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Llevan tanto tiempo asegurándonos que, por arte de magia, un territorio estuvo poblado por gente que vino de otro lado y que luego desapareció (o se le expulsó) para ser repoblada así, sin más, que a veces nos lo creemos. Andalucía fue y es un territorio de la mezcla, del liazo, del encuentro.
Agropecuaria y flamenca, negra y judía, siesa y sentía, cachonda y fiestera. Ya lo afirman tajantemente las investigaciones del asentamiento de la colonia fenicia de Kerne (en Essaouira) y las firmas de los platos para comer de los colonos. Hay tal variedad de escrituras que indican que la colonia estaba poblada por gentes diversas que venían de Gadir, punto de encuentro ya cien años después de la guerra de Troya. Un reflejo de lo que será siglos e invasiones sangrientas después, cuando sea la ciudad más americana de toda Europa, donde conviven genoveses, alemanes, gitanos, negros, judíos, o criptojudíos y turcos. Y tol que llegue. Habla fuerte y claro la permeable Baja Andalucía que, quieran o no muchos de aquí y de allí, forma parte de la llamada diáspora afroatlántica. Ejemplos son la Cofradía de los Negritos, los pueblos de la sierra de Huelva (Niebla) y el 15% de la población negra de Cádiz.
El problema es que la diversidad o mezcolanza no siempre pertenece a la gente que deja huella en la historia, en los Archivos de Indias o en las grandes bibliotecas del saber blanco. ¿Dónde están en la historia los gitanitos del Puerto? ¿Donde las actas capitulares de su dolor? ¿Dónde los papeles que narran su historia? En una copla, en una letra, los pobres, que sufrieron más que naide. La memoria inmaterial del paso de gentes es ingente pero no se puede tocar, como tampoco se pueden acariciar las piedras de la sinagoga de Málaga, o la mezquita de Cádiz.
Hay quiénes quieren introducir esta historia oculta, enterrá, en la historia mayor del reino y dar grandeza a los herederos de los que firmaron una capitulación y luego metieron a la Inquisición y obligaban a dejar “esa puerta abierta, marrana”. Hay quien escamotea estas historias porque quiere seguir siendo el repoblador que llegó como nuevo señor. Que aún cree que puede pasearse a caballo por las dehesas con impunidad. Bien lo sabe quien ha visto la película Rocío o quien leyó La Bodega, de Blasco Ibáñez. Pero el caballo les cojea. Nunca quieren bajarse al albero, al adoquinao, estar en los patios, en las barriadas, en las tiendas de barrio, donde la gente se conoce y sabe de qué palo van quienes dicen que los otros, los que llegan, son los malos, los que vienen a quitar lo que ellos realmente quitan desde hace siglos. Pero nuestra memoria está en la música, como pueblo que ha parido una de las más globales y de más poderío. Así le respondió a los reconquistadores uno de los mejores ejemplos nuestros: Señor, que va a caballo / y no diñaba los buenos días / no daba los buenos días /si el caballo cojeara / otro gallo cantaría.