Trabajo sexual
Escuchad a las putas

Escuchad a las putas. No las victimicéis. No os creáis superiores a ellas. No supongáis que nos hacen el trabajo. No las queráis erradicar. De momento, sólo escuchad. Saben cosas de la masculinidad y el patriarcado que nunca quisimos oír.

Colectivo Prostitutas Sevilla 01
María José Barrera (izqda.) en una manifestación en Sevilla Lara Santaella
Profesora de Filosofía Contemporánea de la Universidad de Barcelona
12 jun 2020 10:00

No hablaré en nombre de la mujeres. Nunca se puede hablar “en nombre de”, a riesgo de sustraer al otro el sentido y la palabra. Hablaré, pues, en nombre propio de lo que nunca he llegado a comprender, sostenida por la sospecha de que muchas de vosotras tampoco, o de que habéis comprendido pero preferisteis pasar por alto y callar, o sacarle quizás algún rendimiento mezquino al desaguisado. No os culparé por ello. Hablaré, sin embargo ahora, con la certeza de que mi asombro es también el de muchas putas que no dan crédito a lo que ven. Y yo, que no suelo hablar con putas, debo sin duda a la artista Nuria Güell, y a su obra De putas. Un ensayo sobre la masculinidad (2018), haberme sentido tan cercana a ellas, tan próxima a su estupefacción, a lo ridículo que nos parece todo: la estupidez del fetiche, del deseo masculino, del objeto del deseo, del efecto que causamos sobre los hombres, del sufrimiento que acompaña no causar dicho efecto, de la heterosexualidad masculina labrada siempre por el fantasma de la homosexualidad, del vacío que circunda la sexualidad como descarga… Hablaré en definitiva de lo pueril que me parece todo y de la sensación persistente de que la vida, como decía Kundera, está en otra parte.

¿Por qué pagan los hombres?

Escuchad a la putas. No las victimicéis. No os creáis superiores a ellas. No supongáis que nos hacen el trabajo. No las queráis erradicar. De momento, sólo escuchad. Saben cosas de la masculinidad y el patriarcado que nunca quisimos oír, y también del papel cómplice que jugamos las mujeres en este entramado de soledad y dominio. Cómplices y no santas. De su testimonio nadie quedará a salvo. Ni los tristes puteros que pagan por servicios sexuales, es decir, por sentirse hombres al menos una vez al mes; ni sus mujeres, que nunca pudieron imaginar; quizás también vosotras ―como mínimo háganse la pregunta, porque las estadísticas son escandalosas y no puede tratarse siempre del vecino―; ni ellas mismas que saben perfectamente lo que son a los ojos de los clientes, siempre putas y nada más, pura mercancía, mercancía que sabe mentir. Esperamos que las prostitutas nos cuenten sus tristes relatos de explotación, violación y maltrato, la turbulenta historia de cómo llegaron hasta ahí, para que nosotros, burgueses convencidos de nuestra salud sexual nos llenemos de piedad, nos pongamos del lado de la abolición y de la redención de estas vidas miserables. Pero resulta que lo que las putas tienen por decir no es la penosa historia de la marginalidad, al menos no solamente, sino la estructura misma del deseo que atraviesa la diferencia sexual en nuestras propias vidas. Vale la pena escuchar.

Justo de eso nos hablan las prostitutas, de un trabajo que consiste, antes que en procurar placer, en hacer sentir al hombre que finalmente es alguien, que su falo importa, que no existe en vano.

El feminismo y el psicoanálisis nos habrán enseñado que la exclusión de la mujer del orden público va de la mano de su construcción como objeto de deseo. Ese oscuro objeto del deseo es la patraña de la masculinidad que algunas mujeres personifican encantadas y otras lo hacen cobrando, aunque quizás todas ellas se lo cobren de algún modo. Los hombres desean a la dependienta, a la alumna, a la niña, a la prostituta, a la que está por debajo y que o no sabe o no puede decirles a la cara qué tipo de amantes son. Algunos hombres desean incluso a los niños, aun si son de su mismo sexo, porque aquí no se trata ni de homosexualidad ni de heterosexualidad, sino de pulsión de dominio y soledad infinita, y sobre todo de un miedo atroz. Miedo a no ser suficientemente hombres, miedo a no existir.

