, las mismas exigencias, los mismos o parecidos castigos, las mismas o parecidas recompensas.
Pero yo sigo siendo yo, la misma de antes, idéntica. A pesar de calcular todos los días de mi vida cada pincelada de maquillaje sobre mi rostro, cada pliegue de la ropa sobre mi cuerpo, cada mechón de cabello, la forma de mis gafas, mi perfume, el tono imposible de mi voz, mis gestos, todo lo que proyecto en un primer vistazo. Pero sigo siendo la misma que no hacía ninguna de estas cosas en los días tristes del armario, la misma que caminaba por el mundo como una figura gris y olvidable protegida por los mismos privilegios que me drenaron para siempre la alegría y la salud mental. Que me dejaron herida de por vida.
De la imposibilidad de cumplir con lo que se espera de nosotras llevamos hablando las mujeres mucho tiempo. De la perpetuación, a través de rituales, de unos roles impuestos desde los albores de la historia que nos marcan como esa mitad de la humanidad que sirve —también— a propósitos de recreo estético de la otra media.
Sabemos que nada de eso es lo que nos hace mujeres, pero la construcción normativa de la feminidad se nos ha hecho víscera y desmontarla ya se ha convertido en un proceso de extirpación, de liberación a través de la renuncia a una serie de recompensas sociales vacías pero reconfortantes. Como una comida especial en la cárcel.
Entonces ¿qué nos hace mujeres? Si no es la construcción cultural patriarcal, deberíamos atenernos a criterios mensurables. Quizá la fisiología, la genética, algo que la ciencia pueda establecer como norma, que se repita inexorable en todas y cada una de nosotras. Desde luego existe una narrativa científica, blanca, europea y capitalista, que se ha impuesto desde hace poco más de un siglo, que defiende un enconado binarismo de género anclado a patrones físicos normativos. Una narrativa que ha obviado cualquier asomo de diversidad y que, en su praxis, se ha encargado de manipular, cuando no mutilar, cuerpos que no se ajustaban a su definición incompleta y tendenciosa de normalidad.
Entiendo la seguridad que otorga la carta de naturaleza, entiendo el alivio que suponen los axiomas, el amparo de la subjetividad de las verdades universales, las certezas. Da mucho miedo abandonar las certezas. Superar la dialéctica binarista no es algo que vayamos a hacer en una generación, lo que sí podemos hacer es abrir el prisma de observación y plantear objeciones.
Qué pasa con los cuerpos disidentes, qué pasa con quienes no podemos evitar negar esa vía única por muy avalada por la ciencia que esté. Qué pasa con aquellas a quienes nos va la vida en ello. Cómo puede seguir negándose una realidad palmaria que se ha atrevido a abandonar las catacumbas de la historia.
Más allá de que la propia investigación científica está empezando a superar el determinismo biológico aplicado al género —con toda la molicie y la lentitud propia de llevar a sus espaldas el peso de una inercia descomunal—, es la narrativa la que está cambiando, eso que llamamos construcción cultural que hace que la verdadera cárcel sea subjetiva y, por ello, inexorable. Una que no podemos tocar ni agarrarnos a sus barrotes, una que llevamos dentro.
A menudo se nos acusa —cada vez menos y con una argumentación que se empobrece por momentos— a las mujeres trans de performar una feminidad hiperbólica y, con ello, hacer más sólidos los cimientos del binarismo. Esto es una falacia que se desmonta solo acompañándonos a cualquiera de nosotras en un trayecto de media hora en transporte público, si los rostros que se giran a evaluarnos, si la variadísima gama de reacciones que generamos con nuestra sola presencia, no son la máscara de la sociedad entrando en pánico porque lo que entiende por hombre y mujer se va por el sumidero delante de sus narices, nada lo es.
En cualquier caso sería injusto cargarnos con esa responsabilidad a nosotras después de haber habitado históricamente las alcantarillas o los márgenes de la vida. Siempre hemos estado ahí. Pero enterradas. Ahora estamos ocupadas intentando respirar.
Nuestra representación de género responde exactamente a las mismas coordenadas que la de cualquier mujer cis, las mismas exigencias, los mismos o parecidos castigos, las mismas o parecidas recompensas. Quizá todo tengamos que vivirlo con un matiz de crueldad o de burla algo más afilado, pero es cuestión de matices que no son el objeto de este texto y que no construyen. Igual que las mujeres cis han de ganarse la categoría de válidas cumpliendo con unos estándares imposibles que además cambian justo cuando están a punto de alcanzarlos, las mujeres trans nos ganamos la categoría de humanas del mismo modo, si no los cumplimos somos “otra cosa”. Habitamos la misma ficción, nos somete una narración que no hemos escrito nosotras y ahí es donde nos encontramos. No es la fisiología o la estética lo que nos une, es la misoginia.
¿Es posible construirnos fuera de esa ficción universal? Sí, es imperativo. Pero a ninguna de nosotras, cis o trans, se nos puede culpar por querer sobrevivir y tener una vida digna dentro del sistema que nos somete. Tampoco que anhelemos las recompensas. Ni siquiera que disfrutemos consiguiéndolo. O que no tengamos una hoja de ruta lista con nuestra parte en el gran plan de destrucción del patriarcado. Comprendernos, esperarnos, escucharnos, aprender de las incontables experiencias que han construido a cada mujer con la que nos cruzamos, esa es la clave que acabará por liberarnos. No buscar genealogías místicas o acuerdos genéticos, eso solo ha provocado dolor y exclusión a lo largo de los siglos. Y bastante hemos soportado ya de ambos.
La primera vfez que ocurrió solo tenía diez años.
Y no lo hice adrede.