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Carta desde Europa
¿Dentro o fuera?
Director emérito del Max Planck Institute for the Study of Societies de Colonia.
Durante varios años, Bruselas ha efectuado un serio esfuerzo para no aprender nada del Brexit y tal y como están ahora las cosas parece que este ha sido coronado por el éxito. ¿Qué podría haberse aprendido? Nada menos que el modo en que podríamos habernos liberado de la quimera elitista, antidemocrática y tecnocrática de finales del siglo XX de un imperio neoliberal europeo centralizado y la forma en que podríamos haber convertido, por el contrario, la Unión Europea en un grupo amistoso de Estados soberanos conectados mediante una red de relaciones no jerárquicas, voluntarias e igualitarias de cooperación mutua.
La vida interna de la Unión Europea es increíblemente complicada y opaca en grado sumo, pero hay un principio que rige indefectiblemente. Para comprenderlo es preciso entender la política interna de los tres Estados más importantes, Alemania, Francia e Italia, y sus complejas relaciones trilaterales. No existe en absoluto a este respecto supranacionalismo alguno o, si lo hay, tan solo se trata de un velo detrás del cual se desenvuelve la acción real, nacional e internacional.
Francia contempla Europa como campo de juego suplementario para sus ambiciones globales; Alemania necesita a la Unión Europea para asegurarse lugares de producción para sus industrias, mercados para sus productos y trabajadores retribuidos con bajos salarios para los diversos subsectores de su sector servicios doméstico, así como para equilibrar sus relaciones con Francia y Estados Unidos; e Italia necesita a “Europa”, en particular a Alemania, para garantizar su supervivencia como un Estado-nación y una economía capitalistas.
Para los euroidealistas de la izquierda liberal, la Unión Europea era una anticipación de un futuro político carente de las imperfecciones del pasado político
Los británicos nunca comprendieron realmente esto. Incluso el celebérrimo formidable servicio diplomático británico consideró la maleza de Bruselas totalmente impenetrable. Aunque Thatcher odiaba la Unión Europea —demasiado extranjera para su gusto—, Blair creía que convirtiéndola en una máquina de reestructuración neoliberal, junto con Chirac y Schröder, él podría ser su Napoleón: el gran unificador continental, esta vez desde el exterior.
El conocimiento de Blair era escaso. Francia y Alemania le dejaron que caminara solo a la guerra de Iraq, como adjunto de su amigo estadounidense George W. Bush, y posteriormente hacia su ocaso. Y Cameron aprendió en 2015 que incluso Gran Bretaña, acostumbrada a dominar los mares, era incapaz de arrancar de Merkozy las más exiguas concesiones sobre los asuntos migratorios, que a su juicio necesitaba para ganar el referéndum de 2016, convocado, después de todo, para labrar en piedra la membresía británica a la Unión Europea.
En Alemania no existió preocupación alguna sobre el efecto de la política de fronteras abiertas practicada por Merkel en el verano de 2015, que permitió la entrada de un millón de refugiados, fundamentalmente procedentes de Siria, que habían sido expulsados de sus hogares por una guerra civil dejada discurrir por el amigo americano de Alemania, Barack Obama. Para la canciller alemana, esta fue la oportunidad ideal para corregir su imagen de “reina gélida” adquirida durante la primavera de ese mismo año, cuando debió hacer público que “nosotros no podemos salvar a todo el mundo”. La mistificación era mutua.
Macron y Merkel insistieron en que el acuerdo de divorcio tenía que ser caro para Gran Bretaña, preferiblemente incluyendo la obligación de aceptar las reglas del mercado interno
En el continente nadie creía que Cameron pudiera perder su apuesta del referéndum. Los únicos británicos con quienes hablan las clases educadas “europeas” provienen de las clases británicas educadas y estas se hallaban por diferentes razones, con frecuencia incompatibles, enamoradas sin remedio de la Unión Europea. Para los euroidealistas de la izquierda liberal, la Unión Europea era una anticipación de un futuro político carente de las imperfecciones del pasado político, un Estado constitutivamente virtuoso, aunque no lo fuera todavía en absoluto, únicamente deseable por gente que consideraba que su propio país posimperial necesitaba una refundación desde arriba.
