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Francia
El bloque burgués
Hace apenas unos meses, la situación política francesa parecía sonreír a Emmanuel Macron. Desde su elección como presidente en 2017 no han faltado las crisis: sociales (los gilets jaunes, esto es, los chalecos amarillos), sanitarias (la pandemia de la covid-19) y diplomáticas (la guerra de Ucrania). La mayoría de la ciudadanía francesa también ha considerado que su historial era pobre (56 %), que el país se había deteriorado en los últimos cinco años (69%), que su programa era peligroso (51%) y que el presidente había servido predominantemente a los intereses de los privilegiados (72%). Sin embargo, en su contienda con Marine Le Pen, a quien había aplastado cinco años antes, el regreso de Macron al Elíseo parecía el resultado más probable; de hecho, casi asegurado. Se pronosticaba ampliamente que, habiendo vencido a una extrema derecha fragmentada entre Le Pen y Éric Zemmour y dada la situación de la izquierda dividida entre los “radicales” de La France Insoumise (LFI) y el Partido Socialista (PS) y Europa Ecología Los Verdes (EELV), más “moderados”, más liberales, más atlantistas, Macron acabaría con sus oponentes de inmediato en las siguientes elecciones parlamentarias.
Sin embargo, al final, solo se cumplió la primera parte de este escenario. El presidente Macron fue de hecho reelegido y la izquierda quedó excluida, aunque por poco, de la segunda vuelta de la votación presidencial. No es poca cosa: ni Nicolas Sarkozy en 2012, ni François Hollande en 2017 lograron ganar un segundo mandato, pero no tuvieron la suerte de encontrarse en una segunda vuelta contra la extrema derecha. La reelección de Macron indicaba, sin embargo, una tendencia preocupante. Cuando el Frente Nacional llegó por primera vez a la segunda vuelta en 2002, después de derrotar inesperadamente al primer ministro socialista Lionel Jospin, Jean-Marie Le Pen capturó solo el 18% de los votos. En 2017, Marine Le Pen casi duplicó los resultados de su padre. Y este año obtuvo el 41%, lo cual supone 2,6 millones más que en 2017, mientras que el voto de Macron caía en 2 millones.
Los resultados de las elecciones a la Asamblea Nacional supusieron un 'shock' . Donde antes el Rassemblement National tenía ocho diputados, ahora tenía 89
Pocos parecían preocupados por ello, cuando se anunciaron los resultados el 24 de abril de este año. Con el inquilino del Eliseo habiéndose asegurado un segundo mandato, la mayoría de los analistas asumieron que el Rassemblement National (RN), penalizado por el sistema de votación de mayoría simple en dos vueltas y opuesto a cualquier alianza con Zemmour, ganaría un número irrisorio de escaños parlamentarios. La única contienda que parecía importar era la que enfrentaba a la coalición de Macron, Ensemble, y la que Jean-Luc Mélenchon había logrado formar en torno a LFI, que había puesto bajo su control al PS y a EELV. Mélenchon incluso había proclamado que si su coalición, la Nouvelle Unité Populaire Écologiste et Sociale (NUPES), ganase, se convertiría en primer ministro, responsable además de la política económica y social del país. Le Pen, por su parte, parecía tan resignada a la derrota que limitó sus ambiciones a 30 escaños de un total de quinientos setenta y siete. Basta decir que nadie se interesó por su campaña, que se concentró en gran medida en su propio distrito electoral de Pas-de-Calais.
Opinión
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Así pues, los resultados de las elecciones a la Asamblea Nacional supusieron un shock. Donde antes el RN tenía ocho diputados, ahora tenía 89, lo que le convierte en la tercera agrupación parlamentaria después de la coalición de 245 escaños de Macron y los 151 escaños cosechados por la oposición de Mélenchon. Sin ningún apoyo de las élites francesas, sin un programa serio o campañas electorales convincentes y con poca actividad militante u organización de sus bases entre los ciclos electorales, la extrema derecha, sin embargo, continúa avanzando. Dado que parece inimaginable que Le Pen pueda convertirse en presidenta o primera ministra, respaldarla conlleva pocos riesgos y permite a los votantes expresar su frustración cuando sube el precio de la gasolina o estalla la violencia fuera del Stade de France.