Virginie Despentes nos cuenta cómo muchos hombres desean a las mujeres que han sido violadas o abusadas; su aire trágico despierta en ellos deseo de protección. No se verá ahí ninguna bondad. Eso es también miedo. Miedo al fracaso, a no ser alguien, miedo a enfrentarse a una mujer cuyo deseo no haya sido cercenado de cuajo. En la pederastia, en la violación, tanto como en el amante protector de vidas dañadas, tanto como en el poeta enamorado de su musa, el profesor de su alumna, el médico de la enfermera, el productor de su actriz, el putero con su puta, en uno y otro lugar, es el miedo el que trabaja. Hay que asegurarse que se saldrá siempre vencedor, que uno saldrá airoso del encuentro, que el ego resurgirá una y otra vez reforzado. Temed al protector, sale siempre ganando. Justo de eso nos hablan las prostitutas, de un trabajo que consiste, antes que en procurar placer, en hacer sentir al hombre que finalmente es alguien, que su falo importa, que no existe en vano. Los hombres pagan para que se lo digan. Pagan para que les mientan. Algunos ni siquiera esperan a que se les mienta, les basta con vejar y ya tienen ahí, como por arte de magia, la respuesta que compraron.

Penetrabilidad

Las putas nos cuentan que la mayor parte de sus clientes demandan ser penetrados, cuando no cagados y meados, cosa que jamás osarían pedir a sus mujeres. Dildos de diversos tamaños, paraguas, dedos y otros artefactos forman el pequeño arsenal que las prostitutas guardan en el cajón de la mesilla para sus clientes. El pánico a la feminización, a la penetrabilidad, es constitutiva de la masculinidad. Eso es lo que los puteros no pueden confesar a sus mujeres. Pero que el deseo de ser penetrado y pasivo, cuando no humillado, esté también ahí, temeroso siempre de ser expresado, mentiroso y ocultado las más de las veces, expresa la insostenibilidad de este modelo de masculinidad que ningún hombre, en verdad, encarna. En la intimidad de las habitaciones de pago muchos hombres se visten de mujeres, les piden a las putas sus ropitas, sus medias de rejilla y sus tacones, sus falditas y encajes. Ellas se ríen para sus adentros. Y no es seguro que se trate de homosexuales reprimidos, quizás sean sólo hombres sobreidentificados hasta el paroxismo con su heterosexualidad. La sospecha de la propia homosexualidad asedia la vida de los hombres heterosexuales de un modo que a las mujeres nos hace reír. De verdad que no entendemos dónde está el problema ni el porqué de tanto autoengaño. Marguerite Duras lo aprendió a fuerza de experiencia y decepción, no le hizo falta ser puta, le bastó con amar a algunos hombres para comprender que:

“Antes de ser lampista o escritor, o taxista o sin oficio, o periodista, los hombres antes que nada son heterosexuales u homosexuales. La diferencia es que hay quienes te lo recuerdan desde el momento en que te conocen, y otros un poco más tarde. Hay que amar mucho a los hombres. Mucho, mucho. Quererlos mucho para amarlos. Si no, es imposible, no se pueden soportar” (Duras, M., 2018: 59).

“Envidia del pene”, decía Freud. Nos da mucha risa. Más bien envidia de una feminidad no domeñada, de una feminidad libre de su construcción. Es lo que daña a aquellos hombres que, ante todo, decidieron de una vez por todas y para siempre que antes de ser lampistas o filósofos serían hombres.

Mercancía que miente

¿Pero es seguro que sólo mienten las putas? Sería iluso imaginar que la construcción de la masculinidad no nos afecta, que la exigencia de virilidad y dominio que articula la existencia de los hombres deje intacta la vida de las mujeres. La mujer se construye dentro de esta economía fálica. Lo curioso de todo esto es que sólo llamemos prostitución a la relación de transacción económica que se establece entre la puta, que se dispone por un tiempo pactado y remunerado como objeto de deseo, y su cliente. Y sin embargo, a la mujer que se viste de enfermera, de colegiala, que se hace la muerta, que se deja azotar, que se somete a las órdenes de su partner, la consideremos una pareja ideal, falto de la cual, su marido se irá de putas para obtener lo que no tiene en casa: sumisión y objetualidad. Que algunas mujeres gocen además con ello, que se exciten al ser maltratadas, vejadas o disfrazadas, sólo da cuenta del éxito encarnado de la estructura patriarcal; en ningún caso de un supuesto masoquismo innato y natural a su feminidad. El masoquismo femenino es una construcción del patriarcado. El reparto de la masculinidad dominante y de la feminidad masoquista no satisface en verdad a nadie.

