Coronavirus
Management epidemiológico y golpe de estado global

Se extiende un estado globalitario de control, al calor de la gestión epidemiológica de la crisis desde una concepción “democrática” del contagio, se cumple así el adagio liberal de que “el precio de la democracia es la eterna vigilancia”.

Ejército Iruñea
Efectivos del ejército desplegados en la ciudad de Iruñea. Ione Arzoz
19 abr 2020 12:35

El 24 de febrero, el Viceministro de Salud iraní Iraj Harirchi se refería al Covid-19 afirmando que “este es un virus democrático”. La formulación, que no es novedosa, se ha sucedido actualmente en muchos discursos gubernamentales. Cuenta, de hecho, con su pequeña trayectoria. A mediados de los años ochenta, el sociólogo Ulrich Beck, en un libro clave de la sociología de finales del siglo pasado, titulado La Sociedad del Riesgo, planteaba la democratización que producía la exposición cada vez mayor a riesgos de tipo global. El autor caracterizaba así una modernidad avanzada en la que “la miseria es jerárquica, el smog es democrático”. Con esta diferencia intentaba sacar el foco de la amenaza de la pobreza, visible e identificable, y adelantaba la tesis de que el riesgo invisible y difuso disuelve la sociedad organizada en clases. La consigna “todos estamos expuestos al riesgo” lo condensa bien. El todos disuelve la lucha de clases.

La falacia del virus democrático

Esta consideración del riesgo democrático es una afirmación producida en un contexto de separación entre países del primer y tercer mundo, aplicable a los lugares donde funcionó un Estado de bienestar o en los que existen las condiciones materiales para establecer esa categorización. Solo mediante la obturación del tercer mundo respecto del primero puede cambiarse el paradigma de la modernidad y considerar el riesgo como algo democrático, en cuanto que universal e igualitario. Detrás de la lectura democrática de la proliferación del riesgo, Beck interpreta un cambio de paradigma en el capitalismo contemporáneo: el modelo de producción de riquezas sería reemplazado por el de producción de riesgos. Este desplazamiento modificaría la condición diferenciadora que produce una sociedad estructurada en clases.

Sin embargo, el pensamiento de Beck, asumido por las agencias gubernamentales, no es efectivo.

Primeramente, porque no integra en su esquema las politizaciones y luchas que han desencadenado las resistencias al modelo neoextractivista del capitalismo avanzado, principal motor de la producción del riesgo. Las luchas del tercer mundo han sido negadas y reemplazadas por demandas “ecológicas” de mercado (aunque no toda ecología es una demanda de mercado). Esta invisibilización tiende a separarse de las disputas indígenas y territoriales contra las transnacionales, que si bien no responden del todo a la lógica moderna de la lucha de clases, sí presentan tensiones, conflictividades y antagonismos con el capitalismo global. En segundo lugar, porque si bien de momento el reparto de la enfermedad afecta —relativamente— a todos por igual, la condición diferenciada de la cura y de la prevención muestra la segmentación que su tratamiento produce.

El proyecto biopolítico neoliberal mira al futuro desde un revival eugenésico, empujando a los viejos hacia la muerte, borrando el pasado y deshaciendo la memoria.

En tercer término, porque el confinamiento ha sido muy desigual. Un ejemplo extremo sería la ciudad de Santiago de Chile, donde se declaró la cuarentena sanitaria en 6 de las 32 comunas que componen la ciudad, y que son las que concentran la riqueza de la región. Una cuarentena de clase en la que los asalariados no pueden parar bajo la amenaza de perder su trabajo, y en la que, expuestos a la enfermedad día a día, son obligados a aceptar condiciones de riesgo. Y, en cuarta y última instancia, porque la institución del teletrabajo, instituida por medio de leyes aprobadas durante el estado de excepción sanitario —sin mayores debates—, impone un régimen de explotación sin precedentes y sin respuesta.

