Coronavirus
¿Quién teme al virus feroz? El doble aislamiento de Las 3.000 viviendas

La cuarentena va por barrios y en los más degradados tiene una singular incidencia. En el Polígono Sur de Sevilla, más conocido como Las 3.000 viviendas, han llegado a pedir la intervención del ejército. Nada nuevo para quienes no reciben más atención que la de las fuerzas del orden público.

30 mar 2020 06:00

Por primera vez desde el fin de la Segunda Guerra Mundial las poblaciones de la Europa más occidental andan padeciendo la conmoción de un estado de excepción -aunque hay motivos para maliciar que el estado de excepción es la norma-. Y ya sea porque la cuarentena favorece la introspección, porque el tema despierta una plétora de análisis, o porque no tenemos nada mejor que hacer mientras tanto, el caso es que asistimos, pasmados y en directo, a la elaboración de discursos de todo pelaje sobre qué significa, qué implicaciones tiene y qué precedentes sienta esta situación oficial de alarma.

Trátese de cuestiones sanitarias, económicas, humanas o políticas, la pandemia y sus derivadas monopolizan el mainstream informativo y la difusión de bulos (si es que podemos distinguir entre ambos). Pero el coronavirus no suplanta la terca realidad preexistente. Al contrario: en muchos casos se yergue como la excusa perfecta para hacer y decir lo mismo en los mismos términos de siempre, o para no hacer nada. Es como una salsa nueva que encubre la monotonía de un menú reiterativo, que engaña al paladar cansado y ocasión para sacar de la alacena víveres que, a fuerza de inveterados, se han tornado insulsos. Por mucho que la tragedia se haya convertido en el gran maestro de ceremonias posmoderno, y por más que cunda la sensación de inminencia del apocalipsis, el caso es que, como solía decirse, el futuro ya no es lo que era ni aun en sus visajes más agoreros. La mayor distopía que pueda sospecharse, plagada de virus, acosada por zombis, golpeada por meteoritos, calcinada por erupciones solares, anegada por tsunamis o invadida por extraterrestres, no alcanza a suponer una verdadera ruptura. Cualesquiera de esas contingencias sería circunstancial, y además podemos barruntar que se olvidarían rápido. La distopía real está aquí, dispuesta en el hecho mismo de que ni las catástrofes son capaces de quebrar la renuencia al cambio o la ausencia de autocrítica en que viven enfangadas las sociedades occidentales. Slavoj Žižek (citando a F. Jameson) declara: “se está más dispuesto a concebir el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Pero Žižek se queda corto: el mundo superdesarrollado es capaz, no ya de imaginar, sino de encajar las tragedias más severas sin llegar a replantearse al menos su manera de ver el mundo. Así que, del modo de producción, mejor ni hablamos.

La extrema derecha y la derecha extrema no dejan pasar la ocasión del virus para arremeter contra una de sus bestias negras, el feminismo, en el objeto de la manifestación del 8-M. La clase empresarial reclama flexibilidad, instaura el teletrabajo, reduce plantillas y socializa pérdidas. Los nuevos emprendedores, pretendidos capitanes de industria, plañen por una moratoria de gabelas y más munificencia estatal. La ciudadanía media asume con resignación las restricciones, demanda control en las calles y participa fruitivamente desde el balcón o desde las redes delatando infractores. En paralelo, amagada tras la urgencia del momento, aparece una inquietante terminología de combate que remarca tres conceptos: “aislamiento social”, “distanciamiento” y “disciplina”. Que la extrema derecha española achaque la pandemia al feminismo, que las burguesías (grandes o pequeñas) aprovechen la tesitura qvia personalis qvaestvm, que una población urbana viviendo asedios imaginarios desde hace décadas (alguien habrá que recuerde las “crisis de seguridad ciudadana” de los setenta) reclame una custodia severa de los espacios urbanos, y que el aparato del poder trate de extender el autoritarismo en la gestión de la crisis, son procesos del todo asumibles. Son lo de siempre, en definitiva.

Después de todo y antes que nada, el Polígono Sur es como aquel pedigüeño interpretado por Tom Waits en “El Rey Pescador”, un “semáforo moral”.

