Centros de menores
Infancias migradas en movimiento

Medi, Félix, Bader y Elohucine comparten casa. Son cuatro jóvenes extutelados que saben que la primera pregunta quizás sea la más difícil de todas: ¿cómo llevaste separarte de tu familia siendo menor?
Menores n65
Medi se dirige a la cocina de su piso de emancipación. Loyola Pérez de Villegas Muñiz

“Cuando me dijeron que me trasladaban a València no me lo podía creer, pensaba que se estaban riendo de mí. Estuve toda la noche sin dormir deseando salir de ese centro”, cuenta Medi desde el sofá de su piso de emancipación. Hace solo dos meses que cumplió los 18 años y, desde entonces, comparte hogar con Félix, Bader y Elohucine, tres jóvenes extutelados con los que ha congeniado muy bien. Antes de empezar la charla, se miran y sonríen con la complicidad de saber quién va a ser el más echado para adelante y va a responder la primera pregunta, quizá la más difícil de todas: ¿cómo llevaste separarte de tu familia siendo menor?

Medi se quedó en la calle con 15 años. Su padre le echó de casa y, como no tenía una red familiar de apoyo, tuvo que buscarse la vida como pudo. Pasó su adolescencia sin poder ser adolescente y con el anhelo constante de una vida en una Europa romantizada, más parecida a la de Jordan Belfort en El lobo de Wall Street que a la de Adú en su película homónima. “Cuando me imaginaba España, pensaba en rascacielos con las paredes acristaladas”, dice desatando las risas de sus compañeros de piso.

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Los jóvenes se reparten las labores del hogar. Loyola Pérez de Villegas Muñiz

Ismail El Majdoubi, fundador de la asociación Exmenas, inició su proyecto migratorio con 16 años. Su situación en casa, sin ser boyante en lo económico, era estable y tiene buenos recuerdos de su infancia en Marruecos, pero llegó un momento en el que decidió que quería marcharse a España. Cuenta que empezó a tener muchas preocupaciones por su futuro, “por lo que viene más adelante”, y a desear los privilegios que suponían vivir al otro lado de la frontera. “Se ve la discriminación y la diferencia entre vivir en un lado u otro. Hay dos vidas. Unos tienen unos privilegios que tú no tienes y, tú, desde pequeño, empiezas a desearlos”.

Ali (nombre ficticio), actualmente residente en un centro de protección de menores, migró con 15 años desde Pakistán con el deseo de ganar dinero y enviarlo a su familia para pagar el tratamiento de su padre, quien se encontraba en una grave situación de salud. Hizo a pie gran parte del camino y cruzó fronteras muy peligrosas, las cuales enumera de carrerilla —mirando al techo— hasta detenerse en la española. Cuenta que hizo la que conocemos como “ruta balcánica” y que la frontera croata fue el paso más duro en un camino repleto de mafias, violencia policial, discriminación racial y de clase.

“Estuve una hora y media nadando. Había unas olas gigantes, de unos cuatro o cinco metros… Costaba sacar la cabeza para respirar”, cuenta Medi de su llegada a territorio ceutí desde Castillejos (Marruecos). Bader, por su parte, llegó en moto de agua a Algeciras e Ismail en los bajos de un camión. “Yo tuve mucha suerte porque no pasé mucho tiempo intentando cruzar la frontera, pero no es lo normal. Existen ejemplos de que intentarlo muchas veces significa una vida perdida. Te vas desgastando. Sufres mucha violencia física y psicológica. Por eso, siempre recalco que no solo hay que contar los ejemplos exitosos”, apunta Ismail.

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Los jóvenes acostumbran a tomar té a diario. "Es una costumbre", dice Bader Loyola Pérez de Villegas Muñiz

El proceso posterior a cruzar la frontera tampoco es sencillo, cuenta el fundador de Exmenas. “Lo primero que vi cuando llegué a España fue a la policía. Lo primero fue la detención y el proceso de identificación. Pasé una noche en el calabozo y, al día siguiente, me llevaron al centro de recepción. Cuando piensas en Europa estando en tu país, piensas que vas a ser uno más. No crees que al llegar vayas a ser el último en la lista y, en cuanto llegas al centro de recepción te das cuenta de que la migración y la gente racializada no está en la lista de prioridades del gobierno”.

Centros de recepción

Son, según la definición de la Generalitat Valenciana, “establecimientos de acogida de niños y adolescentes, para su atención integral, inmediata y transitoria, mientras se procede a completar el estudio de su situación personal, social y familiar (…) Su periodo de estancia no debe superar los 45 días”. O, dicho de otra manera, y más ajustado a la práctica, centros que utilizan las administraciones para alojar a menores hasta que se resuelva su situación y que, dependiendo de las plazas que tengan los centros de protección de la Comunidad Autónoma en cuestión, las estancias pueden prolongarse, como confirman fuentes conocedoras del sistema, medio año (o incluso más).