Además de lo anterior, el virus se encuentra muy lejos de afectar democráticamente a la población y de disolver las luchas. El reparto equitativo de la sociología del riesgo sigue sin cumplirse. La disposición técnica del virus deja morir a los cuerpos viejos y enfermos, arrojando a la muerte al segmento improductivo de la sociedad y, por otra parte, protege y salva a la población productiva joven. El proyecto biopolítico neoliberal mira al futuro desde un revival eugenésico, empujando a los viejos hacia la muerte, borrando el pasado y deshaciendo la memoria.

Experiencia-Saber-Poder

Con el confinamiento y la cuarentena, la experiencia respecto de la enfermedad varía radicalmente. Si bien la denominada crisis de la experiencia no es algo nuevo desde Walter Benjamin, su renovada vigencia tiene que ver con la rápida propagación de la transformación de la experiencia moderna en cifras, cálculos, estadísticas y probabilidades.

Nuestra experiencia de la enfermedad actual es la más genuina expresión del discurso y práctica gubernamentales. Emerge así la relación del saber con el poder: una extracción técnica del dato de la población desde la estadística, y con la enfermedad monitorizada por dispositivos micropolíticos de control policial. El “legitimo” saber de la enfermedad es el construido con el procesamiento técnico de los datos analíticos de la población. Este saber pertenece a quienes tienen la capacidad técnica de interpretar y actuar sobre las cifras, no solo las de la enfermedad, sino todas las que corresponden al gobierno del conjunto de la población. La combinación de cálculo probabilístico, medicina y control policiaco-militar genera el poder de la gestión epidemiológica. Las curvas de predicciones nos someten al management epidemiológico, que penetra hasta el último rincón de lo vivo hasta convertirlo en dato.

Ordenado en tablas, gráficos y mapas de la población gobernable, esta administración microbiológica es la heredera actualizada de la moderna polizeiwissenschaft (ciencia de la policía). El experto policial inmunitario encarna el discurso verdadero y determina las disposiciones de control de la epidemia. Controla el confinamiento de la población, interrumpiendo así cualquier posibilidad de intervención, discusión y disenso político en el tratamiento de la epidemia. El saber del virus no es exclusivo de las élites del saber-poder microbiológico y puede ser aprendido por cualquiera, pero siempre como espectador y sin opinión propia. El saber experto es abundante y circula por las redes sociales como sobreinformación gubernamental del virus, como manual de (auto)gestión del tiempo de encierro, como ejercicio crítico de lectura de la pandemia o, simplemente, como meme.

El tratamiento epidémico-policial del virus materializa el imaginario distópico que la literatura, el cine o las series venían anunciando como régimen global de dominación. Pero, a diferencia de las distopías que contaban con la contraparte del héroe lúcido capaz de ver la luz, para desde ahí volver al encierro y cortar los cepos que nos atan a la falsedad del mundo (Jesús de Nazaret o Neo en Matrix), aquí el héroe es un renovado despliegue de control global. Los poderes médico, policial o militar nos recuerdan que no hay verdad ahí afuera, solo inmanencia del control. Metafóricamente, y en un mundo en el que todos los sentidos habían sido ya codificados, uno de los síntomas del coronavirus es la perdida del olfato, que representaba la última relación con el afuera, el reducto de un mundo no cifrado.

En este escenario, la muerte es solo cuestión de números y la vida una probabilidad.

Y todavía no hemos alcanzado el clímax de información. Estamos expectantes y enganchados a las pantallas del computador, de la televisión o del teléfono (incluso a las tres a la vez). Haciendo el seguimiento del mapa interactivo, viendo el mar en alguna plataforma que nos permite sobrevolar aquella playa paradisíaca a la que siempre deseamos ir, presenciando la multiplicación infinitesimal del Big Data en tiempo real. En este escenario, la muerte es solo cuestión de números y la vida una probabilidad. Para habitar esa probabilidad tenemos que volvernos “expertos” en el manejo de un discurso que debe mezclar lo estadístico, lo médico y lo bélico. Lo más grave no es la pérdida del mundo exterior sino que, al intensificarse la relación cerebro-pantalla, el mundo mismo carece de exterioridad. No hay fuerzas de resistencia que provengan de ningún lado. De ahí que resulte tan cómodo imaginar que vivimos en el menos malo de los mundos posibles.

