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Crisis financiera
Diez años después, la crisis del capitalismo global nunca acabó realmente
El falso sentimiento de calma que existía antes de 2008 ha dado paso desde hace mucho tiempo a una fase de inestabilidad económica, social y política en los cuatro puntos cardinales.
El 15 de septiembre marca el décimo aniversario de la caída de Lehman Brothers, el anteriormente poderoso banco de inversión estadounidense cuya dramática bancarrota aquel día de 2008 desató la peor crisis financiera desde la Gran Depresión de los años 30. Una década después, frecuentemente oímos la queja de que poco ha cambiado desde entonces: los bancos todavía son demasiado grandes para quebrar, las finanzas continúan dominando la actividad productiva, y los hogares comunes todavía no han sentido el impacto en sus bolsillos de una lenta recuperación económica. Pero esta continuidad que se percibe, aunque es claramente válida, sólo es parte de la historia. En realidad, mucho ha cambiado durante los últimos diez años —gran parte, por desgracia, para peor—.
En los años anteriores al desplome, el mundo aún se divertía en un estado de complacencia alimentado por el crédito. Durante esta llamada Gran Moderación, el ministro de Hacienda y luego primer ministro del Reino Unido Gordon Brown incluso presumió de forma infame de que los interminables ciclos de auge y crisis del pasado habían sido finalmente dominados y superados. Desde ese momento, no habría más crisis financieras.
Este falso sentimiento de calma ha dado paso desde hace mucho tiempo a la inestabilidad económica, social y política. Mirando hacia atrás, está claro que mucha de esta inestabilidad puede atribuirse directamente a la desastrosa forma en que los responsables de las políticas respondieron a la caída de 2008.
Privatizar beneficios, socializar pérdidas
A medida que los gobiernos de todo el globo rescataban a sus mayores bancos y asumían las obligaciones del sector financiero en un intento desesperado de impedir que el capitalismo global implosionara bajo el peso de otra Gran Depresión, en la práctica transformaron una crisis bancaria privada en una crisis de la deuda soberana. De 2010 en adelante, respondieron a esta auto-infligida crisis de deuda soberana con una política de austeridad extrema, recortando rápidamente el gasto público para pagar a los titulares de bonos —que a menudo resultaron ser las mismas instituciones financieras que habían sido rescatadas con dinero del contribuyente en 2008.Este enfoque neoliberal de la gestión de la crisis —privatizar los beneficios de los banqueros y socializar sus pérdidas— a su vez intensificó una tradicional tendencia hacia el crecimiento de la desigualdad socioeconómico. Enfrentados a prestaciones sociales diezmadas, aumento del desempleo y salarios reales estancados o en descenso, muchos hogares no tenían más opción que adquirir aún más deuda simplemente para cubrir sus gastos básicos.
Como ahora sabemos, el evangelio de la austeridad fiscal iba a encontrar a sus predicadores más apasionados en la Unión Europea, donde la ferviente adopción de recortes presupuestarios y la resultante caída en la demanda agregada llevó a una década perdida y a varios brotes de pánico en el mercado que casi derribaron la Eurozona. En ningún sitio se sintieron las consecuencias más dolorosamente que en Grecia. Situada bajo la tutela de sus acreedores, el país redujo el gasto público y sufrió un colapso del rendimiento económico y los estándares de vida popular peores que los experimentados por Estados Unidos durante los años 30.
En Europa, como en el resto de lugares, esta devastación económica a su vez alimentó el conflicto social y la polarización política en auge. Durante esta segunda fase de la crisis capitalista global, los problemas fiscales del Estado se transformaron en la práctica en una verdadera crisis de legitimidad.
De la crisis financiera al conflicto civil
En 2011, el mundo fue testigo del estallido de protestas masivas alimentadas por una combinación de agudos agravios políticos y económicos. Empezando en las revoluciones de Túnez y Egipto, una ola de revueltas populares se extendió por la cuenca mediterránea y todo Oriente Medio, afectando profundamente en el proceso al orden regional establecido.Durante la primavera y el verano, millones de personas tomaron las calles de Grecia y España en masivas protestas anti-austeridad, inspiradas directamente en la Primavera Árabe y a su vez inspirando al movimiento Occupy Wall Street que surgiría en Nueva York y se extendería rápidamente por el planeta poco después. En 2013, levantamientos similares convulsionaron Turquía y Brasil. El mundo estaba temblando.
Fue en los países árabes, sin embargo, donde estas movilizaciones sociales espectaculares tuvieron las consecuencias políticas con mayor alcance, derribando o desestabilizando varios regímenes dictatoriales arraigados antes de caer en el conflicto sectario, el terror contrarrevolucionario y —de forma más dramática en Siria, Libia y Yemen— la sangrienta guerra civil.