Pero hay ámbitos donde ese ejercicio de disociación y disciplina de los sujetos resulta casi imposible de aplicar del todo, por mucho aparato policial que el Estado despliegue en la calle. Y ese, según la prensa, parece ser el caso del Polígono Sur de Sevilla (o "Las 3.000 viviendas”, si queremos tomar la parte por el todo.) Es una zona cuyo monto de población oscila -las cifras varían- entre los 32.000 y los 50.000 habitantes y que se aposenta sobre un solar de 1,450.000 metros, lo que da una densidad de entre 22.000 y 34.000 personas por kilómetro cuadrado, bestial (asiática) comparada con la media urbana del Estado Español (93). Embutida entre dos carreteras, un trazado de ferrocarril y el alto y ciego paredón de una antigua factoría textil, se arbitra, desde que se plantea en el PGOU de 1962, como cul de sac físico, social y simbólico. Un apéndice vermicular adonde, por decantación económica, fueron cayendo poblaciones antaño residentes en las casas de vecinos del centro histórico, en los núcleos de “construcción autónoma” de las periferias y, las menos, en el hinterland sevillano. Omitiremos aquí otras carencias, la incidencia de enfermedades, el desempleo, la droga, el absentismo escolar, etcétera. Porque, después de todo y antes que nada, el Polígono Sur es como aquel pedigüeño interpretado por Tom Waits en “El Rey Pescador”, un “semáforo moral”. Y como “el que paga no está obligado a mirar” (frase del mismo mendigo cinematográfico), la realidad que se vive en la zona es prácticamente desconocida para los rectores políticos locales y para la sociedad solvente.

La cifra de habitantes ofrecida por la documentación disponible es dudosa, las cronologías varían de una fuente a otra y los mapas recuerdan a aquellas cartografías coloniales del siglo XVII, plagadas de terrae incongitae, bestiarios y tribus figuradas: los nombres no coinciden o se omiten, no dejan claro qué núcleos componen el Polígono, o caen en torpes metonimias. Tal desconocimiento es cosa paradójica en una ciudad que tiende a mirarse el ombligo como ninguna otra, ávida de cronicones, amiga de bardos y capaz de adivinar esencias populares en el fenómeno más trivial, para más tarde exponerlo en almoneda o erradicarlo. Sin embargo el barrio, desde sus comienzos en forma de “casitas bajas” (Unidades Vecinales de Absorción “La Paz”), ha sido omnipresente los medios de comunicación locales, sobre todo a la hora de ejemplificar la antítesis de lo que pretende ser (y no es) Sevilla. Y más aun, el Polígono no tiene otra imagen ni otra historia que la que los medios y el rumor quieren darle: hasta ese punto es un espacio subordinado.

La eventualidad de ser amonestado debe de parecer nimia ante el riesgo de debilitar la sociabilidad o ante la contingencia de no poder conseguir los magros ingresos con los que subvenir a las necesidades cotidianas.

El día 18 de marzo, tres días después de ser decretada la cuarentena, la prensa en bloque se hacía eco de cómo algunos vecinos, miembros de cierta denominación evangélica, desobedecían la orden de confinamiento y oraban en grupo durante la noche. A rebufo de la noticia, el jefe del Comisionado para el Polígono Sur (una suerte de organismo intermediador pero sin apenas competencias) Jaime Bretón (Partido Popular) reclamaba entre invectivas la presencia del Ejército para mantener el orden. En resumidas cuentas: de nuevo, todo como siempre. Incuria, falta de análisis, lugares comunes y tópicos que vienen a reafirmar lo que la prensa publica sobre el barrio desde hace casi sesenta años y que la opinión pública ratifica y pone en circulación en forma de habladurías (las redes sociales no han inventado el bulo.) Y, como corolario, el remedio de siempre: con o sin coronavirus, no hay “solución” para el Polígono Sur que no pase por el control policial. Incluso la escasa e inane vertebración asociativa de la zona no hace sino remachar esa necesidad de “seguridad” en su perenne reclamo de una comisaría. Los años de estudios, y los datos obtenidos en las intervenciones de que ha sido objeto el Polígono Sur, apenas si han tenido calado práctico alguno. Un barrio del tamaño de una capital de provincias reducido a una sola problemática: el orden público. Las condiciones de vida objetivas y sus efectos sobre el espacio trascienden al conocimiento general de una manera ambigua, folklorizante a veces (desde una búsqueda de “exotismo interior”) y trágica en ocasiones, pero siempre disponibles para relatarse como amenaza potencial a eso que se llama “convivencia”, a la “seguridad ciudadana” y, en esta ocasión, a la salud pública. Así, que se exija aislamiento social a una gente previamente aislada y que se le reclame orden cuando la renta media anual (4897 euros al año en no pocos casos, la más baja del Estado) no alcanza a la de Pakistán, resulta casi una burla cruel, pero tampoco es ninguna novedad. No se termina de entender que, para una población que, en buena parte, depende de las relaciones sociales directas o de la movilidad dentro del barrio para su mantenimiento diario, y para la cual las redes de pares cercanas, y no las virtuales, aun constituyen el ecosistema por excelencia, el estado de alarma es otro albur más con el que bregar, y no el peor. La eventualidad de ser amonestado debe de parecer nimia ante el riesgo de debilitar la sociabilidad o ante la contingencia de no poder conseguir los magros ingresos con los que subvenir a las necesidades cotidianas.