Otros, que conocían cómo funcionaba Bruselas, han debido reírse para sus adentros, en particular la clase política que durante mucho tiempo había acariciado la posibilidad de trasladar los asuntos difíciles directamente a las entrañas del inescrutable Leviatán de Bruselas para que fueran desmembrados hasta hacer imposible su reconocimiento. Este había sido el caso de los blairitas laboristas después de la salida de escena de Blair. Tras perder el poder y tener que enfrentarse a una clase obrera que, de acuerdo con la buena tradición británica, no consideraban a la altura de las circunstancias, se mostraron felices importando de Bruselas políticas sociales y regionales residuales, siendo totalmente conscientes de que la Unión Europea era incapaz de implementar nada que tuviera realmente importancia en este sentido, entre otras razones porque los gobiernos británicos, incluidos los del Nuevo Laborismo, habían dejado de considerar prioritaria la “dimensión social” del “mercado interno” para someter este a los imperativos sagrados de la “competitividad” económica.
Nadie se dio cuenta de que ello tendría consecuencias imprevistas en el momento en que la gente comenzara a preguntarse por qué su gobierno nacional les había privado de protección en el desierto social de los mercados globales, tras haber cedido la responsabilidad que tenía para con sus ciudadanos a una potencia y a un tribunal extranjeros. Cuando Cameron perdió, abandonado a su suerte por Merkel& Cia., el choque fue profundo, pero a continuación la política de la Unión Europea prosiguió como solía hacerlo.
No hay sistema político en la tierra, democrático o no democrático, que opere con tanta opacidad como la Unión Europea
Francia vio ahí la oportunidad de relanzar su concepto de integración europea como prolongación del Estado francés con el objetivo de encerrar a Alemania en una alianza dominada por ella. En el caso de que Gran Bretaña cambiara de opinión y los partidarios de la permanencia se salieran con la suya, la vuelta al rebaño debería ser tan humillante como para excluir toda posibilidad de un futuro liderazgo británico. Las negociaciones del acuerdo de divorcio iban a ser dirigidas por el diplomático francés Michel Barnier, uno de los tecnócratas más sobresalientes de la escena bruselense. Desde el principio Barnier jugó duro, haciendo poco por ayudar a quienes pretendían revisar el resultado del referéndum en el lado británico. Pero tampoco se iba a permitir que Gran Bretaña se fuera tan fácilmente. Aquí concurrió Alemania, interesada en disciplinar a los Estados miembros de la Unión Europea.
Macron y Merkel insistieron en que el acuerdo de divorcio tenía que ser caro para Gran Bretaña, preferiblemente incluyendo la obligación de aceptar las reglas del mercado interno y la jurisdicción del Tribunal de Justicia Europeo para siempre, incluso tras abandonar la Unión Europea. En opinión de Alemania, ello mostraría a los restantes Estados miembros que cualquier intento de renegociar su relación con Bruselas sería futil y, al mismo tiempo, que la posibilidad de un trato especial, dentro o fuera de la Unión, se hallaba totalmente excluida. Será tarea de los historiadores futuros descubrir qué sucedió realmente entre Francia y Alemania durante las negociaciones entre la Unión Europea y Gran Bretaña.
No hay sistema político en la tierra, democrático o no democrático, que opere con tanta opacidad como la Unión Europea. Con independencia del interés nacional alemán en mantener a toda costa la disciplina internacional, la industria exportadora alemana debe haber estado igualmente interesada en garantizar una relación económica amistosa con Gran Bretaña tras el Brexit y ha debido haber informado de ello al gobierno alemán en términos carentes de toda ambigüedad. No se observó, sin embargo, ninguna traza de ello ni en la estrategia de negociación de Barnier, ni en los pronunciamientos de Merkel.
