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Chile
Chile: así empieza una revolución
Lo que empezó como una protesta estudiantil contra la subida del billete del metro se ha convertido en una revuelta generalizada contra el Chile que dejó la dictadura de Augusto Pinochet. Los primeros días de la revuelta chilena contada por una española de 26 años, que lleva tres años viviendo en Santiago de Chile.
Aquel día fuimos a la oficina. El plan era salir todos juntos para ir a la estación. Llegamos temprano y trabajamos rápido, queríamos llegar cuando antes. Llevábamos días oyendo cómo los estudiantes —siempre fueron ellos— estaban evadiendo masivamente la entrada de los principales metros como protesta por la subida del transporte. Más de un euro el trayecto.
En aquel entonces admirábamos a los estudiantes de lejos: “Tan valientes estos cabros, siempre salen los primeros a protestar, todo mi apoyo para ellos”. Pero entonces empezaron a llegar las noticias.
“La principales estaciones de metro están sufriendo disturbios”. “La línea 1 se está colapsando”. “Varias estaciones dañadas”. “Se suspende el servicio de la línea 1”. “La policía está teniendo que intervenir”.
Línea 1 cerrada, pero, ¿cómo haríamos entonces para llegar a la estación?
Comenzaron a llegar los primeros vídeos. Los manifestantes lanzaban escombros a las vías del tren, la gente se colaba en masa, comenzaban las primeras protestas incendiarias en el interior de las estaciones.
La empresa entonces nos dejó ir, sabían que la vuelta a casa sería larga y nosotros debíamos llegar a la playa, tan solo eso.
Decidimos tomar la micro que llevaba al centro, resignados a que, seguramente, tardaría más de lo normal. Después de tres horas atrapados en un atasco lanzaron la que sería la primera lacrimógena. El bus estaba abarrotado y todo el mundo comenzó a gritar para que cerraran las ventanas y que no entrara el gas. Estábamos en Tobalaba, una zona alta de la ciudad. ¿Tan arriba había disturbios? ¿Qué nos esperaba en el centro?
Cansados de tanto esperar decidimos caminar hasta Plaza Italia. La escena parecía el éxodo de un pueblo, cientos de personas caminando en mitad de la acera en la misma dirección. Recuerdo que pasamos por una pintada en la pared que decía “Podría ser peor”. Y tanto que podía…
Cuando llegamos a Plaza Italia comenzaron las primeras cargas. Un grupo de jóvenes improvisaba una barricada para cortar el tránsito. Nosotros bajábamos por la Alameda y antes de llegar al Centro GAM comenzaron a caer las primeras bombas de gas
Cuando llegamos a Plaza Italia comenzaron las primeras cargas. Un grupo de jóvenes improvisaba una barricada para cortar el tránsito. Nosotros bajábamos por la Alameda y, antes de llegar al Centro GAM, comenzaron a caer las primeras bombas de gas lacrimógeno. Corrimos para refugiarnos y acabamos en un bar. Por la televisión veíamos exactamente el lugar en donde estábamos. La gente que veíamos correr aparecía en pantalla. Nos ardía la nariz y los ojos.
Decidimos que lo mejor sería descansar y seguir bajando por calles paralelas. En Lastarria también había comenzado, y en Bellas Artes. Las barricadas te daban la bienvenida a cada barrio que seguía y la policía empezó a cargar. Me acordé de mi gato Ringo. Lo había dejado en casa con la ventana abierta y no paraba de escuchar que estaban cargando en mi calle, así que fui a verle para ponerlo a salvo. Antes de llegar al portal nos encontramos un hombre acuchillado tirado en el suelo. Lo habían asaltado, pero la policía no daba permiso a la ambulancia para pasar. “Llévenme preso”, gritaba desesperado. Al final se fue caminando, sangrando y sin camiseta. Subimos a casa y comenzamos a mirar por la terraza; aquí estaba pasando algo que ninguno estaba siendo capaz de dimensionar.
