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Frontera sur
Caravana Abriendo Fronteras: tejiendo redes, hilando historias
La Caravana Abriendo Fronteras vuelve de su recorrido por la frontera sur. Atrás quedan las redes que se siguen tejiendo y también las historias de quienes creen que otro mundo, más que posible, es necesario.
La Caravana Abriendo Fronteras acaba de finalizar su cuarto recorrido por puntos calientes de la política migratoria europea. La iniciativa ciudadana que nació en 2016 con una visita de más de 300 activistas a los campos de refugiados griegos, recorrió este año diferentes ciudades de la frontera sur española.
Más allá de acciones concretas, quedan las redes que se siguen tejiendo, imprescindibles para continuar la lucha contra unas políticas migratorias que cada vez generan más muertes y desapariciones. Aquí, algunas historias, de esas que se enhebran con hilos invisibles con la fuerza de quienes creen que otro mundo, más que posible, es necesario.
Collar
En cuclillas remueve la arena con su mano derecha. Repite la operación varias veces. Busca con cuidado, mira y descarta. Por momentos el agua empapa sus deportivas. Se ha alejado una decena de metros del nutrido grupo de manifestantes. Se mueve pegada a la valla que la separa de la playa donde aquel 6 de febrero de 2014 un grupo de 15 chicos fueron repelidos hasta la muerte por pelotas de goma y botes de humo lanzados por la Guardia Civil.Con el rostro oculto bajo el sombrero, abre su puño y me muestra seis piedras planas y alargadas. “Son para un collar. Para mí es muy importante llevarlas de este lugar”, me explica Ángela, que ha llegado desde México para sumarse a la Caravana Abriendo Fronteras. Habla con el tono silente de respeto al lugar donde la frontera acalló los latidos de las víctimas de El Tarajal.
La calle Real
Los echan de los comercios y las aceras con carteles de neón, apenas sí pueden mendigar en la puerta de algún supermercado. Relegados una y otra vez, su espacio son los lugares fronterizos: la valla, el puerto, los barrios periféricos, allí donde la vida se debate en migajas. Latidos de 17 o 15 años, quizá menos, en los que nadie parece querer detenerse.Es la paradoja de los chicos de unas calles que no les pertenecen. Son los que nadie quiere ver, los que las autoridades ceutíes se empeñan en esconder de las miradas del turismo. Los alejados de todo y de todas.
La Caravana Abriendo Fronteras avanza por la calle Real de Ceuta. Junto a ella caminan Marwan, Mohamed, Aissa, y Abdul, que –ahora sí– la hacen suya. Y saltan, y ríen, y cantan, y bailan. Incluso con el permiso de la policía se meten en una fuente para rescatar de las aguas una paloma herida.
Ellos, chicos marroquíes que saben de atravesar fronteras, al fin han podido saltar la más dolorosa, la que no les deja estar y permanecer por las calles de la ciudad donde sobreviven.
Negocio
Lo que ganan es sustento fundamental para cubrir necesidades básicas pero, a pesar del enorme esfuerzo, rara vez alcanza para un alquiler. Son el último eslabón de una cadena que tiene en su cúspide a empresarios europeos y asiáticos. Más arriba, no hay lugar para ellas.Es el comercio atípico de las fronteras, y aunque no se persiga, no cuenta como trabajo legal. Pueden cargar hasta 90 kilogramos a la espalda para no ser sancionadas. Así, el producto que llevan es considerado equipaje y, si cargan más, ya habrá alguien que pague para que quien controla haga la vista gorda.
Desde hace un tiempo, la precariedad de estas mujeres se ha agudizado: de hacerlo toda la semana, ahora solo se les permite trabajar lunes y miércoles, y hay apenas dos mil tickets por cada día para quienes quieran pasar desde Marruecos a Ceuta y regresar con los bultos antes de que llegue la noche. Cargar más, hasta estar exhaustas, para compensar la pérdida de días laborables. Desde 2017 han muerto ocho porteadoras del lado marroquí, cuerpos explotados por un negocio que genera cuatrocientos millones de dólares al año.
Indiferencias
Viven un pueblo que no habitan. Son las sin derechos que el campo onubense requiere para seguir dando dinero. Sobreviven en el poblado que circunda el cementerio de Lepe, rodeadas por los dos símbolos del capitalismo lugareño.De un lado, los cultivos que darán millones a costa de precariedad y explotación. Del otro, el cartel del Burger King que asoma obsceno entre los plásticos que revisten las casas. Leroy Merlin y Decathlon completan la frontera entre el todo y la nada.
Y en el medio ellas, personas que habitan esas endebles viviendas de cartón, madera, telas y plásticos, supervivientes de un mundo que no las quiere, pero las necesita.
No se las ve por las calles del pueblo, ni en los restaurantes, ni en los parques, ni en las heladerías. “Nadie les dice nada, pero las miradas las invitan a irse”, me cuentan. Obtienen el agua de una fuente cercana al cementerio, hacen su vida allí donde los muertos descansan.
La primera noche
Llegó para trabajar la fresa, el oro rojo de los campos de Huelva. Como tantas mujeres marroquíes, tuvo que pasar un exhaustivo proceso selectivo. Le exigieron ser menor de cuarenta años y tener niños a su cargo. El Ministerio de Salud del vecino país fiscalizó sus estudios médicos: peso, altura, dimensión de sus manos, si eran callosas o no y, sobre todo, que su cuerpo fuera lo suficientemente delgado para moverse con agilidad bajo el infierno plástico de los invernaderos.Al llegar, el contrato por cuatro meses de trabajo se redujo a seis días, cuando el capataz dijo que debían volverse, Decidió que no podía regresar con las manos vacías después de tanto esfuerzo y buscó donde vivir. Una chabola ubicada en medio de uno de los tantos asentamientos de la zona pasó a ser su refugio.
La primera noche sintió unos nudillos golpear contra su puerta. Alguien con acento español venía a reclamar sus servicios sexuales. Nunca la han forzado. Pero ya está bien de que los hombres vivan ofreciéndole ayuda a cambio de entregar su cuerpo. Una cadena y un candado la protegen de que nadie perturbe sus sueños.
Comienzo
Ana dedica su vida a la búsqueda. Radicada en México, forma parte del Movimiento Migrante Mesoamericano, que se ocupa de denunciar la desaparición de personas en su tránsito migrante y, sobre todo, a reencontrarlas y ponerlas en contacto con sus familias. También le preocupa acompañar a quienes cada día inician el camino, la “no repetición” de las desapariciones, se precia fundamental.“Voy a un locutorio y si me atiende alguien con acento de otro país le pregunto cuánto hace que no habla con su familia, y así empieza todo. Hay quien ha perdido el teléfono de sus seres queridos, quien durante mucho tiempo no ha podido comunicarse”, explica.
En los catorce años que el Movimiento lleva trabajando, han logrado localizar a más de trescientas personas. Siente que su hijo, Oscar Antonio López, que en 2010 emigró de su Honduras natal y nunca más supo de él, sigue vivo. Y sueña que un día alguien entre a un locutorio y lo encuentre, le pregunte si hace mucho no habla con su familia. Y ahí, comience todo.