En la medida en que exista en Bruselas una razonable perspectiva de que Escocia acceda a la Unión Europea, olvidémonos de que aprenda algo del Brexit
Muy probablemente ello se debió a que Alemania se hallaba en ese momento bajo la presión de Macron de utilizar la partida británica como una oportunidad para lograr una centralización mayor y más estricta, especialmente en asuntos fiscales, cuestión en la que la reticencia alemana a llegar a acuerdos que podrían costar caros en el futuro se había encontrado con el apoyo tácito de los británicos, aunque el Reino Unido no fuera miembro de la eurozona.
A medida que se aproximaba el día del acuerdo o del no-acuerdo y se escenificaba el ritual habitual de la negociación hasta el ultimo minuto, parece que Merkel optó por apoyar las demandas del sector exportador alemán. El Reino Unido ya había sido humillado bastante. Durante las últimas sesiones de negociación, Barnier, aunque se hallaba presente en las mismas, ya no habló en nombre de la Unión Europea; su lugar fue ocupado por uno de los ayudantes más próximos a von der Leyen. En los últimos momentos, Francia utilizó la nueva variante “británica” del coronavirus para bloquear el tráfico desde Gran Bretaña al continente durante dos días, pero ello no pudo impedir que finalmente se cerrara el acuerdo.
La política de riesgo calculado de Johnson fue recompensada con un tratado del que podía afirmar razonablemente que restauraba la soberanía británica. Pagó por ello un montón de pescado, hecho amablemente oscurecido por el desenvolvimiento ulterior de la pandemia.
¿Cuáles son las consecuencias de todo esto? Francia ha contratado mil trescientos funcionarios de aduanas más, que serán desplegados para interrumpir las relaciones económicas entre Gran Bretaña y el continente, incluida Alemania, en el momento en que el gobierno francés considere que el “campo de juego justo” del acuerdo ha dejado de ser operativo. Francia y Alemania tuvieron éxito a la hora de atemorizar a los restantes países, especialmente a los europeo-orientales, para que no se les ocurriera afirmar que el acuerdo sellado con el Reino Unido constituía un precedente para sus aspiraciones en pro de una mayor autonomía nacional.
Las presiones ejercidas desde el seno de la Unión Europea para lograr una alianza más cooperativa y menos jerárquica no han emergido. Y los sucesores de Merkel tendrán que navegar una relación con Francia todavía más compleja que en el pasado, debiendo resistir los abrazos de Macron desprovistos de la asistencia británica y frente a las incertidumbres del nuevo gobierno de Biden en Estados Unidos.
En cuanto al Reino Unido, para los partidarios de la salida de la Unión Europea el Parlamento gobierna de nuevo liberado de las constricciones derivadas de “los Tratados” y del Tribunal de Justicia Europeo, mientras que la ciudadanía británica finalmente solo podrá culpar a su propio gobierno, si algo no funciona: ninguna responsabilidad, sin la capacidad de ser responsable.
Por otro lado, los partidarios de la permanencia en la Unión Europea –los eurorevisionistas– parecen haber renunciado al logro de su objetivo, al menos por el momento, aunque bien pueden intentar encontrar otras protecciones contra un gobierno parlamentario estrictamente mayoritario. Existe también la posibilidad de que Escocia rompa con el Reino Unido, dado que el Scottish National Party podría recoger el sentimiento proeuropeo con la promesa de aplicar al puesto británico vacante en la que será por entonces la Mesa Redonda de los veintisiete caballeros del rey Emanuel. Ello equivaldría a entregar la soberanía nacional escocesa a Bruselas nada más haberla recuperado de Londres, olvidando la complicada experiencia histórica de Escocia con sus aliados y gobernantes franceses. En la medida en que exista en Bruselas una razonable perspectiva de que Escocia acceda a la Unión Europea, olvidémonos de que aprenda algo del Brexit. Pero en todo caso, por muy improbable que pueda ser tal aprendizaje, no sería insensato confiar el asunto al buen juicio de los escoceses.
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Es una gozada poder leer a Streeck periódicamente en español. Gracias El Salto.