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Coronavirus
El coronavirus como teatro de la verdad
#Todoirábien es una mentira. #Yomequedoencasa es una condena. El confinamiento iguala porque introduce a todos en el tiempo de la espera, y a la vez, visibiliza las brutales desigualdades existentes.
¿Y si poner el Estado a la defensiva tuviera que pagarse con muertos? Durante estos días de confinamiento, por la noche, al bajar la basura a la calle aprovechaba para escuchar el silencio de la ciudad dormida. Creía que hundirme en una soledad casi absoluta me permitiría entender lo que estaba sucediendo. Sin embargo, no conseguía desprenderme de una pregunta obsesiva: ¿y si parar —relativamente— el mundo, si ridiculizar al poder, solo pudiera hacerse cuando la muerte se convierte en desafío?
Sé que esta pregunta es extemporánea. En el marco de los debates actuales —la economía o la vida, la adopción o no del control y la vigilancia como prácticas habituales— incluso parece absurda. Pero el esfuerzo del concepto es medirse con lo delirante, y si es necesario, inventar conceptos también delirantes. Nunca el Estado, mejor dicho, nunca tantos Estados se han hallado en una situación a la defensiva como la actual. ¿Quién podría negarlo?
Basta analizar las ruedas de prensa que casi diariamente efectúan los presidentes de los gobiernos. En el caso español, la aparición de militares, médicos y políticos juntos, ejemplifica la cara terapéutica y militarizada del poder. “Estamos aquí para salvaros de vosotros mismos. No hay otra salida”, nos repiten insistentemente, mientras emplean las estadísticas —no olvidemos que “estadística” deriva de la palabra Estad— para objetivar sus decisiones. La representación no puede ser más patética ya que es la constatación de un poder agónico incapaz de prevenir ni de adelantarse. Recordar que Boris Johnson ha sido internado en una UCI, y que tantos políticos han sido infectados, es una metáfora siniestra pero muy real de esta agonía. Un poder, repito, enredado en sus contradicciones y falsedades, que ni sabe aún cuántos muertos se han producido, ni cuando llegará una normalidad que tampoco puede describir. Un Estado, en definitiva, incapaz de cumplir el contrato que según Hobbes lo fundamenta y legitima.
Hay una guerra en curso pero no es la guerra decretada por el Estado. Es la guerra social no declarada que el coronavirus ha sacado a la luz
En este sentido existe un cierto paralelismo entre el acto terrorista y la acción del coronavirus. En ambos casos, y a pesar de la evidente diferencia de escala, se trata de una “prueba” para el Estado, una prueba fallida que implica directamente su cuestionamiento. No es de extrañar, pues, que la reacción sea la misma: declarar la guerra al enemigo interior, ya sea el terrorista, ya sea el coronavirus. Esta declaración de guerra es totalmente falaz. Es ridículo que un Estado proclame la guerra contra un grupúsculo terrorista o contra un virus. Y, sin embargo, hay una guerra en curso pero no es la guerra decretada por el Estado. Es la guerra social no declarada que el coronavirus ha sacado a la luz.
Por eso resultan lamentables por engañosas, las declaraciones de tantos personajes públicos que, de pronto, descubren nuestra vulnerabilidad e interdependencia. ¿Es que no sabían cuánto sufrimiento cabe en esta realidad? En España, cada día se suicidan diez personas; la gripe causa cada año entre 6.000 y 15.000 muertos; en Catalunya, 300.000 personas —mayoritariamente mujeres— están encerradas en su casa con fatiga crónica, fibromialgia, o sensibilidad química múltiple, y la última vez que pidieron ayuda, la respuesta de las autoridades sanitarias fue que, como no causaban alarma social, se aguantasen. Por cierto, ¿cuántos muertos se requieren para declarar el estado de alarma? ¿No son suficientes los cinco millones de niños que, según la FAO, murieron de hambre el año pasado?
La irrupción del coronavirus nos ha hecho olvidar que, a pesar de la brutal represión del Estado, un ciclo de lucha contra el neoliberalismo se estaba desplegando en muchos países del mundo. La emergencia climática también ha pasado a un segundo plano. El coronavirus impulsa, pues, una despolitización al cancelar las memorias de lucha y construir un simulacro de nosotros basado en un mismo miedo a la muerte.
Pero el coronavirus, en tanto que potencia oscura de la vida, es capaz de una acción politizadora cuya radicalidad se nos escapa. Decir, como ya he avanzado, que muestra la debilidad del Estado es muy insuficiente. El embate del coronavirus no es más que el efecto de una naturaleza maltratada por un capitalismo desbocado. No hace falta perder mucho tiempo para demostrar esta afirmación. El coronavirus constituye un acto de sabotaje de la vida contra una realidad que ya es plenamente capitalista y sin afuera. Vivimos dentro del vientre de la bestia y somos nosotros mismos quienes la alimentamos. ¿Es de extrañar que necesitemos aparatos de respiración asistida? El coronavirus ha abierto en canal esta maldita bestia y cuando el espacio de los posibles se ha venido abajo, entonces ha aparecido el teatro de la verdad.