El RN ya tenía bastiones en el norte y en el este del país, donde las cicatrices de la deslocalización industrial siguen vivas, pero el partido ahora está extendiendo su red por todo el país, a excepción de Bretaña, la mayoría de las grandes ciudades (París, Lyon, Grenoble, Burdeos, Rennes) y las áreas suburbanas que cuentan con grandes poblaciones inmigrantes, como Seine-Saint-Denis. En Aude, un antiguo puesto de avanzada de la izquierda cerca de la frontera española, el RN ocupa ahora los 3 escaños, incluido el que una vez ocupó Léon Blum, jefe del gobierno del Frente Popular (1936-1938). Le Pen acaba de ser reelegida con un amplio mandato en Pas-de-Calais, antiguo feudo del Partido Comunista Francés (PCF), uno de cuyos diputados célebres fue Maurice Thorez, un exminero que dirigió el partido durante más de treinta años.
Era difícil imaginar un contraste más neto entre lo que representaban los chalecos amarillos, de dónde venían y qué pensaban, y la coalición social y política que encarnaba el presidente
Esta consolidación de la extrema derecha refleja tanto el fracaso de Macron, ahora privado de mayoría parlamentaria, como de la izquierda, que sigue siendo una minoría en el país, particularmente más allá de las grandes ciudades y las áreas suburbanas. Al ingresar al Elíseo en 2017, Macron afirmó que su elección detendría el aumento de la extrema derecha. The Economist publicó una imagen de portada del joven nuevo presidente con el lema Europe’s saviour? [el salvador de Europa] en la que se mostraba a Macron caminando sobre las aguas. Bajo su liderazgo, se suponía, Francia se convertiría en una isla feliz en el atormentado mundo occidental. Para una burguesía global aterrorizada por el Brexit y por Trump, su llegada a la escena internacional fue la venganza más dulce, que presagiaba el retroceso del populismo de derecha y el regreso del centro liberal. Y, por una vez, ¡las buenas noticias venían de Francia!
Pero la ilusión no duró mucho. Dieciocho meses después, estalló el movimiento de los chalecos amarillos. El 15 de diciembre de 2018, tres de sus activistas leyeron un discurso al presidente Macron desde la Place de l’Opéra. “Este movimiento no es de nadie y es de todos”, declararon. “Es la expresión de un pueblo que desde hace cuarenta años se ve despojado de todo lo que le permita creer en su futuro y en su grandeza”. Ningún partido político ni sindicato había organizado los levantamientos, cuyos participantes procedían en su mayoría de zonas no bien comunicadas, lejos de los servicios públicos o de la atención de los medios de comunicación: las zonas interiores de Francia conocidas como la France périphérique.
Revolucionarios y patriotas, los nuevos sans-culottes habían identificado a su Luis XVI y algunos soñaban con un fin similar para él. En Macron vieron a un joven banquero arrogante en el bolsillo de las multinacionales, que habían desmantelado sus fábricas y destrozado sus comunidades. Era difícil imaginar un contraste más neto entre lo que representaban los chalecos amarillos, de dónde venían y qué pensaban, y la coalición social y política que encarnaba el presidente. La escala de la represión ejercida contra los primeros fue impresionante (2.500 heridos, 24 personas con perdida de un ojo, cuatro personas con perdida de un brazo o una mano). Finalmente, el movimiento decayó, pero en las áreas rurales donde había sido poderoso, Le Pen y RN capitalizaron su descontento con mayor eficacia que Mélenchon y la NUPES.
En las elecciones de este año, Macron consiguió retener el apoyo del electorado de Hollande en la primera vuelta electoral a pesar de las políticas regresivas seguidas por su gobierno
El “bloque burgués” de Macron, como lo han denominado Bruno Amable y Stefano Palombarini, no es una invención del propio presidente. Es una configuración política nacida del giro liberal de la izquierda, o de lo que pasó por ella tras su ruptura con los sectores populares y los sindicatos. Macron representa una iteración específicamente francesa de la estrategia iniciada por Gary Hart contra Walter Mondale en las primarias del Partido Demócrata para las elecciones presidenciales estadounidenses de 1983, que luego fue seguida por Clinton, Blair, Schröder, d’Alema y Obama durante las décadas siguientes. En Francia, lo que facilitó esta fusión entre una derecha neoliberal moderadamente reaccionaria y una izquierda “modernizadora” fascinada por los mercados libres y la globalización fue la cuestión de la integración europea.