Lo mejor que podíamos hacer era seguir avanzando, nos estaban esperando desde hacía horas en la estación. Comenzamos a caminar por la calle Santo Domingo, olía a plástico quemado y a lo lejos, en la Alameda, se veía humo naranja. Íbamos cargados con nuestras mochilas y cansados por toda la adrenalina, pero ninguno decaía, teníamos que llegar. A través de las redes vimos cómo estaba Estación Central; se estaba empezando a crear el campo de batalla. Sentíamos que nos estábamos metiendo en la boca del lobo. Hacía menos de dos horas habían disparado a quemarropa contra una estudiante allí mismo, la sangre le salía a borbotones de la tripa.
Finalmente, cuando estábamos cerca, decidimos cruzar la Alameda en auto hasta llegar a la estación. El coche pasó bordeando varias barricadas en llamas y por fin llegamos. Nos estaban esperando. Comenzamos a buscar desesperadamente un bus que nos llevara. Salimos de la oficina a las 16h y eran las 23h, solo queríamos irnos aunque fuera en el último de la noche. Finalmente lo encontramos, lo logramos. Nos metimos en el camión y esperamos. Pero no salía. Y esperamos, algunos aprovecharon para descansar y entonces llegó la noticia: se acababa de aprobar el estado de excepción, el ejército tomaba el control de la situación.
Nos miramos entre nosotros. ¿El ejército? No puede ser… Aquello debía de ser una noticia falsa. El bus arrancó y por un momento sentimos euforia, en menos de dos horas llegaríamos a la playa, por fin. Pero a mitad de camino el auto frenó.
“Nos informan de que las salidas y entradas están siendo cortadas, debemos dar un rodeo”.
Las fronteras cortadas, barricadas en las calles, militares al mando, ¿qué estaba pasando?
Llegamos, por fin, a la casa de la playa y prendimos el televisor mientras nos poníamos cómodos y tomábamos algo. Lo primero que vimos fue a un militar diciendo que había tomado el mando, y después los vídeos de la línea 4 en llamas y el edificio Enel. Recuerdo que solo entonces empezamos a ser conscientes: algo está comenzando aquí.
A partir de ese momento estuvimos pegados a la tele todo el día. El noticiero y las redes se convirtieron en nuestro contacto con la realidad, aunque en aquel momento todo parecía un sueño, o la peor de nuestras pesadillas. Me acordé de los papás de mis amigas chilenas, ¿qué sentirían ellos al ver a los milicos en la calle?
Abrimos las botellas de pisco, el vaso se iba vaciando, pero nosotros seguíamos pegados a la pantalla. Aún no habíamos visto a los militares llegar, pero sabíamos que ya se estaban moviendo. Esa primera noche, como todas las demás, nos fuimos a dormir cuando amanecía. Empezamos a tener la sospecha de que lo peor ocurriría en la oscuridad y no podíamos dormir pensando en la gente en la calle.
Al día siguiente fuimos a la playa. Queríamos pasarlo bien, nos reíamos y disfrutábamos de la calma que da salir de la gran ciudad. Pero había un silencio en nosotros que comenzaba y que, lejos de ser incómodo, nos reforzaba. Recuerdo estar todos mirando al mar sentados en las rocas, en silencio. “¿Cómo puede haber tanto silencio?”, pensaba. En qué tipo de burbuja estábamos para no ser capaces de oír los gritos y el caos del que veníamos.
Decidimos preparar un asado en la parte de atrás de la casa. Lo pasamos bien, compartimos y desconectamos, pero siempre atentos a la nueva información. De pronto me llamaron: “No puedo ir a cuidar a Ringo, van a decretar toque de queda”. Aquello debía de ser falso, una de tantas fake news que estaban saliendo. Hasta que apareció la noticia oficial.
“Para preservar el orden público se ha decretado el toque de queda”.
Tengo la sensación de que ni entonces ni ahora hemos sido capaces de entender lo que supuso esa decisión. Aquello que yo había oído a mis abuelos, y mis compañeras chilenas a sus padres, se estaba repitiendo en nosotros y éramos incapaces de creerlo.
