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Educación
Pasillo
Este artículo es una traducción para Hordago a partir del original en Berria.
Acaba de terminar el recreo y los estudiantes están regresando a las aulas. El pasillo está saturado de adolescentes que corren y gritan. Hay mucho ruido. Poco a poco irá desapareciendo a medida que vayan entrando en las clases. Las bellas almas que suspiran por la innovación educativa dirán tal vez que es un placer asistir al grato espectáculo de la vitalidad adolescente.
En medio de la marabunta de adolescentes que gritan y saltan van a clase también dos profesoras como arrastradas por la corriente, sosteniendo contra el pecho los cuadernos y el portátil, como si se agarraran a Le Radeau de la Méduse. A veces hay contacto visual entre una profesora que viene en una dirección y otra que va en la dirección contraria, y se perciben pequeños gestos en los ojos o en la boca, como si se dijeran con la mirada y con una sonrisa triste algo así como “no podemos hacer nada”, “aquí estamos”, “a ver si llegamos a puerto seguro de una vez”.
De pronto, cuatro o cinco alumnos pasan corriendo al grito de “¡el último gay!”, empujando violentamente al resto, casi tiran a un compañero al suelo. Tú, la profesora que va por el pasillo, tienes que decidir qué hacer. Puedes acercarte, intentar hablar con ellos en medio del ruido y el tumulto mientras ellos saltan, empujan y gritan, decirles que por los pasillos no se puede correr, que han tirado a un compañero al suelo, y que eso no lo pueden hacer, que no pueden insultar a nadie. Si lo haces, es muy posible que te metas en una discusión sin sentido: yo no he sido, yo no he corrido, yo no he gritado, qué dices tía, yo no he tirado a nadie al suelo, gay no es un insulto, no puedes ponerme un parte, no importa si me pones un parte.
Calculas los costes y beneficios y, ponderando los pros y contras de actuar así, decides que no vale la pena meterse en el jardín. Se lo debes a tu alumnado
Ya conoces la situación: de repente, cuando suene el timbre, desaparecerán todos, corriendo cada uno en una dirección a su aula. Tú, de momento, vas puntual a la tuya, y vuelve a tu cabeza la pregunta de Lenin: ¿Qué hacer? Puedes acercarte a la clase que te toca, ponerles alguna tarea, decirles que enseguida vuelves, que estén formales; tal vez ir a buscar a un compañero de guardia para que se quede con ellos hasta que vuelvas (pero puede que no haya nadie libre, ya sabes, estamos hasta arriba); luego ir a buscar a los alumnos que han montado el lío; cortar la clase que acaba de empezar y hacerles salir al pasillo que ahora está en paz. Ellos se vanagloriarán en voz alta ante sus compañeros y se indignarán por el trato que reciben, lo injusto que es ¡tener que salir de clase para que les echen la bronca! Orgullosos, con satisfacción y notoria grandilocuencia que ni siquiera tratarán de disimular.
Pero lo peor de la escenita no está en los protagonistas que acaparan todo el foco y la atención. Lo peor es que esta situación, mil veces repetida, gota a gota, deja una estalagmita, un poso en el alma del resto. Algunos asisten divertidos, con un punto de envidia (qué pena, yo no soy uno de ellos, no me atrevo, o no me aceptarían entre ellos), jaleándoles discretamente, agradecidos porque les amenizan la sesión. Otros, y otras, están aburridas, cansados de las interrupciones de los disruptivos. Alguno un poco incómodo (ese que ha sentido insultado o señalado como gay; algún otro que teme ser él el próximo que escuche algo parecido detrás de sí en el pasillo).
Instituciones como el Departamento de Educación del Gobierno Vasco o los Berritzegunes no nos sirven para nada, no nos ayudan a resolver estos u otros muchos conflictos cotidianos. Al contrario, nos añaden carga de trabajo inútil
Se pasará por lo menos la mitad de la hora de clase, el aula en la que debías estar quedará sin atender; sabes que tras el siguiente recreo los malotes volverán a repetir la misma jugada u otra similar, quizá con más empeño, porque saben que van a tener el ojo de la profesora encima. Te desesperarás, no conseguirás nada, salvo llegar tarde a tu clase. Poner un parte es aún peor, hay que añadir a lo anterior que tendrás que explicar “objetivamente” lo ocurrido por escrito en un formulario, luego hacer copias, entregar una copia a cada alumno, decirles que al día siguiente tienen que traerla firmada por un progenitor y, como no la van a traer, andar unos días detrás de ellos.
Calculas los costes y beneficios y, ponderando los pros y contras de actuar así, decides que no vale la pena meterse en el jardín. Se lo debes a tu alumnado, a los que te esperan en clase, has preparado actividades y ejercicios para avanzar en el tema que estáis trabajando. Si te decides por la primera opción (intervenir), sabes que no habrá resultados educativos. Estás desbordada, es mejor hacerse la loca, mirar para otro lado, preocuparse de que estas cosas no sucedan dentro del aula. El pasillo es el far west, ahí no hay ley, es decir, prevalece la ley del más fuerte.
Es una situación cotidiana de un centro no especialmente problemático. El profesorado desbordado de burocracia, con la cabeza metida en la pantalla del ordenador, pagamos con nuestra salud querer responder a todas las situaciones que se nos presentan a cada paso. Y como no podemos hacerlo, desarrollamos estrategias de supervivencia. Estas estrategias van en detrimento de la calidad de nuestra tarea docente y educativa. Pero ¿qué podemos hacer? Instituciones como el Departamento de Educación del Gobierno Vasco o los Berritzegunes no nos sirven para nada, no nos ayudan a resolver estos u otros muchos conflictos cotidianos. Al contrario, nos añaden carga de trabajo inútil. ¿No es hora de dejar de decir y de hacer chorradas y ponernos en serio a ver cómo mejoramos la calidad educativa y la convivencia en los centros?