A partir de 1983, los socialistas François Mitterrand y Jacques Delors fueron los artífices del mercado único europeo y de las leyes de liberalización de los flujos de capitales. En 1992, en una deslumbrante prefiguración de lo que se convertiría en el bloque burgués, Mitterrand y Chirac, que se habían enfrentado durante las elecciones presidenciales cuatro años antes, unieron fuerzas en el referéndum sobre el Tratado de Maastricht para abogar por el voto afirmativo. Entre ambos reunieron una nueva coalición de burgueses de derecha e izquierda en pos del apoyo al Tratado: directivos empresariales, ejecutivos, profesionales, así como profesores, artistas e intelectuales. Por otro lado, oponiéndose al Tratado, se enonctraba un grupo dispar de actores populares, incluidos el PCF, algunos gaullistas, la extrema derecha y socialistas jacobinos como Jean-Pierre Chevènement. A pesar de una campaña mediática desequilibrada, la campaña favorable a la aprobación del Tratado de Maastricht tan solo ganó por un estrecho margen, el 51% frente al 49% de los votos.
Trece años más tarde, aproximadamente las mismas coaliciones se reconstituyeron durante otro referéndum, esta vez sobre la Constitución Europea aprobada por el Consejo Europeo en 2004 y por el Parlamento Europeo en enero de 2005. Hollande y Sarkozy aparecieron juntos en la portada de Paris Match para respaldar la campaña a favor de la ratificación del texto por el pueblo francés, pero este rechazó rotundamente una mayor integración europea y el resultado obtenido del 55% el 45% zanjó inapelablemente la cuestión. Entretanto, la globalización había avanzado y una parte importante de la insegura pequeña burguesía había llegado a odiar las políticas neoliberales asociadas con la UE. Para quienes todavía precisaran de ella, la sesión fotográfica de Hollande y Sarkozy fue la prueba de que la división tradicional izquierda-derecha ocultaba una convergencia básica. Y así, cuando Macron, entonces ministro de Economía del gobierno de Hollande, renunció a su cargo en 2016 para forjar una alianza con la derecha liberal concebida para anular estas divisiones obsoletas, se encontró con que la mayor parte del trabajo para conseguir tal objetivo ya estaba hecho.
El actual presidente de la República se ha convertido en la opción de la derecha liberal así como de la posizquierda burguesa, que se ha acostumbrado paulatinamente a las reformas neoliberales y se ha sentido satisfecha con las mismas
Buena parte de los integrantes del círculo íntimo de Macron estuvieron en un momento u otro próximos a Dominique Strauss-Kahn, el peso pesado socialista nombrado ministro de Economía en el gobierno de Jospin antes de convertirse en director gerente del FMI. Ya en 2002, Strauss-Kahn había presentado un plan para que los socialistas mantuvieran el poder sin abandonar el programa neoliberal que los aislaba de su electorado popular. Su recomendación era simple: el partido no solo debe resignarse a prescindir de los votantes de clase trabajadora, sino que debe aprender a desconfiar activamente de quienes antes formaban su base social. El PS, escribió en su libro La flamme et les cendres (2002), debe ignorar a los estratos proletarios que “no votan por él por la sencilla razón de que la mayoría de las veces no votan en absoluto”, concentrándose por el contrario, en ese estrato social “prudente, informado y educado”. En lugar de lamentar el aburguesamiento de los socialistas, Strauss-Kahn lo describió como un imperativo político y moral: “Lamentablemente, no siempre podemos esperar una participación serena en una democracia parlamentaria de los grupos más desfavorecidos. No es que no les interese la historia, pero sus irrupciones en ella se manifiestan a veces en forma de violencia”. Quince años después, los chalecos amarillos se lo demostrarían a Macron, quien había logrado soldar estas dos fracciones de la burguesía en una sola fuerza hegemónica construida contra los “deplorables” que protestan en las calles.