No existen prácticamente establecimientos o instalaciones que atraigan gente de otros lugares, y eso habla mucho de su condición de lugar opaco y pergeñado para el confinamiento de ciertas categorías sociales.

Estratégicamente hablando, los “no-lugares”, los centros urbanos vaciados por la taxidermia de las gentrificaciones y del turismo en masa, los sitios de esparcimiento y de ocio comerciales o los nodos de transporte son fácilmente controlables. Se puede identificar quién no tiene que estar allí porque en realidad nadie tiene que estar allí sin un motivo, todo el mundo que los transita está en una “no man´s land” ajena. Pero la gente “no pasa” por el Polígono Sur: simplemente “está”. No existen prácticamente establecimientos o instalaciones que atraigan gente de otros lugares, y eso habla mucho de su condición de lugar opaco y pergeñado para el confinamiento de ciertas categorías sociales. Los vecinos, por su parte, arbitran sus lugares de sociabilidad a pelo, a fuerza de número y de costumbre, ocupando autónomamente el espacio disponible, o bien “privatizándolo” (construyendo patios con jardín allá donde sólo crecía el cemento, por ejemplo). Si tenemos la oportunidad de visitarlo extensamente, nos llamará la atención este extremo y sus efectos: parroquianos que practican puertas a la calle perforando un muro, sótanos que se transforman en pequeños locales, colocación de carpas provisionales o permanentes... Todo buscando una proyección hacia la calle, “estar” en la calle. Podremos sin dificultad observar cómo se celebran cumpleaños o nocheviejas colocando mesas y barbacoas en la vía pública y se ejercita de esa manera sobre el solar del barrio un derecho de usos que imposibilita cualquier museificación, rompe la subordinación y aleja la mirada especulativa. Así, paradójicamente, esa “vida de calle”, que prácticamente ha desaparecido en Sevilla como fenómeno autónomo y no ligado a algún tipo de comercio, esas casapuertas con vecinos sentados al sol o al fresco, lloradas por los inevitables apologetas de la “Sevilla que se fue”, subsisten en el Polígono Sur. Conflictivas, extravagantes y ruidosas, si las observamos desde ese saloncito burgués (demasiado caro y donde todo está para no ser tocado) en el que se ha convertido la ciudad, pero socialmente operativas, capaces de dotar de humanidad a un espacio hosco y duro.

La cuarentena (y no negamos su importancia sanitaria) interpela a una ciudadanía-tipo, a los sujetos que tienen con el espacio una relación que no pasa de simbólica, a un “ciudadano Tampax”, que no se nota, que no se mueve y que no traspasa. Pero resulta dudosa para los que no quieren, como dice el postrer verso del Canto XIII de la Divina Comedia, hacer de la propia casa un patíbulo.

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#54158
30/3/2020 17:41

Fenomenal la escritura y lo que dice en ella!!!!

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#54080
30/3/2020 13:29

excelente!!!! de que sirve una vacuna si solo muestra eficacia según código postal? de qué sirve confinar si solo sirve en algunos códigos postales. Los gobernantes indios que andan jugando a aplicar las mismas terapias de profilaxis europeas, conseguirán contener a los millones de indios encerrados en sus simulacros de vivienda? y los "italianos" del sur lograrán sujetarse al corsé del confinamiento a la escandinava?

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#54070
30/3/2020 12:56

Pues ya está, volvemos a la Edad Media: a cada grupo social se le aplica su ley ad hoc y problema resuelto

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#54069
30/3/2020 12:56

Pues ya está, volvemos a la Edad Media: a cada grupo social se le aplica su ley ad hoc y problema resuelto

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