Por su parte, el teletrabajo es el confín en el que estamos obligados a laborar, consumando el estado de movilización general que produce la cuarentena, encerrados en un aislamiento decidido arbitrariamente. Carecemos de armas para combatir la dictadura epidemiológica, y quien la confronte sufrirá la amenaza de los servicios secretos improvisados en los balcones de los edificios. Tal y como nos señala Paul B. Preciado en su texto sobre la epidemia, “la nueva frontera es la mascarilla. El aire que respiras debe ser solo tuyo. La nueva frontera es tu epidermis. El nuevo Lampedusa es tu piel”.

El teletrabajo es la consumación de ese estado de (in)movilización total en el esquema de control policial epidemiológico que nos deja sin posibilidad de resistir frente a las disposiciones que arman un mundo reducido a la frontera del individuo. Tarde o temprano, tendremos que quemar nuestras mascarillas. Si la frontera está en nuestro cuerpo, es necesario generar las condiciones para avanzar hacia la huelga general contra nosotros mismos. Ello nos permitirá desactivar las disposiciones de la empresa, el teletrabajo y la lógica policial introyectada para, desde ahí, abrir el afuera capturado en el adentro de la cuarentena obligatoria, rechazando el confinamiento individual para resistir juntxs.

Contractualidad basura

El teletrabajo reproduce la fusión entre trabajo y ocio, entre empresa y casa, en la subsunción real del trabajo en el capital, que ya nos anticipó Marx. El imaginario de la empresa total (extendido con intensidad micropolítica por el emprendimiento impregnado de subjetividad neoliberal) generó la ampliación del tiempo de trabajo administrada por el empresario de sí. Y, en idéntica manera, el teletrabajo subsume la diferencia que quedaba como remanente, integrando todo tiempo al proceso productivo y de circulación de mercancías (principalmente inmateriales). De ahí que podamos decir que el teletrabajo, como el campo de trabajo esclavo o el campo de concentración, lo abarca todo. La cuarentena se mimetiza con la huelga general, despojándola de su contenido político y destructivo, razón por la cual no es capaz de interrumpir el proceso de producción y circulación de capital. Al contrario, la cuarentena intensifica las formas de movilización general centradas en los modos inmateriales de producción y circulación. De ahí que la consumación del teletrabajo en la pandemia aparezca como paradigma expandido a nivel planetario, con las contradicciones que este modelo de (auto)explotación impone, acercándose a un esclavismo de producción y consumo, que fusiona ocio y trabajo, e instala en el hogar la dimensión de la “empresa total”.

La realidad es paralizante. Avanza un régimen de neoesclavitud, con estados y gobiernos en sintonía con las grandes corporaciones. Se legitiman —a través de leyes y decretos express que regulan el trabajo y los despidos— las ayudas directas y las exenciones tributarias a las grandes empresas y el salvamento a la banca a través de la extensión del crédito. A la vez, se provoca el sobreendeudamiento de microempresas y personas. Y todos estos ajustes legales necesitan despojar de derechos laborales a millones de personas, en su condición de nuevos parados, y como masa excedente y descartable.

Así es como el neoliberalismo gobierna: propiciando situaciones de riesgo e incertidumbre que solo la empresa puede capitalizar, puesto que solo ella está segura.

Estamos sumidos en la perplejidad frente al golpe de estado empresarial que avanza junto a la militarización de los territorios, la eliminación de las libertades y el sometimiento de la población al estado de excepción epidemiológico. Lo hemos asumido aplaudiendo desde nuestros balcones, y fiando nuestras posibilidades al futuro. Así es como el neoliberalismo gobierna: propiciando situaciones de riesgo e incertidumbre que solo la empresa puede capitalizar, puesto que solo ella está segura. La incertidumbre como catástrofe económica y ruina social para muchos, y como espacio de oportunidades para las minorías, corrobora el planteamiento de Marx de que el capitalismo se mueve en la producción de su propia crisis.