En las elecciones de este año, Macron consiguió retener el apoyo del electorado de Hollande en la primera vuelta electoral a pesar de las políticas regresivas seguidas por su gobierno: derogación de los impuestos sobre el patrimonio, reducción de las políticas de protección social disfrutadas por la clase trabajadora, desmantelamiento de los derechos de los desempleados y construcción de las bases para proceder a la privatización de los ferrocarriles franceses. Desde que la Quinta República introdujo el sufragio universal en las elecciones presidenciales, es decir, desde 1965, cada segunda vuelta de la votación ha incluido un candidato de la derecha tradicional o de la izquierda tradicional (a menudo enfrentados entre sí). Este precedente se ha hecho añicos de modo estrepitoso. Mientras que en 2012 los socialistas y el centro-derecha sumaban entre ellos casi el 56% de los votos, en 2022 esa cifra había descendido al 6,5%. El actual presidente de la República se ha convertido en la opción de la derecha liberal así como de la posizquierda burguesa, que se ha acostumbrado paulatinamente a las reformas neoliberales y se ha sentido satisfecha con las mismas.
Una vez que Pécresse fue exitosamente “triangulada”, Macron se volvió hacia el electorado de izquierda para vencer a Le Pen. Y cuando lo consiguió, equiparó a Mélenchon con Le Pen —'les extrêmes'— para disuadir a sus votantes de respaldar a los candidatos de la NUPES
A Macron le gusta presentarse como el creador de esta coalición, a pesar de que es anterior a su presidencia. Como explicó dos días antes de la votación: “El proyecto de centro radical [se basa en] la reagrupación de varias familias políticas, desde la socialdemocracia hasta la ecología, el centro y la derecha, que es en parte bonapartista y en parte orleanista y proeuropea”. Sociológicamente, el bloque burgués se define por esta extraña síntesis. Ensemble es el “partido del orden”, de los propietarios y de los empresarios. Es una coalición de todos los que se asustaron ante la emergencia de los chalecos amarillos y luego se tranquilizaron tras su feroz represión. En áreas prósperas como Neuilly o Versalles, el porcentaje de los votos obtenidos por Macron se ha duplicado en los últimos cinco años, lo que le ha permitido aplastar a la candidata de la derecha oficialista, Valérie Pécresse, de quien solo podía distinguirse superándola en temas de seguridad y xenofobia, ayudando así a legitimar Le Pen, que parecía casi moderada en comparación. Una vez que Pécresse fue exitosamente “triangulada”, Macron se volvió hacia el electorado de izquierda para vencer a Le Pen. Y cuando lo consiguió, equiparó a Mélenchon con Le Pen —les extrêmes— para disuadir a sus votantes de respaldar a los candidatos de la NUPES (que podrían haber formado una mayoría parlamentaria) contra del RN (que no tenía ninguna posibilidad de hacerlo). Con maniobras tan cínicas, Macron ha desacreditado en gran medida la vieja idea de un “frente republicano” contra la extrema derecha.
Detrás del proyecto centrista de Macron, por consiguiente, se reúne un electorado conservador de jubilados y ejecutivos adinerados, en proporciones que aumentan con la edad y los ingresos. Una tasa de participación excepcional (el 88% de las personas de 60 a 69 años acudieron a votar en las elecciones presidenciales) amplifica su impacto electoral, mientras que los partidarios de Mélenchon y Le Pen son menos proclives a utilizar las urnas (solo el 54% de las personas entre 25 y 34 años participaron en la primera vuelta, frente al 72% registrado en 2017). Para Mélenchon, ganar una mayoría parlamentaria dependía de la movilización de un gran número de votantes menores de 35 años. Ello no fue posible. Sin embargo, su campaña logró varios de sus objetivos clave. Lo más impresionante fue que demolió las secciones de la izquierda, que habían abrazado las ortodoxias económicas de la derecha. Dada la caída de la popularidad de Podemos en España, de Die Linke en Alemania y de los comunistas y del Bloco en Portugal, por no mencionar la capitulación de Syriza en Grecia, se ha tratado de un resultado importante, una excepción francesa a todos los efectos.