Medi llegó a Ceuta y fue internado en el centro de recepción La Esperanza, donde se encontró con un educador, del cual recuerda el nombre —y también varios apelativos nada cariñosos— perfectamente. “Me agarró de la parte de detrás del cuello y, empujándome me dijo: ‘Búscate la vida’”. Cuenta que, en total, eran alrededor de 350 jóvenes, para los cuales solo había seis educadores.

“Éramos 14 en cada habitación y la mayoría dormíamos en el suelo porque no había suficientes camas”. Cuenta que imperaba la ley del más fuerte y que, si querías dormir en un colchón debías pelearte con el que lo tuviera y ganar. Lo mismo con la almohada, con la ropa y, en definitiva, con cualquiera de las cosas que necesitara porque allí todo escaseaba, incluso la comida. “No desayunábamos, solo había comida y cena”. Cuenta que las peleas eran constantes y él entró en la rueda de estas. “Si querías dormir tenías que pelear; si querías almohada, tenías que pelear; si querías ropa, tenías que pelear. ¿Quién no quiere esas cosas?”.

“En muchos casos se creaban problemas por rebeldía y sentimiento de injusticia de lo que había fuera. Tener una patrulla de policía en la puerta del centro complica la convivencia. Te están señalando como un monstruo”

Ismail El Majdoubi vivió nueve meses en un centro de protección y también recalca la cantidad de conflictos que existía en él, pero, además, apunta al que considera otro de los motivos de esa conflictividad. “En muchos casos se creaban problemas por rebeldía y sentimiento de injusticia de lo que había fuera. Tener una patrulla de policía en la puerta del centro complica la convivencia. Te están señalando como un monstruo. La patrulla no está hecha para defender el centro sino para proteger a los de fuera de nosotros, los del centro. Te señalan como el malo y eso es una carga emocional”.

Ismail define los centros de recepción como lugares de segregación, guetos alejados de las ciudades, en los que se te priva de tu propia identidad y se te reduce a tu condición de menor extranjero no acompañado. “Cuando entras al sistema de protección te tratan por tu procedencia, por ser extranjero. Está hecho para darte la imagen de ser mena, marcarte como tal, conservar esa caricatura en el ideario de la sociedad”.

Salud mental

“Hay una oleada de odio hacia tu persona por ser lo que eres y no encuentras explicación. Ahí viene un déficit de adaptación. Es difícil encontrar sitios agradables y sin prejuicios”, comenta Ismail. Cree que sufrió problemas de salud mental “en momentos puntuales” y asegura que son muy comunes dentro de los jóvenes que migran.

Diana Díaz, psicóloga y directora de las líneas de ayuda de la Fundación ANAR, lo confirma: “Es bastante común que los jóvenes migrantes no acompañados por un adulto presenten problemas de salud mental. De hecho, es muy raro que no se den. Es una situación de mucha incertidumbre y el impacto es evidente”. La casuística y cantidad de problemas que encuentran es muy amplia, pero pone el foco en las autolesiones y violencia como uno de los más comunes y preocupantes. “Encontramos casos de jóvenes que tienen conductas violentas hacia si mismos o hacia otras personas a modo de exteriorizar el malestar que están viviendo”.

“Es bastante común que los jóvenes migrantes no acompañados por un adulto presenten problemas de salud mental. De hecho, es muy raro que no se den. Es una situación de mucha incertidumbre y el impacto es evidente”

Ismail El Majdoubi recalca la culpa como uno de los sentimientos que más le han perseguido, la sensación de haber dejado atrás, por decisión propia, a sus seres queridos: “Todo lo material se puede recuperar, pero lo más importante y valioso, es el sacrificio de abandonar a tu familia. Y es un sacrificio y una carga que llevas detrás y también un sentimiento de culpa”.

Diana Díaz apunta, también, a la ansiedad como un trastorno muy común producido por la tremenda dificultad de adaptación que supone llegar a un país totalmente nuevo para un joven. Y esa sensación, según cuenta Ismail, se cronifica por la falta de estabilidad que ofrece el sistema de protección. “Hemos sido una infancia migrada en movimiento. No paramos el trayecto migratorio cuando llegamos a España. El proceso puede suponer toda la vida, porque el estatus migratorio te persigue. Estar demostrando cada cierto tiempo que estás en ese país, te hace tener esa sensación de estacionalidad”.

Acogimiento residencial

“Finalmente era verdad, me iba del centro de Ceuta”, cuenta Medi. “Me dijeron que cogiera mi maleta. ¿Qué maleta?, pregunté”, dice riéndose y encogiendo los hombros. La anécdota y su forma de contarla contagia la risa a sus compañeros de piso y la conversación adquiere un tono más liviano.

“Cuando llegué al centro de València me encontré algo más parecido a lo que me esperaba de España cuando estaba en Marruecos”, asegura. “Pasé de vivir en una habitación de 14 personas a tener una para mí solo. Venía de tener que pelear por un colchón”.

Bader —que se había ausentado buena parte de la conversación para preparar un té— cuenta que su experiencia en el acogimiento residencial no fue buena a causa, entre otras cosas, del racismo. “Aunque eran más pequeños que yo, se metían conmigo por ser marroquí. Lo poco que tenía me lo robaban”, denuncia.