El conflicto violento, las intervenciones extranjeras y el posterior derrumbamiento de la autoridad estatal en partes de Siria y Libia causaron a su vez una gran crisis humanitaria que supuso que millones de personas buscaran refugio en países vecinos. En 2015, una parte relativamente menor de esta gente intentó brevemente hacerse camino a Europa, donde —a pesar de las acciones de solidaridad de base generalizadas— se encontraron a menudo con alambre de espino, centros de detención y una explosión de sentimiento anti-inmigrante fomentado por años de miseria inducida por la austeridad, en lo que polémicamente se vino a conocer como la “crisis de refugiados” europea.
En ese mismo tiempo, un repentino estallido del enfrentamiento civil en Ucrania llevó a Rusia y Occidente al borde del conflicto violento. Como argumenta convincentemente el historiador Adam Tooze, estas tensiones ya existentes en la antigua esfera soviética fueron drásticamente exacerbadas por las repercusiones económicas del crash de 2008.
Solucionar una crisis de deuda con más deuda
Mientras tanto, a medida que las consecuencias sociales y políticas de la crisis empezaron a hacerse sentir, y los cimientos del orden internacional de la posguerra parecían temblar, los principales bancos centrales del mundo —inflexibles para salvar el pellejo de los financieros privados y evitar una repetición de los años 30— respondieron con un experimento monetario sin precedentes.No sólo bajaron las tasas de interés a mínimos históricos, sino que también se embarcaron en un agresivo programa de “expansión cuantitativa” (QE, por sus siglas en inglés) que supondría que los cuatro mayores bancos centrales inyectaran el equivalente a 15 billones de dólares de dinero nuevo en el sistema financiero global.
Aunque la economía mundial podrá soportar una serie de crisis aisladas en los mercados emergentes, hay un país cuya altísima carga de deuda, si implosionara, desestabilizaría la recuperación global. Ese país es China
En lugar de potenciar la actividad productiva, sin embargo, pronto quedó claro que este exceso de liquidez había desatado una nueva ola de inversión especulativa. Como resultado, nuevas burbujas financieras estallaron por todos lados: en el sector inmobiliario, en las acciones, en los créditos para estudiantes y automóviles, en bonos corporativos, en los mercados emergentes —en cualquier lugar donde tales inversiones parecieran rendir una tasa de retorno decente—.
Aparte de estimular el período de crecimiento más largo de la historia de la Bolsa en EE UU, el enorme incremento en la liquidez global también impulsó un renovado auge de préstamos internacional que causó que la deuda global se disparara hasta el 217% —su nivel más alto, un 40% sobre la zona de peligro alcanzada en la víspera del desplome en 2007.
En resumen, los responsables de la política y los banqueros centrales se propusieron resolver una crisis causada por demasiada deuda... ¡con aún más deuda! En ausencia de suficiente inversión productiva, esto siempre iba a ser una receta para el desastre.
Los efectos colaterales no intencionados ya están empezando a hacerse sentir en mercados emergentes como Turquía y Argentina, que pidieron prestado mucho dinero en dólares durante el boom impulsado por la QE. Ahora, mientras la Reserva Federal de EE UU desarticula su programa QE y se prepara para subir las tasas de interés, el capital está empezando a retornar desde los mercados emergentes a Estados Unidos, causando que el crecimiento en el Sur Global se ralentice y que el dólar estadounidense se fortalezca.
Si esto persiste, esta mezcla letal de crecimiento ralentizado, tasas de interés en aumento y un dólar estadounidense más fuerte socavará firmemente la capacidad de los deudores de los mercados emergentes para pagar sus deudas en dólares, lo que probablemente lleve a un nuevo pánico inversor.
Aunque la economía mundial probablemente podrá soportar una serie de crisis aisladas en los mercados emergentes, hay un país cuya altísima carga de deuda, si implosionara, desestabilizaría la recuperación global. Ese país es, por supuesto, China.
Mientras que la deuda china está mayoritariamente en manos chinas, su enorme expansión de crédito en la década pasada seguramente debe estar entre las más extremas de la historia. Se espera que la deuda total alcance el 327% del PIB para 2022, el doble del nivel de 2008, situando al motor industrial del capitalismo global entre las economías más fuertemente endeudadas del mundo. La explosión del crédito impulsó un boom en la construcción sin parangón que hizo que China vertiera un 45% más de hormigón en sus ciudades en tres años que lo que EE UU había consumido en todo el siglo precedente.
Demostró ser un espaldarazo para los países en vías de desarrollo exportadores de mercancías, y ciertamente ayudó a mantener al capitalismo global bajo control después de 2008. Pero el mismo auge impulsado por el crédito llevó también a un exceso de inversión gigantesco, dejando tras de sí enormes ciudades fantasma y una inmensa capacidad excedentaria junto a un grandísimo sector bancario paralelo de diez billones de dólares. Algunos temen que esta “madre de todas las burbujas” todavía pueda explotar y desatar más adelante un importante cataclismo financiero.