Por ello, hay que preguntarse si la prostitución no es en verdad estructural allí donde es el deseo objetual lo que rige. Durante siglos las mujeres han fingido orgasmos, se han dejado penetrar cuando no les apetecía, se han disfrazado del fetiche de turno para satisfacer a sus parejas, y todo ello dentro de la sagrada institución del matrimonio, la base económica de la cual era la procuración de sexualidad, cuidados y descendencia a cambio de sustento. Allí donde la mujer no es independiente económicamente, o donde quiere más de lo que por sí misma pudiera obtener, pueden estar seguros que la relación sexual está prostituida de antemano. Pero aún si la mujer es liberada y trabaja, de su posición largamente cincelada y conseguida como objeto de deseo extrae sin duda algún beneficio, aunque sea emocional. Miedo también, entonces, tras los laberintos extintos del deseo. La violencia fundadora de la diferencia sexual repartió tan bien las cartas que ni siquiera la liberación de la mujer en el mundo del trabajo sirvió de nada. Sin duda, reconforta mucho pensar que sólo mienten las prostitutas, que las putas hacen cosas que las mujeres decentes no hacen, cuando en realidad se parece tanto lo que hacen. Mercancía que miente, no lo son sólo las putas.

Lo que las putas nos cuentan son los estragos que produce en cada uno de nosotros la vigencia del patriarcado, de una economía fálica que construye un modelo de masculinidad y de feminidad que no satisface a nadie.

Por eso, abogar por la abolición resulta chistoso cuando no se han tenido las agallas de empezar por la propia casa. Allí donde la mujer se haya construido a imagen y semejanza del objeto de deseo masculino, allí donde se reconozca a sí misma en función de su capacidad para ser deseada, la prostitución estará siempre garantizada. Y no hace falta ser bella, ni joven, ni encantadora. De hecho no hace falta ni ser mujer. Basta con someterse al deseo del otro, un deseo de soberanía realmente precario. En este sentido, los hombres heterosexuales actuales nada han de temer de la mercantilización del Satisfyer, ese succionador de clítoris que tanto placer procura a las mujeres. Nunca fue eso lo que las ató a ellos, sino el deseo de ser deseadas, protegidas, sustentadas o ensalzadas. La mayor parte de las mujeres ni siquiera tienen orgasmos con sus parejas, por lo que el Satisfyer será un compañero ideal para ese modelo de pareja cósmica, en la que el hombre se va de putas o trata a su mujer como una puta, y ella se satisface con esas otras cosas, muchísimo más valiosas, que su hombre le procura. A lo sumo el Satisfyer compensará la mediocridad de sus amantes, pero en absoluto romperá las relaciones de poder que sostienen a esa extraña pareja, del mismo modo que la existencia de la prostitución profesional tampoco lo hizo.

Escuchad a las putas

Lo que las putas nos cuentan no es entonces la rareza anecdótica de sus clientes ni las condiciones materiales de su miserable trabajo, sino la norma que estructura el tráfico del deseo a través de la diferencia sexual. La diferencia sexual no es el fracaso de lo simbólico, como quisieran Žižek y un cierto lacanismo; es, antes bien, su campo de batalla, el lugar que estructura las relaciones de poder entre los sexos o entre los roles de actividad y pasividad, de violencia y masoquismo, de deseo y objetualidad, aun entre personas del mismo sexo. La diferencia sexual es lo que arruina la relación sexual, que sí existe, por supuesto, pero fuera de esa estructura de poder que las putas testimonian y que el común de los mortales performa a cada rato. No hay relación sexual sin deconstrucción de la diferencia sexual.

