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Ecologismo
Salazar, las tres muertes de un río
El río Salazar se enfrenta a su tercera amenaza de muerte. Esta vez es un trasvase lo que pone en peligro este curso fluvial.
En la vertiente sur del macizo de la Sierra de Abodi, en pleno Pirineo navarro, las aguas caídas del cielo se desparraman desde las calizas paleocenas de las cumbres y descienden esquivando pinos albares, brezos y helechos para, a este y oeste, acabar en los ríos Anduña y Zatoya. Algo más abajo, ya en Ochagavía, ambos afluentes se unen para dar paso al Salazar, cuyo angosto recorrido de 55 kilómetros atraviesa el valle, para transcurrir después por las comarcas de Almiradío y Romanzado, la foz de Arbayún y acabar en la villa de Lumbier.
Un entorno fluvial único, sin vertidos industriales, con permiso del colector de la fábrica de carnes y embutidos de Argal. Su tubería arroja las aguas residuales, previamente tratadas, a escasos cien metros de la desembocadura en el río Irati, cuando éste último se escora hacia el sur, dibujando un meandro antes de encarar la foz de Lumbier, como si quisiera esquivar las estribaciones occidentales de la Sierra de Leire. El paisaje es evocador.
CAUSAS NATURALES
El río Salazar acaba en Illunberri. Las raíces etimológicas vascas harían alusión, según algunos, a la neblina matutina tan habitual en el municipio, cuya ocupación humana viene de antiguo: hay yacimientos de la Edad del Bronce y de la Edad de Hierro. En tiempos no tan lejanos, en este enclave llegó a haber 20 hornos alfareros alimentados por las cargas de leña que se recogían en los montes colindantes con las recuas de borricos. Los alfareros eran los únicos que tenían dinero contante y sonante, el resto del pueblo se manejaba con una economía de trueque. Plinio el Viejo ya menciona los vinos de Lumbier, hace 2.000 años, seguramente porque disponer de buenos recipientes por aquel entonces no era habitual. En Lumbier cada casa tenía su bodega y las tinajas se almacenaban en la cuadra para mantener la temperatura, porque la vendimia es tardía en la zona.
Antes de que, a finales del siglo XIX, la revolución industrial y el tren del Irati trajeran la modernidad y arruinaran los oficios tradicionales, fue un lugar con 40 guarnicioneros, una curtidora de pieles, cinco herrerías, en una de las cuales trabajó como aprendiz el tenor roncalés Julian Gayarre, alpargateros y carreteros. No eran raras las bibliotecas en las plantas nobles de las casas particulares. La harinera proveía a las comarcas colindantes. Sus 80 hectáreas de vega aseguraban el sustento de las familias. Y más: la primera conservera navarra se puso en marcha en Lumbier. Del norte bajaban los montañeses con el ganado, y a comprar herramientas de labranza, caballos y carros. Por el río venía la madera en las almadías. El río Salazar era fuente de riqueza. Varias familias, incluso, vivían enteramente de la pesca. En los hogares se comía pescado variado con regularidad, normalmente frito, salvo la anguila y la rana, que se cocinaban en salsa verde o al ajillo, o algún barbo grande, que se comía cocido y con mayonesa. El río, en definitiva, era importante en la vida de la gente.
muerte accidental
En algún momento de 1978 todo empezó a cambiar. O mejor dicho, ya había cambiado antes, pero fue entonces cuando el profundo y sistémico deterioro ecológico que había ido fraguándose durante décadas quedó a la vista de todos. Como suele decirse, y viene al caso, cayó la gota que colmó el vaso: la enésima transformación de los insumos en el modelo productivista agrícola de los valles pirenaicos aguas arriba. Se sustituyó el viejo abono que se echaba a los cereales y a las patatas por un abono nuevo, en una época en la que estas últimas se cultivaban en Salazar para ser vendidas como semillas, y cuyo elevadísimo valor de mercado fue responsable de que se hicieran verdaderas fortunas. De aquellas plusvalias da fe la esplendorosa y restaurada arquitectura que recorre el valle de norte a sur. Se cambió el nitrato de Chile, aquel que los mozos de carga de 14 años descargaban en sacos de 80 kilos, por los nitratos del petróleo. Y, nuevamente, los iones volvieron a pasar de los campos de cultivo al nivel freático y, desde ahí, al río Salazar. Quizás el pH del agua tan sólo se modifico una décima, o quizás la cantidad de veneno decantado en el lecho del río tras décadas de uso de DDT, líndano, pesticidas, herbicidas y fungicidas, superó algún umbral crítico en una fracción infinitesimal. El caso es que las tortugas, animales muy respetados y queridos en un pueblo donde rara era la casa en la que no había una, desaparecieron. Algunas tenían 100 años, pero todas murieron.
Luego les llegó el turno a las culebras, algunas enormes, a las viborillas, a los cangrejos, a las dragas amarillas y rojas, a los marros que se camuflaban mimetizándose con las piedras, y a los pequeños camarones con los que la gente cocinaba sus tortillas. Y a lo largo de la década de los 80 también fueron desapareciendo las madrillas, los mejillones, las ratas de agua, un manjar en la mesa, los gardachos, el lagarto ocelado verdoso que llegaba a alcanzar los 80 centímetros, y las nutrias, por una de cuyas pieles se llegaba a pagar en los años 50 y 60 el jornal de tres meses. Toda aquella fauna exhuberante, que en primavera se amontonaba por millares de criaturas en las aguas del Salazar, a la sombra de los frutales y chopos de Lumbier, fue extinguiéndose poco a poco.