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Medi enseña un vídeo de Instagram a Bader y Félix. Loyola Pérez de Villegas Muñiz

Los jóvenes también apuntan al exceso de normas y castigos de los centros, siendo muy destacables las diferencias entre unos y otros, ya que cada residencia decide su marco normativo y sus objetivos. Este medio ha podido confirmar, gracias a los testimonios de una extrabajadora de uno de los centros dirigidos por la Fundación Diagrama —una de las principales empresas privadas que gestionan centros residenciales—, algunas de las prácticas que se llevan a cabo. Cuenta que los menores están numerados y son tratados como tal, números. Denuncia control de movimientos, presencia constante de personal de seguridad en las relaciones entre las educadoras y jóvenes y un sistema de castigos muy estricto y desproporcionado.

Ismail El Majdoubi, también en esta línea, comenta: “Estamos obligados a ser sumisos. Nos hacen sentir que todo lo que se nos da es por caridad y no debemos quejarnos”. Además, con una declaración que podría pasar inadvertida por obvia, apunta a una de las claves de la cuestión: “No digo que los centros de menores sean una mierda, pero no son el mejor sitio para estar”.

Acogimiento familiar

“La preferencia por el acogimiento familiar frente al residencial es clara”, apunta Sonsoles Bartolomé, directora del departamento jurídico de ANAR. “La ley que marcó un punto de inflexión al respecto fue la 1/1996 de Protección Jurídica del Menor y parte del derecho a criarse en un entorno familiar”. Además, añade, “todos los organismos internacionales lo respaldan”.

Esta prioridad, sin embargo, no se refleja en los porcentajes de acogimiento. Tomás Herrero, presidente de la Asociación de Voluntarios de Acogimiento Familiar (AVAF), señala que en España hay una relación del 50/50 entre la institucionalización y el acogimiento familiar, mientras que en otros países de Europa las cifras son muy diferentes. Pone como espejo en el que mirarse al modelo irlandés, el cual ha conseguido revertir las cifras y ponerse a la cabeza de menores en familias (90%) respecto a institucionalizados (10%).

Tomás Herrero señala que en España hay una relación del 50/50 entre la institucionalización y el acogimiento familiar, mientras que en otros países de Europa las cifras son muy diferentes: “Hay que trabajar para que haya más familias y que estas lo tengan más fácil”

“Hay que trabajar para que haya más familias y que estas lo tengan más fácil”, defiende Herrero. “Se debería invertir en darle un vuelco a la mentalidad de la sociedad, que en muchos casos ni siquiera conoce la posibilidad. Harían falta recursos, financiación y, sobre todo, voluntad”.

El presidente de AVAF denuncia la excesiva burocracia a la que tienen que enfrentarse las familias para ser acogedoras y que, en muchos casos, por culpa de ella, el proceso acaba eternizándose hasta el punto de no materializarse. “Tenemos muchos casos en los que las familias han recibido incluso la idoneidad para acoger y la administración se ha olvidado de ellas”.

Tomás Herrero, que además de presidente de AVAF es familia acogedora desde hace más de 20 años, pone el foco en lo que considera lo verdaderamente importante, el lado humano. “En una familia le estás ofreciendo tus valores, forma de ver la vida, tus 24 horas del día los 365 días del año, le estás dando todo. Tu casa, un referente. En una residencia le estás ofreciendo unos trabajadores y trabajadoras con a turnos de ocho horas con los que no pueden generar un vínculo emocional”, concluye.

Miramos los relojes cuando se cumplen las dos de la tarde. Sin necesidad de verbalizarlo sabemos que es hora de acabar con la charla, así que apuramos las últimas respuestas para no quitarle más tiempo a la comida, pero, ya que hemos hablado mucho de pasado, no podemos saltarnos el presente.

“Soy ayudante de cocina en un restaurante, pero trabajo más que el chef”, dice Elhoucine riéndose. Estudió durante su etapa en el centro de protección y, gracias al Real Decreto 903/2021 del Reglamento de Extranjería para personas jóvenes extuteladas, logró el permiso de trabajo.

Cuando todos han acabado de hablar sobre sus formaciones, trabajos y prácticas, Bader se reclina hacia delante y, tocando la rodilla de Medi, da las gracias a sus compañeros. “Cuando llegué aquí me encontré con unos chicos muy majos y guapos que me han cambiado la vida”, dice con los ojos vidriosos. Agradece estar en un piso de emancipación porque sabe que muchos otros compañeros —la mayoría, de hecho— no han tenido esa posibilidad ya que las plazas son limitadas.

Se acuerda de todo lo que ha vivido y se emociona porque dice haberlo pasado muy mal hasta llegar donde está, pero, como si no quisiera acaparar más tiempo la conversación, termina rápidamente de hablar y se levanta. Sus compañeros hacen lo propio y preguntan si hay material suficiente. “Yo creo que da para varias películas”, bromea Elhoucine.

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