Entonces comenzó la indignación colectiva. Si antes ya estaba, ahora se detonó y en nosotros explotó un sentimiento de culpa. ¿Qué podemos hacer nosotros desde aquí?, ¿cómo conseguíamos perdonarnos a nosotros mismos por estar pasándola bien en medio de una realidad tan confusa?
Al día siguiente teníamos la intención de volver a Santiago, pero fue imposible. Todos los transportes con entrada y salida a la capital habían suspendido el servicio. Tendríamos que volver el lunes a primera hora. Decidimos pasar el día en la playa del Canelo, había cierta belleza en aquella complicidad que estábamos creando todos y nos dimos cuenta de lo afortunados que éramos de estar viviendo esto todos juntos.
Aquella última noche nos fuimos temprano a dormir. En ese momento ya sabía que extrañaría las charlas nocturnas y la sensación de fraternidad, pero por encima de todo nos abordaba una sensación: ¿qué nos encontraríamos al día siguiente cuando llegásemos a Santiago?
Teníamos el pecho apretado cuando entramos a la ciudad. Después de días viendo la televisión, acabamos creyéndonos la mentira mediática de los saqueos y el peligro público. Todo el rato me preguntaba lo que sentiría cuando viera al primer militar.
Llegamos a Estación Central tensos y en alerta, pero nos encontramos las cosas bastante calmadas. Largas filas de gente comprando comida ante el miedo del desabastecimiento, pero nada de violencia. Hasta que comenzamos a subir. En la parada de República vi al primer milico, le saque una foto y se la mandé a mi prima.
En el trabajo nos avisaron de que esa semana trabajaríamos desde casa, fue un alivio. Yo solo pensaba en ir a ver cómo estaba Ringo, pero no quería quedarme sola. Después de cuatro días en comunidad algo dentro de nosotros no nos quería separar y decidimos pasar nuestro primer toque de queda en una casa todos juntos. Aquel día fuimos a la primera marcha. Fue relativamente tranquila, pudimos marchar por la Alameda hasta que comenzaron a cargar por Universidad Católica. La gente iba siempre provista de agua con bicarbonato y limones para lidiar el efecto del gas. Todos nos ayudábamos, nadie podía caer.
Por aquel entonces ya habían comenzado a aparecer los primeros muertos y las detenciones arbitrarias. La estación de Plaza Italia se convirtió en un centro de detención secreto y había ya varios casos de violaciones en mujeres retenidas. Instagram se había convertido en nuestra pantalla de la realidad. Lo que decía la tele estaba contaminado, la única manera de informarnos era entre nosotros mismos. Siempre atentos al toque de queda, decidimos volver caminando y, a la hora de recogerse, se oía a Víctor Jara de fondo.
Sabíamos que esa era una de tantas armas que usarían contra nosotros. Agotarnos, humillarnos, acorralarnos, atemorizarnos. No podían salirse con la suya, el sentimiento de resistencia era aún más fuerte y juntos no había miedo
Nos dimos cuenta de que esto no iba a acabar pronto y que debíamos cuidar nuestra salud mental, pero ¿cómo íbamos a estar tranquilos en nuestras casas mientras afuera la gente sangraba, gritaba y moría? Los hospitales se empezaron a abarrotar por heridas de balines y lesiones oculares; nos estaban disparando a quemarropa. El tiempo que no estábamos marchando, decidí usarlo en escribir y en difundir el máximo de información posible. Pero los cientos de vídeos de ataques y abusos nos acababan calando en la cabeza y fue entonces cuando comenzamos a sentir el desgaste.
Sabíamos que esa era una de tantas armas que usarían contra nosotros. Agotarnos, humillarnos, acorralarnos, atemorizarnos. No podían salirse con la suya, el sentimiento de resistencia era aún más fuerte y juntos no había miedo. Se iniciaron las primeras proclamas: “Esto no es una guerra —decían—, nos están matando y nosotros solo tenemos piedras”. Esto era otra cosa: represión.
Al día siguiente volvimos a marchar. El objetivo siempre era Plaza Italia. Muchas veces no sabías si el ruido que oías era el de la policía o el de un extintor ardiendo, pero luego veías las llamas salir de la estación de metro y a todos nosotros como niños alrededor del fuego, adorando las llamas.