Es aquí donde se ha instalado la lógica de un cautiverio sin resistencia, que promueve la realización final de un sistema de precariedad o de un estado de miseria global. En él, la relación contractual del trabajo, que ya se encontraba debilitada, no constituye seguridad alguna. La pandemia ha convertido todo contrato de trabajo en contrato basura, un nuevo acuerdo entre gobierno y empresa, que destruye el trabajo desde la relación contractual. Así, mientras la economía se declara en hibernación (lo que presupone una fase de acumulación para las empresas), los trabajadores pobres, dependientes o independientes, son abandonados a su suerte.

Golpe de estado y gobierno globalitario

El poder que se materializa con la pandemia ha logrado instalar un estado de excepción global, imponiendo a más de un tercio de la población mundial un confinamiento que es médico a la par que político-militar. Lo más impresionante es que el nivel de sofisticación técnica, por una parte, y el miedo paralizante a la enfermedad, por otra, lo han permitido sin disparar una sola bala. Con unos medios de masas que han cumplido su papel de manera eficaz, este golpe de estado global supone una nueva modulación de la vigilancia, ahora basada en el espectro de radiación del cuerpo. Transformados en electricidad, generamos un número que se muestra en la pantalla y se archiva. La imagen de las pistolas de medición de temperatura apuntando a la frente de los sujetos se repite y naturaliza, mientras el cruce de datos arma la geografía global del confinamiento. La temperatura hecha cifra es el síntoma de la amenaza y otorga el salvoconducto de la movilidad, el código QR es el check point que portamos día a día en las ciudades sitiadas, y el teléfono celular es el dispositivo que marca la trazabilidad de los desplazamientos.

A diferencia del sujeto peligroso, que presentaba signos corporales que permitían anticipar su conducta delincuencial, el sujeto de riesgo incuba en su “interior” la posibilidad de la amenaza microbiológica. El riesgo es invisible, por lo que el poder ha de producir dispositivos de identificación a nivel microfísico, molecular, para identificar e inocular la amenaza. Con esta idea de portador de riesgo, ensayada anteriormente con migrantes, disidentes políticos, presos, pobres, y otros grupos, el sujeto de riesgo de la pandemia se presenta como difuso y extendido a toda la población.

Con la pandemia se modifican la retórica, las tecnologías y los instrumentos de control: la “biovigilancia”, la medicina policial, los scanners, las pistolas de medición de térmica, o las cámaras de desinfección, son los nuevos dispositivos para la regulación social. Este instrumental desarrollado en campos de refugiados, hospitales o prisiones — laboratorios precursores del control social— ha sido liberado para integrarse en el nuevo paisaje urbano y está legitimado por el estado de excepción global, fuera de debate ante la amenaza del virus. El control de la pandemia, incluso, permite voces como las del exministro británico Gordon Brown quien, el 27 de marzo, proponía la organización de una Task-Force de expertos y gobernantes para encabezar una fuerza operativa global.

Se extiende un estado globalitario de control, al calor de la gestión epidemiológica de la crisis desde una concepción “democrática” del contagio, se cumple así el adagio liberal de que “el precio de la democracia es la eterna vigilancia”. Esta fase de control globalitario, lejos de ser un estado pasajero, nos ofrece señales de que ha llegado para quedarse porque, como dice Blanchot: “la característica del desastre es que nunca estamos ahí, sino bajo su amenaza y, como tal, ante la superación del peligro”.

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#58629
27/4/2020 7:07

los que pintan canas saben muy bien lo que se está cociendo saben que solo al final de la SGM las masas se enteraron de que los con-Boys cargados de gente iban a alguna parte y que de allí no había vuelto nadie estos con -Boys eran mirados como transportes de personal al que se le proporcionaba lugar de trabajo y atención además de medicinas y comida con lo que las masas se dejaban atrapar sin resistencia

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#58091
22/4/2020 23:26

Todo esto va muy rápido, algunos se prestan de buena gana a todo ello... Habría que crear una corriente que exija que la constitución incluya que cualquier persona podrá contratar y acceder a los servicios esenciales ( educación, sanidad, etc) y contratar luz, agua, gas... abrir una cuenta de banco, etc, sin contar con una línea de internet ni una identificación digital. Si no se blinda el derecho a la intimidad y la desconexión digital seremos poco más que ganado en muy poco tiempo.

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