Mélenchon obtuvo el 21,95% de los votos emitidos el 10 de abril de 2022, frente al escaso 4,63% obtenido por EELV y al 1,74% logrado por el PS, lo cual le permitió formar una alianza electoral en sus propios términos: aumento del salario mínimo, expansión del sector público, reducción de la edad de jubilación, planificación ambiental, control de los alquileres, tributación más elevada para los ingresos más altos y restablecimiento del impuesto sobre la riqueza derogado por Macron. Además, el programa de Mélenchon implicaba el desafío a los tratados europeos en la medida en que estos obstaculizarían sus políticas, una perspectiva impuesta por LFI a los socialistas y los verdes, que se mostraban reacios al respecto. Puede que la NUPES no haya obtenido la mayoría, pero ha permitido que socialistas y comunistas mantuvieran su cuota de escaños, que EELV formara grupo parlamentario propio y que LFI pasara de 17 a 75 diputados.
LFI triunfó en los territorios de ultramar y avanzó en las mayores ciudades, aumentando su popularidad entre las clases medias jóvenes y educadas, algunas de las cuales habían votado por Macron en 2017. El partido también logró un gran avance en las banlieus. Su nuevo grupo parlamentario incluye militantes como Rachel Keke, una antigua gobernanta de hotel nacida en Costa de Marfil, que se hizo famosa por liderar una exitosa huelga de trabajadores y trabajadoras precarias en el hotel Ibis del barrio parisino de Batignolles. A pesar de estos signos alentadores, la izquierda avanzó poco en cuanto a los votos obtenidos en el conjunto del país. Le fue mal en las áreas rurales y en las antiguas comunidades mineras, automotrices y siderúrgicas del norte y el este desindustrializados, donde la extrema derecha expandió su presencia.
En ausencia de una oposición unificada, la nueva composición de la Asamblea Nacional francesa puede impedir que Macron implemente sus reformas, en particular la elevación de la edad de jubilación de los 62 a los 65 años
Por supuesto, esta deriva hacia la derecha no es exclusiva de Francia. Lorraine y Pas-de-Calais tienen sus equivalentes en Sajonia (Alemania), en el cinturón desindustrializado del medio oeste de Estados Unidos y en el Red Wall de Inglaterra constituido por las Midlands, Northern England y North East Wales. En todo Occidente, la izquierda está luchando por unificar tres grupos sociales heteróclitos, que son indispensables para su victoria electoral: la burguesía dotada de credenciales educativas, los proletarios y proletarias de las ciudades medianas y pequeñas y las clases populares de las zonas periféricas y rurales. A menudo, en ausencia de organizaciones poderosas que puedan forjar lazos entre estos grupos, se forman y reafirman distintas identidades políticas en torno a temas tan diversos como la inmigración, la religión, el uso del automóvil o la caza. Entre los diferentes sectores de esta potencial coalición progresista se ha erigido un “muro de valores”, que ha permitido el ascenso de la extrema derecha. Una campaña electoral de izquierda cada cinco años no es suficiente para sanar esas divisiones, que los medios de comunicación y las redes sociales exacerban implacablemente. El bloque burgués, por el contrario, tiene un sentido más claro de sus intereses compartidos y puede contener con mayor eficacia los conflictos internos.
Sin embargo, incluso en ausencia de una oposición unificada, la nueva composición de la Asamblea Nacional francesa puede impedir que Macron implemente sus reformas, en particular la más importante para él y para la Comisión Europea: la elevación de la edad de jubilación de los 62 a los 65 años. LFI y RN se oponen a la medida, al igual que la mayoría de la población. Y los chalecos amarillos han demostrado que incluso un presidente autoritario a veces puede verse obligado a retirarse ante la ira popular. Ahora, con su mayoría perdida y el descontento hirviendo a fuego lento, Macron luchará por imponer su voluntad.
Véase también Perry Anderson, “El centro puede aguantar”, New Left Review 105.