Ese fue el primer día que me sentí vulnerada. Nos llegó una lacrimógena por detrás. Ya se estaba empezando a sospechar de todo: que si las tiraban desde los edificios, que si las mezclaban con algo más potente, que si estaban caducadas… Recuerdo que dejé de ver y solo oía los gritos. Una mezcla de pánico y contención mientras tu garganta luchaba por coger aire que no te ardiera en el pecho. Los ojos lloraban, la nariz moqueaba y tu boca escupía; estabas durante unos minutos completamente inutilizada. Pero nunca sola. La ayuda colectiva, el cariño y el cuidado nos mantenían sanos y salvos.
Recuerdo que, cuando conseguí abrir los ojos, lo primero que sentí fue rabia. No miedo ni pena, rabia. Nos estaban masacrando. Después de eso nos retiramos por el toque de queda. Cada nueva persona que nos encontrábamos no hablaba de otra cosa. Nos contaron que a un compañero los milicos lo llevaron preso durante el toque; la realidad empezaba a acercarse cada vez más.
Los toques de queda se convirtieron en conciertos de Jara y cacerolazos. Era emocionante ver a toda la gente unida. Ya había quedado algo claro; esto no se trataba de partidos políticos, se trataba de dignidad.
El viernes fue convocada una gran marcha, la llamaron “La marcha más grande de Chile”. El día anterior ya habíamos tenido que correr todo el Parque Forestal hasta casa y una parte de mí temía que el viernes fuera a ocurrir una desgracia. Pero ocurrió lo impensable y tan deseado. Más de un millón de personas salieron a la calle haciendo historia, fue la única marcha de todas las que llevamos que fue mayormente pacífica. Sentimos festividad y esperanza dentro de un mar tan turbulento como el que vivíamos. A la mañana siguiente el presidente quiso apropiarse de nuestro logro. Cada cosa que hacía o decía nos impulsaba a seguir. Comenzó también un lavado de imagen: se levantó el toque de queda y se fueron los militares, se propusieron “medidas sociales” para intentar calmarnos y se anunció un cambio de ministros. Pero la gente ya estaba con los ojos bien abiertos y supo enseguida cual era la estrategia del gobierno. Chile había despertado, esta vez no se iba a dejar engañar.
Nuestro principal objetivo desde entonces ha sido seguir de pie y con energía, sobreponerse al miedo y resistir. Pero las marchas cada vez son más violentas. La policía ya no intenta dispersarnos sino acorralarnos. Tenemos la cara seca de tanto bicarbonato para las lacrimógenas y la Alameda se ha convertido en un campo de batalla.
El miedo y el cansancio corren en nuestra contra. Ya no me atrevo a silbarle a un policía si voy por la calle y los ruidos fuertes me asustan. Uno acaba siendo demasiado cruel consigo mismo, sobre todo después de ver a los que se ponen en primera línea de fuego, los que desactivan las lacrimógenas, los que se suben a los guanacos [camiones lanza-agua], los que corren a sanar heridas y los que documentan todo.
Nuestro principal objetivo desde entonces ha sido seguir de pie y con energía, sobreponerse al miedo y resistir. Pero las marchas cada vez son más violentas. La policía ya no intenta dispersarnos sino acorralarnos
Cada uno hace lo que puede por ayudar, somos una gran masa de pueblo ayudándose a seguir adelante. Pero las detenciones y las muertes siguen, se están violando los derechos humanos. Me he dado cuenta de que no he llorado ni una sola vez desde que esto comenzó. No puedo. Aunque el miedo a veces me bloquea, me sobrepongo. Todos lo tenemos claro: tenemos que ganar, hay que resistir. Uno es de donde habita y esta lucha no es solo por mí sino por mis abuelos, mis padres y mis muertos, por los desaparecidos, por los torturados y los oprimidos. Ya no me siento sola, tengo muchos motivos a la espalda que me acompañan y tengo el cuidado y el cariño del pueblo que me protege.
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Gracias por vuestra valentía, no estáis solas y además sois luz y dignidad.