En el teatro de la verdad no hay ruedas de prensa. Las representaciones y sus representantes no tienen ya cabida. Está el personal sanitario en su lucha abnegada y solitaria; están los ancianos cuya muerte en la soledad de las residencias constituye su particular modo de escupir contra esta sociedad —por favor, llamarles “abuelos” a estas alturas es aún peor que el insulto que ya era—; están las cajeras de los supermercados; y los riders corriendo en las calles vacías para complacernos; y los maestros que intentan acercarse a los niños y niñas enjaulados. Estamos los confinados que cada día a las 20h salimos a aplaudir y también el vecino que ha colgado un papel en la entrada pidiendo que la enfermera que vive en el edificio se marche porque puede contagiarnos. Están los que viven en locales sin ventanas a la calle y comparten un piso minúsculo con otra familia; están los que tenemos una buena conexión a internet y los que solo tienen un teléfono con tarjeta de pago. Los grupos de ayuda mutua que la policía multa. Y también muchas, muchísimas personas que no saben qué será de su vida.
La actual crisis sanitaria ha acelerado la deriva fascista inmanente al capitalismo en un doble sentido. En primer lugar, y su constatación supone ya una obviedad, por el aumento imparable de las formas de control y vigilancia mediante el uso de las nuevas tecnologías: geolocalización, reconocimiento facial, código de salud, etc. En segundo lugar, por la transformación que se está produciendo en la forma de trabajar. El capital, muy a su pesar, tuvo que admitir la existencia de la comunidad de los trabajadores dentro de la fábrica. Para poder controlarla, empleó las disciplinas, la vigilancia panóptica, y en particular, el secuestro del tiempo de vida. Ahora el capital tiene la posibilidad de deshacer lo que aún permanecía de dicha comunidad. El dispositivo de control ya no es el secuestro, es el teletrabajo. Internet y el teléfono móvil son los dispositivos que permiten hacer del trabajo una forma de dominio político. Ciertamente siempre ha sido así. La novedad reside en una progresiva indistinción: saber si trabajamos, si vivimos, o si sencillamente, obedecemos, resulta cada vez más complicado. Una teletrabajadora expresaba muy bien esta nueva situación: “Ahora duermo menos que nunca y me falta tiempo para todo”.
Si esta crisis sanitario-económica global tiene importancia es porque en ella —y gracias a ella— se pone además en marcha un nuevo contrato social basado en el control y la desconfianza
La crisis sanitaria se inscribe dentro de una operación política de readecuación interna del neoliberalismo. Más allá de los cambios geopolíticos que se avecinan y de una globalización mucho más sobredeterminada por el Estado nación, lo cierto es que se aproxima una sociedad de individuos cada vez más atomizados y cuya única conexión pasa por conformarse, en el sentido más propio de la palabra, como terminales del algoritmo de la vida, es decir, de ese mercado que se confunde con la vida. Sabemos que toda crisis consiste en una situación desfavorable para la mayoría que ha sido políticamente construida y que, sin embargo, se autopresenta como naturalizada. Pero si esta crisis sanitario-económica global tiene importancia es porque en ella —y gracias a ella— se pone además en marcha un nuevo contrato social basado en el control y la desconfianza.
Por eso hay que entender el confinamiento como una etapa en la construcción de una subjetividad impotente y desconfiada. Una subjetividad que suplica poder vivir y que se piensa a sí misma como víctima, aunque las víctimas evidentemente no son iguales ya que la división del trabajo las atraviesa. El trabajador intelectual está mucho menos expuesto que el trabajador manual como la misma pandemia ha mostrado.
#Todoirábien es una mentira. #Yomequedoencasa es una condena. El confinamiento iguala porque introduce a todos en el tiempo de la espera, y a la vez, visibiliza las brutales desigualdades existentes. El 62% de los muertos por coronavirus en Nueva York son negros y latinos. En Barcelona, un 0,5% —500/100.000, el índice más alto de la ciudad— de la población de Roquetes (Nou Barris) está infectado por Covid-19, en contraste con el 0,07% (76/100.000) de Sarrià-Sant Gervasi. La verdad se padece y se contagia. Por eso el Estado quiere clausurar el teatro de la verdad cuanto antes, pero la acumulación de muertos le impide cerrar la puerta. Su voluntad sería desplegar cuanto antes el espacio de los posibles, de unos posibles totalmente redimensionados y al alcance de unos pocos. Vivir la vida —permanentemente— en viaje, una vida aparentemente libre y desterritorializada, a partir de ahora, solamente podrá hacerlo quien tenga dinero. Los demás serán piezas fijas atadas a un deuda infinita.
A pesar de lo terrible que es no tener una ventana desde la cual ver el cielo, o estar completamente solo, el confinamiento supone una cierta desocupación del orden. Los balcones se hablan entre ellos. Rostros que nunca se habían visto, se reconocen. Por unos momentos, estamos juntos fuera de la máquina capitalista, y entonces, la fuerza de dolor recogida en ella misma se convierte en indestructible. Sería demasiado insensato afirmar que, habitando el confinamiento, hemos arrancado un espacio de libertad a esta realidad opresiva e injusta, pero cuando el querer vivir se separa de la vida movilizada por el capital, dejamos de ser víctimas. Son momentos de extraña libertad que aterran al poder. A nosotros, nos ponen ante un abismo, y entonces, se nos hace un nudo en el estómago. No es el abismo de la incertidumbre sino el de la verdad de una bifurcación que el teatro de la verdad nos recuerda a cada instante. Tenemos que escoger si queremos seguir siendo un terminal del algoritmo de la vida que organiza el mundo o bien un interruptor de la pesadilla que nos envuelve.
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La interesantea
de la muerte como desafío del primer párrafo se queda luego en el tintero. Lástima.
Lee "Hijos de la noche", ahí encontrarás un buen desarrollo de esa idea.