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Centros sociales
¿Qué se pierde cuando un Gaztetxe se va?
El número 28 de la calle Artica de Pamplona ha vuelto a ser una vieja cochera vacía. Entre septiembre de 2016 y el pasado jueves fue el centro social del barrio, pero lo han desalojado. Es decir: CaixaBank reclamó la propiedad del inmueble y su derecho a mantenerlo cerrado a cal y canto, el ayuntamiento dijo que claro, el juzgado que no faltaría más y la policía que todo el mundo fuera, con munición de goma y ensañamiento. Y así ha perdido la ciudad su último gaztetxe hasta la fecha. ¿Pero qué es realmente perder un centro social?
Un gaztetxe es siempre un espacio intempestivo, que sucede cuando no se le espera, que prospera fuera de lugar. Porque su potencia radical surge de un acto de desajuste
En las imágenes y las crónicas del desalojo aparecen casi siempre personas jovencísimas. Las redacciones más partidarias de la intervención policial hablan de okupas y de chavales. De chusma al fin y al cabo. Gente que no debería estar ahí. Y aciertan, porque ese es precisamente su mayor virtud: que están donde no les corresponde. Un gaztetxe es siempre un espacio intempestivo, que sucede cuando no se le espera, que prospera fuera de lugar. Porque su potencia, democrática en un sentido arcaico, radical, surge de un acto de desajuste: quienes no tienen parte en el gobierno de lo común toman parte, crean un lugar en el que ejercer una capacidad nueva de intervención en los asuntos de la comunidad. Crean un poder nuevo. El viejo demos era esa parte de la población que no tenía condiciones para mandar (ni edad, ni familia, ni riqueza, ni conocimiento). Los pobres, no en el sentido estrecho de quienes no tienen fortuna sino en el amplio de quienes no cuentan. Un gaztetxe, visto así, es un punto en la ciudad en el que mandan los pobres, donde los que no pueden construyen un poder. Es una anomalía que permite a la comunidad separarse de sí misma, de su funcionamiento cotidiano y sus leyes transparentes. Es un foco de litigio sobre las relaciones normales de desigualdad, un generador de ruptura con los consensos vigentes. Su función no es tanto reforzar los vínculos comunitarios como tensionarlos y cuestionar el reparto del poder y la representación.
La lección más valiosa de los centros sociales es precisamente que la comunidad no es ningún ideal al que volver sino un proceso de carácter beligeranteCuando cierra un centro social, se cierra una escuela de sujetos políticos. Allí los destinados a permanecer en el orden invisible del trabajo asalariado y la reproducción toman el tiempo que no tienen y producen toda una serie de alteraciones en el orden sensato de las cosas y, al mismo tiempo, nuevas formas de enunciación. Lo que se derriba con su derrota, en momentos como el presente, es en realidad una capacidad colectiva de impugnar la legitimidad política del neoliberalismo en la ciudad. Por eso nos hacen tanta falta. Suena mucho últimamente, en las conversaciones sobre qué hacer, la idea de la vuelta a lo comunitario. La lección más valiosa de los centros sociales es precisamente que la comunidad no es ningún ideal al que volver sino un proceso de carácter beligerante. En ese campo de batalla impera una lógica del dominio legítimo (de las finanzas sobre la vida, de las clases medias sobre los horizontes vitales y el sentido común) que espacios como el gaztetxe de la Rochapea ayudan a poner en suspenso. Es por eso que el desalojo es una derrota también para ti y para mí, aunque ya no seamos jóvenes. Porque en las viejas cocheras duermen autobuses mágicos que conducen a la ciudad futura. Y no está la vida como para dejar que CaixaBank y la policía también se queden con ellos.