Por último, ya en los primeros años 90, sucumbieron las bandadas de barbos, algunos de hasta dos kilos y medio. Aquellas que cuando hembras y machos desovaban y soltaban el semen, cubrían con una manto blanco los remansos y que subían por el alisadero por el que bajaban las almadías. Y las truchas, aunque ahora venga todos los años, por mayo, un camión cisterna del Gobierno de Navarra y suelte 1.000 o 2.000 ejemplares estériles para que las pesque la gente, porque hay 200 personas que se han sacado la licencia de pesca y algo tendrán que pescar.
En aquella época, con lo que la cooperativa de Lumbier vendía a Cataluña se hacía un champán rosado de mucho éxito. Era un rosado de mucha calidad, porque las viñas eran viejísimas. Pero llegaron las Políticas Agrarias Comunitarias de la Unión Europea y tuvieron que quitar aquel patrimonio vitícola del pueblo, para poner las nuevas, para optimizar la producción vendimiando con máquinas, como se hacía en Francia. Se arrancaron viñas que tenían 117 años, que habían resistido a la filoxera que a finales del siglo XIX vino desde Francia y que arrasó las vides. Cepas que habían sobrevivido gracias a que cien años antes la asociación de viticultores del pueblo se las ingenió para que sobrevivieran haciendo injertos con variedades americanas que eran resistentes a la plaga. Hubo ancianos del pueblo que lloraron cuando vieron morir aquellos ceparrones enormes, cepas de 6-7 kilos de uva, que ellos no habían visto ni plantar. Pero había que poner viñas nuevas y mecanizar el campo. Son esos viñedos convencionales por los que cuando pasa una cosechadora ni brinca un saltamontes, ni se escapa una lombriz, ni echa a volar un pajarillo.
Hace tiempo que la posverdad rural se extendió por los terrenos agrícolas, las ganaderías y las reservas medioambientales. Son esos espárragos con denominadión de origen en la Ribera Alta navarra, cuyas zarpas, las raíces y yemas que se plantan, son traídas en trailers desde Alemania y Holanda. De esos países son las publicitadas variedades de calibres extragruesos y de alta productividad, pero mientras hay en Lumbier esparragueras que tienen 80 años, la vida media de las que se traen del norte de Europa es de ocho años. Son también esos quesos de oveja de Roncal, donde apenas queda ya algún que otro rebaño de ovejas, en el que el producto se elabora con leche que se trae en camiones de otros valles, y que se cuenta que es de oveja latxa, aunque originariamente el queso autóctono se elaborara con leche de cabra y oveja rasa, esta última de mucho menor rendimiento que la oveja latxa. Y es también la Foz de Lumbier, reserva natural que todavía hoy es una de esas postales turísticas emblemáticas navarras que ha perdido su sentido como espacio de ocio y de baño. Sus aguas a nueve grados de temperatura, en pleno agosto y debido a que el río Irati se enfría hasta los cuatro grados antes de escaparse del pantano de Itoiz por los aliviaderos de fondo, cada vez están más muertas.
REGRESO AL PASADO
En los años 80 y 90 se prometía el abastecimiento para centenares de miles de hectáreas de nuevos regadíos, aquí y allá. Se planearon muchos pantanos, pero algunos no llegaron a ejecutarse. En 1987, el Plan de Cuenca de la Confederación Hidrográfica del Ebro planteaba por primera vez dos escenarios secundarios que ponían fin al carácter salvaje del río Salazar: varias presas o, directamente, el trasvase al Pantano de Yesa. La propuesta hidráulica contemplaba el almacenamiento y el traspaso de distintos volúmenes de agua a partir de hasta una quincena de combinaciones entre tres embalses en el valle del Salazar, dos en la cabecera —uno en el cauce del Zatoya, con entre 40 y 50 hm3 y otro en el del Anduña con opciones de entre 25 y 40 hm3— y un tercero ya en el propio río Salazar, a la altura de Aspurz (entre 20 y 40 hm3). Todo aquello se proyectó cuando se planificaba aquel primer recrecimiento de Yesa diseñado en 1.400 hm3 y en previsión de que los caudales de los ríos Esca y Aragón fueran insuficientes. El mar de los Pirineos se está ampliando finalmente hasta los 1.079 hm3, aunque todavía se desconoce el alcance de los problemas que generará la ladera derecha cuanto empiecen los llenados y desembalsados controlados de la puesta en carga.
En todo caso, los propios informes técnicos oficiales no descartan escenarios hidrológicamente pesimistas con cualquiera de las dos obras de ingeniería, la presa de materiales sueltos entre la Foz de Arbayun y Navascues o la perforación de tres metros y medio de diámetro durante nueve kilómetros en las tripas de la Sierra de Leire. La historia, sin embargo, ha mostrado que, en ocasiones, las cautelas técnicas no son un obstáculo suficiente ante la voluntad prometeica de los cuerpos de ingenieros, sobre todo cuando está alineada con la voracidad de lobby de las grandes constructoras, dopada con el cemento de la obra pública. Quién sabe qué ocurrirá en el futuro con el río Salazar.