El desorden global que se retroalimenta
Incluso a falta de un escenario desastroso de ese tipo, sin embargo, la combinación de una desaceleración económica china y el final del estímulo monetario en EE UU ya está teniendo repercusiones de amplio alcance en otros lugares del mundo. Los efectos han golpeado especialmente duro a América Latina, provocando que su “Marea Rosa” de gobiernos progresistas retroceda rápidamente ante las cada vez peores condiciones económicas.Brasil, por su parte, de lejos la economía más grande de Latinoamérica, ha estado luchando recientemente contra la recesión más profunda y larga de su historia. Esta crisis pronunciada ha ido mano a mano de la intensa inestabilidad política, llevando a un “golpe constitucional” de derechas contra la presidenta Dilma Rousseff y dejando al ex presidente Lula en la cárcel con cargos de corrupción, forzándole a retirarse de la campaña presidencial del próximo año.
Una agitación parecida ha acosado tanto al Gobierno socialista de Maduro en Venezuela como al Gobierno neoliberal de Macri en Argentina, subrayando la naturaleza estructural de la crisis, que está golpeando a países vulnerables independientemente de las orientaciones ideológicas de quienes tienen el poder.
El alboroto más relevante de todos, sin embargo, es indudablemente el que está haciendo tambalear el viejo núcleo capitalista de la Unión Europea y Estados Unidos. Allí, desde 2016 en adelante, años de desconfianza provocada por la austeridad, décadas de desigualdad causada por la globalización —y la financiarización—, y siglos de racismo, nacionalismo y misoginia glorificados han culminado finalmente en un enfrentamiento político paralelo sin comparación en la historia de la posguerra.
A un lado del Atlántico, el ala aislacionista del Partido Conservador del Reino Unido, nostálgica de los días de gloria del Imperio Británico finalizados hace mucho tiempo, está amenazando con salir estrepitosamente de la Unión Europea sin un pacto adecuado, arriesgándose a un daño incalculable no sólo a su propia economía sino también a los nerviosos mercados financieros globales. Fuerzas reaccionarias similares están ahora progresando en el continente, agitando el espectro de una potencial desintegración de la UE.
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Duterte, Trump, Macron, Putin, Erdoğan... La editorial alemana Dietz se ha propuesto con Los nuevos bonapartistas entender las bases de un fenómeno, el del nuevo autoritarismo, que se extiende por todo el planeta.
Al otro lado, mientras tanto, el presidente de EE UU, Donald Trump, parece estar haciendo todo lo que puede para socavar la estabilidad y la futura viabilidad de su propio Gobierno. Pero a pesar de la aparentemente interminable sucesión de escándalos y controversias, mantiene el control sobre su cuenta de Twitter y las riendas de la política internacional, lo que le permite avivar divisiones internacionales y tensiones geopolíticas en medio de una intensificada guerra comercial con China.
La inmensa incertidumbre generada por esta intensificación del conflicto político doméstico e internacional está teniendo a su vez un efecto depresivo sobre la recuperación económica global- lo que, por su parte, por fuerza generará un mayor caos político en otros lugares, desencadenando un círculo vicioso de desorden que se retroalimenta.
Un espacio insospechado para la política
En resumen, la tormenta global desatada por el colapso de Lehman Brothers hace diez años no se ha calmado en absoluto. No sólo siguen hoy con nosotros las consecuencias del crash financiero, en forma de desigualdad en auge, deuda creciente y abrumadora inestabilidad política, sino que la crisis del capitalismo mismo persiste también y continúa haciendo estragos en todo el planeta, cambiando de aspecto constantemente a medida que se abre camino desde un trastorno a otro.En este punto, es todavía demasiado pronto para decir si esta emergente política democrática del siglo XXI podrá tener éxito frente a una poderosa reacción nacionalista
Afortunadamente, sin embargo, no todos los cambios sociales y políticos desde 2008 han sido negativos. La misma dinámica desestabilizadora que trajo al mundo a Trump y al Brexit ha abierto también un espacio para la política anteriormente insospechado —incluyendo un tipo diferente de política comprometida con una alternativa verdaderamente emancipatoria y radicalmente democrática al presente desorden global.
Esta nueva política radical mostró su rostro por primera vez en los levantamientos globales que hicieron tambalearse al orden establecido de 2011 en adelante. Recientemente ha empezado a consolidarse en forma de vibrantes movimientos de base, formaciones políticas progresistas y candidaturas explícitamente socialistas que colectivamente buscan desafiar desde abajo el poder y los privilegios desbocados del “1%”.
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En este punto, es todavía demasiado pronto para decir si esta emergente política democrática del siglo XXI podrá tener éxito frente a una poderosa reacción nacionalista. Pero si los dramáticos acontecimientos desde 2016 son algo a tener en cuenta, las consecuencias políticas de la crisis financiera global sólo están empezando. La verdadera confrontación, parece, está por llegar.
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