Lo que las putas nos cuentan son los estragos que produce en cada uno de nosotros, hombres y mujeres, homosexuales y heterosexuales, la vigencia del patriarcado, de una economía fálica que construye un modelo de masculinidad y de feminidad que no satisface a nadie. Por eso, escuchad a las putas. Antes de juzgarlas, compadecerlas o salvarlas, por favor, escuchadlas. Si algo de su asombro resuena en vosotros es que la relación sexual y la posibilidad del encuentro con el otro no está todavía malograda del todo, y que la vida, si está en otra parte, hay que traerla aquí, justo aquí donde los modelos binarios se arruinan y dejamos de interpretar al hombre o a la mujer que no somos.


La versión completa de este texto aparecerá próximamente con el título “Masculinidad: ese continente oscuro”, en el libro de Núria Güell (ed.), El mamporrero y otros síntomas, Gerona: Bòlit Editorial, 2020 (en prensa).

Sobre este blog
La filosofía se sitúa en un contexto en el que el poder ha buscado imponerse incluso en los elementos más básicos de nuestro pensamiento, de nuestras subjetividades, expulsando así de nuestro campo de visión propuestas teóricas y prácticas diversas que no son peores ni menos interesantes sino ajenas o directamente contrarias a los intereses del sistema dominante.

En este blog trataremos de entender los acontecimientos del presente surcando –en ocasiones a contracorriente– la historia de la filosofía, con el objetivo de poner al descubierto los mecanismos que utiliza el poder para evitar cualquier tipo de cambio o de alternativa en la sociedad. Pero también de producir lo que Deleuze llamó líneas de fuga, movimientos concretos tanto del presente como del pasado que, escapando del espacio de influencia del poder, trazan caminos hacia otros mundos posibles.
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#75445
28/11/2020 15:44

Gran articulo.

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#75444
28/11/2020 15:31

Este es uno de los mejores artículos que he leído en El Salto.
Enhorabuena.

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#75443
28/11/2020 15:28

Yo creía que todos los puteros eran como Torrente ó el hijo de Isabel Pantoja y reconozco que me equivoque. 😫

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#67360
13/8/2020 6:21

Y llamar a la masculinidad, continente oscuro, denota la frustración, trauma locura y fascismo de la mente a quien se le haya ocurrido. Por no hablar de su envidia
Es todo más sencillo: no hace falta crucificar a quien no sea de tu mismo sexo. Es mejor neutralizar la idea de agujero o taladro, y buscar tu alma gemela que piense de la misma manera

1
2
#67359
13/8/2020 6:12

Te quedaste en el Medievo. Ignoraste que tan solo se trata de juegos de rol basados en primitivas, pero existentes, cargas genéticas... Que se utilizan para jugar en el sexo.
Porque de eso se trata el sexo:de jugar. De que nos usemos mutuamente como putas y cabrones y lo disfrutemos. De q ella sea el cabrón y el río la puta (no te agarres a este comentario: intento decirte que todo tipo de sexo es un juego, y si es consentido, TODO vale)

3
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#64859
10/7/2020 12:27

Un artículo titulado 'Escuchad a las putas' invita a leer lo que dicen las putas. Qué desilusión que resulte estar escrito por alguien que no ejerce la prostitución ni siquiera se relaciona con putas, pero va sobrado de superioridad moral para teorizar sobre el tema porque se ha leído un ensayo.

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#63148
13/6/2020 14:01

¿En qué parte escucha lo que dicen las putas? Yo solo leo el diálogo con sus propias teorías...

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#63084
12/6/2020 14:27

Cuánta fuerza, y cuánto que pensar 🙌

2
7
Sobre este blog
La filosofía se sitúa en un contexto en el que el poder ha buscado imponerse incluso en los elementos más básicos de nuestro pensamiento, de nuestras subjetividades, expulsando así de nuestro campo de visión propuestas teóricas y prácticas diversas que no son peores ni menos interesantes sino ajenas o directamente contrarias a los intereses del sistema dominante.

En este blog trataremos de entender los acontecimientos del presente surcando –en ocasiones a contracorriente– la historia de la filosofía, con el objetivo de poner al descubierto los mecanismos que utiliza el poder para evitar cualquier tipo de cambio o de alternativa en la sociedad. Pero también de producir lo que Deleuze llamó líneas de fuga, movimientos concretos tanto del presente como del pasado que, escapando del espacio de influencia del poder, trazan caminos hacia otros mundos posibles.
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